En torno de una mesa de cantina les explicaba a mis amigos escritores Édgar Salinas, César Cano y Salvador Sáenz que los aficionados laguneros de cuarenta años para arriba solemos tener no uno, sino dos equipos favoritos. La razón es, creo, ésta: quienes tienen treinta años, poco más o poco menos, eran niños o adolescentes cuando el Santos comenzó su química con la comarca. Para ellos fue fácil soldar su afición a los de casa porque desde que abrieron sus ojos al gusto futbolero los albiverdes ya estaban allí, batallando primero, luego haciendo travesuras como la del primer subcampeonato que disputaron contra los Tecos. Pero nosotros, los que ya comenzamos a sentir el achaque de los tiempos, los que nos quedamos en ayunas debido a la desaparición de la Ola Verde y de los Diablos Blancos, nosotros debimos encariñarnos con un equipo forastero antes de que el Santos apareciera en la escena futbolera nacional. Mi caso es un ejemplo: fui niño y adolescente en el paréntesis lagunero sin soccer de primera división
Eso significa que además del Santos tengo una querencia legítima por otro equipo. No es una afición aparatosa, fanática, sino un gusto ya añejo y moderado a esos colores. Por nacencia, claro, tuerzo mi afecto por los laguneros, pero no dejo de interesarme por los resultados de mi otro equipo. Cuando juegan entre ellos no la tengo difícil: me da gusto que gane cualquiera de los dos. Ahora bien, cuando alguno de los dos llega a la final, sigo sus partidos con emoción de niño, como ocurre con todos los adultos que se aficionan al deporte profesional.
El jueves, por ejemplo, vi el partido en la covacha medio tenebrosa de lo que antes era el Chava’s Club. Junto a la horda gritona que allí se congregó, Gerardo García, Raymundo Tuda y yo festejamos la victoria de los laguneros aunque coincidimos en que no fue, como se esperaba, un gran choque. Al final decidimos hacer un recorrido por la ciudad efervescente de gritos y banderas. Parece demasiado, pero la gente, se nota, está ansiosa de salir a la calle, de vitorear al ente que pueda ser asociado con la victoria, aunque sea un equipo de futbol. Tengo una teoría exprés: si en La Laguna está perro que el verde tenga vida, si no hay árbol que no muestre mucho o poco los estragos del sol calcinante y del polvo que les mata el color, los santistas representan el verde de mayor intensidad y mayor éxito en el desierto que nos abrasa. Todo verdor perecerá, es el título de aquella novela escrita por el argentino Eduardo Mallea. Sí, todo verdor perece, y en La Laguna no se necesita mucho tiempo para que el sol y la temperatura se encarguen de aniquilar cualquier viveza del verde. Árboles, pasto, arbustos, todo verdor hace la lucha por no perecer en estos lares más o menos despiadados, y con demasiada frecuencia no lo logra. Pero el Santos parece que, como verdor, lejos de perecer da muestras de vitalidad inusitada, tanto que tiene a toda la comarca en un puño, a un tris de provocarle un infarto nacido en la alegría que sólo puede granjear el relámpago del triunfo.
Víctimas en la Morelos del entusiasmo que a veces raya o quiere rayar en el vandalismo, Gerardo, Raymundo y yo fuimos literalmente bañados con espuma de espray. Asombrados en la plaza de armas vimos a los compas del barrio, felices, trepando a lo bestia en los toldos de los coches, vociferando a empujones. La crónica da para mucho, pensé mientras veía a familias enteras que bajaban del cerro y emergían de las colonias populares para amontonarse en nuestro centro histórico. Todavía con espuma en la camisa y en la nuca, sonreí y recordé aquella canción famosa en los ochenta: “No debes tener dos amores”. Y sí, en futbol lo mejor es tener sólo uno, pero qué le puedo hacer. Yo tengo dos: Santos y, desde hace poco más de treinta años, Cruz Azul. Así entonces, desde el domingo pasado soy campeón.
Eso significa que además del Santos tengo una querencia legítima por otro equipo. No es una afición aparatosa, fanática, sino un gusto ya añejo y moderado a esos colores. Por nacencia, claro, tuerzo mi afecto por los laguneros, pero no dejo de interesarme por los resultados de mi otro equipo. Cuando juegan entre ellos no la tengo difícil: me da gusto que gane cualquiera de los dos. Ahora bien, cuando alguno de los dos llega a la final, sigo sus partidos con emoción de niño, como ocurre con todos los adultos que se aficionan al deporte profesional.
El jueves, por ejemplo, vi el partido en la covacha medio tenebrosa de lo que antes era el Chava’s Club. Junto a la horda gritona que allí se congregó, Gerardo García, Raymundo Tuda y yo festejamos la victoria de los laguneros aunque coincidimos en que no fue, como se esperaba, un gran choque. Al final decidimos hacer un recorrido por la ciudad efervescente de gritos y banderas. Parece demasiado, pero la gente, se nota, está ansiosa de salir a la calle, de vitorear al ente que pueda ser asociado con la victoria, aunque sea un equipo de futbol. Tengo una teoría exprés: si en La Laguna está perro que el verde tenga vida, si no hay árbol que no muestre mucho o poco los estragos del sol calcinante y del polvo que les mata el color, los santistas representan el verde de mayor intensidad y mayor éxito en el desierto que nos abrasa. Todo verdor perecerá, es el título de aquella novela escrita por el argentino Eduardo Mallea. Sí, todo verdor perece, y en La Laguna no se necesita mucho tiempo para que el sol y la temperatura se encarguen de aniquilar cualquier viveza del verde. Árboles, pasto, arbustos, todo verdor hace la lucha por no perecer en estos lares más o menos despiadados, y con demasiada frecuencia no lo logra. Pero el Santos parece que, como verdor, lejos de perecer da muestras de vitalidad inusitada, tanto que tiene a toda la comarca en un puño, a un tris de provocarle un infarto nacido en la alegría que sólo puede granjear el relámpago del triunfo.
Víctimas en la Morelos del entusiasmo que a veces raya o quiere rayar en el vandalismo, Gerardo, Raymundo y yo fuimos literalmente bañados con espuma de espray. Asombrados en la plaza de armas vimos a los compas del barrio, felices, trepando a lo bestia en los toldos de los coches, vociferando a empujones. La crónica da para mucho, pensé mientras veía a familias enteras que bajaban del cerro y emergían de las colonias populares para amontonarse en nuestro centro histórico. Todavía con espuma en la camisa y en la nuca, sonreí y recordé aquella canción famosa en los ochenta: “No debes tener dos amores”. Y sí, en futbol lo mejor es tener sólo uno, pero qué le puedo hacer. Yo tengo dos: Santos y, desde hace poco más de treinta años, Cruz Azul. Así entonces, desde el domingo pasado soy campeón.