Divido esta participación en dos brevísimos segmentos, pues creo que el llamado “fomento a la lectura” se ramifica en un par de amplias vertientes: la de la vida cotidiana, la del diario hacer en familia y en comunidad, y la más general, la del Estado y sus políticas públicas en materia de educación.
a) En lo individual y comunitario
¿Por qué leemos? ¿Para qué leemos? ¿Dónde leemos? Trataré aquí de responder a esas preguntas, dado que me parecen indispensables para comenzar cualquier reflexión sobre el fracaso, o parte del fracaso, de los programas nacionales de fomento a la lectura.
1) De niños leemos porque esa práctica se nos impone como obligación. Cuando se da, la lectura obedece a obedecimientos: un maestro encarga una cierta cuota de páginas y los alumnos tienen que acatar la orden. Se trata entonces de una imposición, muchas veces de un castigo. Lo mismo en casa: algunos padres ven que al niño se le diluye el tiempo frente al televisor y condicionan ese privilegio: “Lee un cuento y te dejo ver tanta tele”, “Lee tres páginas y recibes equis regalo”. En ningún caso la lectura suele ser encarada como placer, como goce. No se adiestra a los pequeños en el arte de disfrutar de las palabras y los condenamos a traducir el acto de lectura como flagelo o como paso forzado al premio de mejores actividades.
2) De niños leemos para obtener una nota, para ganar un premio, para triunfar en los primeros debates que nos plantea la vida en comunidad. En pocos, en muy pocos casos leemos para divertirnos con las criaturas de la reflexión y la emoción humanas. Le damos pues un fin mezquino, utilitario, externo a la lectura: no nos sirve para alegrar el día, para quitarle insipidez a nuestras horas, para agitar nuestro seso, sino para obtener algo concreto, para hacer trueques con el otro. La lectura queda reducida entonces a moneda de cambio.
3) De niños leemos sobre todo en la escuela o debido a la escuela. Los encargos del profesor son tajantes: guarden silencio y lean de tal a tal páginas. A veces hacemos lectura en voz alta, colectiva. El caso es que la lectura, un ejercicio que por lo común demanda cierto aislamiento, un entorno propicio a la concentración, es encarado en el barullo, en el caos de ruidos y molestias. ¿Es así como debemos enseñarles a leer a los pequeños? Creo que el momento más propicio para asentar el hábito de la lectura es el momento que, en casa, precede al sueño. Por lo común hay menos ruido y la soledad es un ambiente ideal para dejar las últimas reservas de energía frente a los libros. Asimismo, hay que plantear ese momento como un premio, el justo reconocimiento a un día de esfuerzos. Jamás como una reprimenda.
b) En lo estatal
Ahora sí. Luego de encuadrar esas importantes minucias del desdén cotidiano, individual, familiar, a la lectura, paso a lo general. El Estado mexicano ha hecho de todo para, según él, difundir el hábito de la lectura. Lo ha intentado por medio de la SEP y en los años más cercanos por la vía del Conaculta, pero las estrategias han dado escasos frutos. Ediciones, programas, concursos, bibliotecas, talleres, publicidad, capacitaciones, todo. El resultado es pobre, como sabemos. Algo anda muy mal allí. No creo en las soluciones inmediatas ni simplistas. Sé que el remedio tiene que ver con casi todo, empezando con la mejoría económica de quienes hoy apenas ganan lo necesario para comer, pues de nada sirve articular proyectos colectivos de bienestar cultural, educativo, artístico, si antes, como ocurre hoy, millones de mexicanos no tienen ni mínimamente satisfechas sus necesidades de trabajo, vivienda, alimento, vestido, agua, luz y etcétera.
Ante la demagogia, ante las pavorosas cifras que van y vienen, la realidad es cruda y la podemos tentar en todos lados, en cualquier conversación informal: el libro no está con nosotros, es un objeto ajeno a nuestros hábitos, de ahí que, si me lo pregunto en serio, no sé por dónde empezar para revertir la situación. Creo que un primer paso está en el entorno familiar, otro en la escuela, otro más en los medios, otro en la mejoría salarial a los padres, y así. La suma y la armonización de todos esos factores hacen que el fomento a la lectura parezca una misión imposible. Me queda claro que es una utopía, sí. ¿Y qué podemos hacer frente a los proyectos utópicos? Creo que desmenuzarlos, afrontar el gran todo en pequeñas partes, con pasos cortos y precisos. Esta mesa redonda es un ejemplo: damos un paso corto, muy corto, pero lo damos a favor del libro y la lectura. El encadenamiento de todos esos esfuerzos puede redituarnos algo bueno, aunque advierto que la realidad parece abrir todos los días la brecha entre los libros y sus potenciales usuarios. No sé exactamente cómo, pero hay que intentar el fomento a la lectura, esto pese a las estadísticas y pese a la realidad. La imaginación, en todo caso, tiene en el fomento a la lectura su más grande desafío. (Texto leído en una mesa redonda para discutir el fomento a la lectura; fue celebrada el 22 de abril de 2008 en el Teatro Isauro Martínez; participaron también Saúl Rosales, Rosario Ramos, Jaime Palacios y Mariana Ramírez).
a) En lo individual y comunitario
¿Por qué leemos? ¿Para qué leemos? ¿Dónde leemos? Trataré aquí de responder a esas preguntas, dado que me parecen indispensables para comenzar cualquier reflexión sobre el fracaso, o parte del fracaso, de los programas nacionales de fomento a la lectura.
1) De niños leemos porque esa práctica se nos impone como obligación. Cuando se da, la lectura obedece a obedecimientos: un maestro encarga una cierta cuota de páginas y los alumnos tienen que acatar la orden. Se trata entonces de una imposición, muchas veces de un castigo. Lo mismo en casa: algunos padres ven que al niño se le diluye el tiempo frente al televisor y condicionan ese privilegio: “Lee un cuento y te dejo ver tanta tele”, “Lee tres páginas y recibes equis regalo”. En ningún caso la lectura suele ser encarada como placer, como goce. No se adiestra a los pequeños en el arte de disfrutar de las palabras y los condenamos a traducir el acto de lectura como flagelo o como paso forzado al premio de mejores actividades.
2) De niños leemos para obtener una nota, para ganar un premio, para triunfar en los primeros debates que nos plantea la vida en comunidad. En pocos, en muy pocos casos leemos para divertirnos con las criaturas de la reflexión y la emoción humanas. Le damos pues un fin mezquino, utilitario, externo a la lectura: no nos sirve para alegrar el día, para quitarle insipidez a nuestras horas, para agitar nuestro seso, sino para obtener algo concreto, para hacer trueques con el otro. La lectura queda reducida entonces a moneda de cambio.
3) De niños leemos sobre todo en la escuela o debido a la escuela. Los encargos del profesor son tajantes: guarden silencio y lean de tal a tal páginas. A veces hacemos lectura en voz alta, colectiva. El caso es que la lectura, un ejercicio que por lo común demanda cierto aislamiento, un entorno propicio a la concentración, es encarado en el barullo, en el caos de ruidos y molestias. ¿Es así como debemos enseñarles a leer a los pequeños? Creo que el momento más propicio para asentar el hábito de la lectura es el momento que, en casa, precede al sueño. Por lo común hay menos ruido y la soledad es un ambiente ideal para dejar las últimas reservas de energía frente a los libros. Asimismo, hay que plantear ese momento como un premio, el justo reconocimiento a un día de esfuerzos. Jamás como una reprimenda.
b) En lo estatal
Ahora sí. Luego de encuadrar esas importantes minucias del desdén cotidiano, individual, familiar, a la lectura, paso a lo general. El Estado mexicano ha hecho de todo para, según él, difundir el hábito de la lectura. Lo ha intentado por medio de la SEP y en los años más cercanos por la vía del Conaculta, pero las estrategias han dado escasos frutos. Ediciones, programas, concursos, bibliotecas, talleres, publicidad, capacitaciones, todo. El resultado es pobre, como sabemos. Algo anda muy mal allí. No creo en las soluciones inmediatas ni simplistas. Sé que el remedio tiene que ver con casi todo, empezando con la mejoría económica de quienes hoy apenas ganan lo necesario para comer, pues de nada sirve articular proyectos colectivos de bienestar cultural, educativo, artístico, si antes, como ocurre hoy, millones de mexicanos no tienen ni mínimamente satisfechas sus necesidades de trabajo, vivienda, alimento, vestido, agua, luz y etcétera.
Ante la demagogia, ante las pavorosas cifras que van y vienen, la realidad es cruda y la podemos tentar en todos lados, en cualquier conversación informal: el libro no está con nosotros, es un objeto ajeno a nuestros hábitos, de ahí que, si me lo pregunto en serio, no sé por dónde empezar para revertir la situación. Creo que un primer paso está en el entorno familiar, otro en la escuela, otro más en los medios, otro en la mejoría salarial a los padres, y así. La suma y la armonización de todos esos factores hacen que el fomento a la lectura parezca una misión imposible. Me queda claro que es una utopía, sí. ¿Y qué podemos hacer frente a los proyectos utópicos? Creo que desmenuzarlos, afrontar el gran todo en pequeñas partes, con pasos cortos y precisos. Esta mesa redonda es un ejemplo: damos un paso corto, muy corto, pero lo damos a favor del libro y la lectura. El encadenamiento de todos esos esfuerzos puede redituarnos algo bueno, aunque advierto que la realidad parece abrir todos los días la brecha entre los libros y sus potenciales usuarios. No sé exactamente cómo, pero hay que intentar el fomento a la lectura, esto pese a las estadísticas y pese a la realidad. La imaginación, en todo caso, tiene en el fomento a la lectura su más grande desafío. (Texto leído en una mesa redonda para discutir el fomento a la lectura; fue celebrada el 22 de abril de 2008 en el Teatro Isauro Martínez; participaron también Saúl Rosales, Rosario Ramos, Jaime Palacios y Mariana Ramírez).