miércoles, mayo 21, 2008

Torreón en Madrid, 1915



Fechado en Madrid hacia febrero de 1915, “Floreal” es un relatito casi perdido en la monumental obra de Alfonso Reyes. Lo escribió entonces en el doloroso exilio que vino tras la muerte su padre, un exilio que, como escribió luego en su “Oración del 9 de febrero”, ayudó a descuajar de su corazón “cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir en esclavizarme a la baja vendetta”. Hace casi una década conocí ese texto gracias a un pitazo de Fernando Martínez, y hoy lo desempolvo porque me lo pidió Silvia Castro, directora del Museo de la Revolución.
Para mí “Floreal” es interesante, sobre todo, por lo extraliterario: imaginemos a Reyes en Madrid, metido en sus lecturas y escrituras de joven erudito; de repente, tras un sueño o tras la visión de algo, no sé qué, de golpe le llega a la cabeza el recuerdo de su fugaz paso por La Laguna, si es que alguna vez anduvo por aquí. El caso es que ese recuerdo fue luego escrito, y así nació “Foreal”. Para mí, esta brevísima pieza narrativa es pariente de “Una estepa del Nazas”, el multicitado soneto de Othón.
Conviene pues, en este tiempo todavía celebratorio, compartir la estampa que escribió Reyes en Madrid. Algo tiene de grato saber que allá, del otro lado del charco y en aquel tiempo, alguien cargaba a La Laguna en su memoria: “Estaba recién casada. Vivían en una ciudad del Norte llena del zumbido de las locomotoras. Se cruzaron varias líneas del ferrocarril en medio de unos llanos polvosos, y en el cruce brotó una estación; cercano a la estación, un hotel; al lado dos o tres comercios, y junto a ellos las posadas de los traficantes, los paradores de los viajeros, las casas de juego. La ciudad era una estación grande, un campamento de comercio, con mucha población de chinos y yanquis.
De cuando en cuando bajan del tren unos viejos pálidos, erguidos. Entran en los garitos, echan un peso en la ruleta, ganan ciento, los guardan en el bolsillo del pantalón, vuelven al tren que ya silba, impacientes por seguir el viaje rumbo al Norte. Aquel peso que aventuraron, es el último peso que traían consigo.
Por el andén, un ciego canta al roncar de un descoyuntado acordeón:

Soy transitante de Torreón a Lerdo,
mis sufrimientos son por un amor.

Ella solía enviarme fotografías del pueblo, de su casa, de su jardincillo, donde se la veía muy enflaquecida, junto a un mocetón de buenos ojos que estaba en mangas de camisa, el puro en la boca y el rastrillo en la mano.
Me escribía cartas breves. Como no sabía escribir, me decía las cosas esenciales. Como el polvo de la comarca lagunera flota en el aire durante el verano —me explicaba—, los crepúsculos lucen aquí unos colores, unos tornasoles insospechados.
—Pero ¿qué sal tiene este polvillo que se come los muebles? Mi juego de sala se ha envejecido en unos meses.
Su marido tenía instintos de obrero. Un día quiso hacer una mesa para la cocina: tomó unas ramas y las clavó toscamente en una tabla. Era primavera. (Como los hombres se nos mueren, este recuerdo me es amargo). Los crepúsculos de Torreón estaban como nunca gloriosos. El calor llenaba de ansias las cosas.
Una mañana, encontraron que la mesa había echado brotes, en la cocina, y la llevaron a florecer en paz al jardín.
Los ojos de ella habían cobrado un misterio singular, y, vista de cerca, en su epidermis había también unos como brotecitos pequeños” (el dibujo que encabeza esta nota —obviamente, por malo— yo lo hice).