El
video fue un hitazo en estos días. No podía ser de otra manera: una ruquita con
gruesos cristales de aumento en sus lentes, holgado vestido en dos matices de rosa
Tamayo, tenis y una bufanda larga, negra y extraña en el atuendo, llega a una
casa, desenfunda una fusca con mejor estilo que cualquiera de los hermanos
Almada y dispara a dos sujetos que le reclaman algo. Luego de tirar bala hay un
sanquintín, alguien la despoja de la pistola, la zarandea mientras quien graba
el video grita desesperada y acaso justificadamente “¡hijos de su puta madre!”.
En resumen, una escena de la vida real idónea para el morbo, la risa y el
asombro de las redes sociales siempre ansiosas de enganchar con materiales
fílmicos que rompan la modorra.
La
proliferación de cámaras ha hecho posible que la recolección de escenas sea
innumerable. Antes, desde que el hombre es hombre y la mujer, mujer, ya pasaba
todo, pero no había cámaras a disposición para registrar lo bueno, lo malo y lo
feo de la vida cotidiana. Hoy casi no hay rincón del panal humano sin alguna
herramienta disponible para la filmación, sea fija o móvil, como la cámara de
los celulares. Esto ha permitido documentar, para bien, muchas situaciones
encantadoras, como los primeros pasos de cualquier bebé, pero también lo
ingrato y hasta lo horripilante.
Recuerdo
que un amigo cercano tenía un interés siempre alerta por conocer al dedillo los
usos y costumbres del narco en nuestro país. Compraba, por ejemplo, todos los
llamados fast books sobre la
delincuencia organizada, desde biografías de los capos más ilustres hasta
reportajes sobre el esplendor y la caída de tal o cual cártel. Sumaba, claro, a
la lectura bibliográfica la hemerográfica, así que nuestra conversación amerdizaba
(este neologismo significa aterrizar en la mierda) con frecuencia en las
novedades del hampa vernácula.
Nunca
he tenido atracción por el mundo del narcotráfico como tema de interés. La
razón de la negativa en mi caso es tan oscura como oscura es esa realidad. Con
mi amigo, sin embargo, accedí a enterarme porque me ahorraba dinero y tiempo,
ya que él lograba resumir en la conversación todo lo que leía a diario. Pero lo
que no pude aceptar fue la invitación a que viera cómo decapitaban a un sujeto.
Un día me dijo que le había llegado un video con esa secuencia, lo que en
cierta época, creo, circuló mucho en internet. Sentí que aquello era una
monstruosidad, la penosa comprobación de que el ser humano regresaba al estado
salvaje que supuestamente la civilización había dejado atrás hacía muchos
siglos. Y nunca vi eso, aquella prueba fehaciente del uso de las cámaras para
satisfacer no sé cuáles viscosos apetitos del alma humana.
El
video de la viejita tiene algo raro, pero es evidente que complació a la
audiencia y dejó apreciar, una vez más, un costado espantoso de la sociedad
actual. Documenta dos homocidios, es verdad, pero como no hay estallidos
cinematográficos de sangre en close up,
los asesinados reaccionan como tipos que se caen luego de recibir los
invisibles plomazos. Las balas son muy pequeñas y no se ven, y ya sabemos que
lo que mata no es en sí la bala, sino la velocidad. No vemos pues las muertes
como en una película, pero sabemos que son muertes reales y que la señora, pese
a ser una heroína de la tercera edad, pasará a vivir en la cárcel los años que
le conceda nuestro padre Dios.
Pese
a saber que son muertes reales, lo que asombra es el regocijo provocado por el
video. Algo, un resorte quizá no tan oculto en el cuerpo de la sociedad, salta
de gusto con videos en los que se exhibe que alguien propinó su merecido a
alguien. No es necesario esperar nada, ni la más elemental reconstrucción pericial
de los hechos: el veredicto inmediato establece que, si la viejita fue armada a
una casa de su propiedad ocupada por gandallas, justo es que haya hecho uso de
su cuete, pues para eso lo cargó (en todos sentidos del verbo “cargar”). No fue
menester que procediera legalmente, pues el legal es un rollo lento y penoso, así
que mejor es que haya hecho justicia con su propio plomo, de modo expedito, al
chile.
Los
boquetes del estado de derecho, lamentablemente, se llenan con lo que
Boaventura de Sousa Santos llama “fascismo social”. Tiene varias modalidades, y
una de ellas es la que introyecta en la colectividad el punitivismo en todas
sus modalidades como recurso válido para dirimir querellas chicas o grandes. Es
por esta razón, no sé si lo hemos notado, que se activa en nosotros una especie
de placer cuando en un video vemos que le dan su merecido a un malhechor,
cuando lo linchan y termina pagando su culpa sin la pendejada de un proceso
judicial mediante.
La abuelita sicaria fue el hit de la semana. Una prueba más, por si faltaran, de que la justica en caliente y la muerte real en video son hoy muy taquilleras.