No es que
no haya existido siempre, sólo que ahora es más visible y quizá, poco a poco, más
aceptada e incluso promovida como posibilidad también viable para las mujeres:
que un hombre viejo, digamos de cincuenta en adelante, tenga tratos afectivos y
se exhiba con una mujer de poco más de veinte o treinta. Ahora tal sujeto es
muy común y hasta tiene nombre: sugar daddy.
Lo mismo pueden hacer y hacen algunas mujeres, en las que sólo cambia parte de
la etiqueta: sugar mommy. Más allá de
que en general este tipo de relaciones sirve para el pitorreo social al modo de
las burlas perpetradas en sus shows por el payaso Brincos Dieras, la tendencia
es un reflejo de los aires que soplan para la percepción social de la edad y
del dinero, lo que a su vez se relaciona estrechamente con el consumo.
En el
primer caso, sabemos por muchos autores que la vejez no es una etapa cómoda. Se
puede llegar a ella con fortuna económica, al menos con lo mínimo para
sobrevivir, pero inevitablemente supone dolor, deterioro de las facultades y un
cambio de apariencia que sin duda son percibidas como vejez. Autores como
Cicerón en De senectute; Goethe en El hombre de cincuenta años; Norbert
Elias en La soledad de los moribundos
o muy recientemente Pascal Bruckner en Un
instante eterno, filosofía de la logevidad, han reflexionado sobre la vejez
y cada uno a su modo destaca que, pese al declive físico, hubo un tiempo en el
que asumíamos la edad y sus signos como lo que son: ocaso corporal, antesala del
fin, es verdad, pero también serena madurez. El viejo era arropado, se confiaba
en su sabiduría, era el testigo cohesionador del clan o la familia. La palabra
“senado”, de hecho, proviene etimológicamente de senex (viejo), e indica que los mejores consejeros de la comunidad
eran los viejos.
Pero en
las décadas recientes algo pasó hasta con los senados, espacio al que se puede
llegar, en México, a los 25 años. Todavía en la década de los cuarenta veíamos
películas en las que Pedro Infante parecía de cincuenta años y contaba con menos
de treinta, o Sara García, que cuando filmó los Los tres García tenía apenas 55 ya se perfilaba para emblema incuestionable
del chocolate Abuelita. Para seguir con la sociedad del espectáculo que a final
de cuentas es la que más gravita en cuanto a influencia para la moda, no deja de
asombrar que los cantantes exitosos parecieran señoras y señores como Toña La
Negra o Pedro Vargas, intérpretes que ni con una Magnum en la sien hubieran
aceptado parecer jóvenes. Poco después, en los cincuenta, estalló el rock and roll, y con él la irrupción de
una nueva apariencia. El joven comenzó allí a ser visible en todos lados, y
pasados los años la tensión se manifestó en el miedo de los viejos a los jóvenes
y el rechazo de los jóvenes a lo vetusto. El 68 en Tlatelolco dejó ver algo de
eso, la chaviza contra la momiza, según la ya obsoleta nomenclatura etaria de
la época.
El sistema
descubrió el poder consumidor de la juventud, así que todos los nuevos ídolos
del cine o la canción tenían que lucir una apariencia fresca, de ser posible
inalcanzable en belleza y lozanía, como las de Nicole Kidman y Tom Cruise o
Brad Pitt y Angelina Jolie, quienes hasta la fecha siguen estirando como liga
para billetes un look que no delate la
suma real de sus primaveras. Las dietas, los suplementos, los quirófanos, los
cosméticos, la ropa, el coaching y el
Photoshop son caros, pero hacen milagros: se puede dar el gatazo a los setenta,
todo es cuestión de echarle ganas y meter la plata que el pellejo demande.
Esto coge
de la mano al tema del consumo, hoy diversificado no en miles de rincones, sino
en todo. No hay nada que no se venda, nada, hasta la basura tiene precio para
efectos de reciclaje. El aire es gratis, dijo alguien, y otro le respondió que
ni eso. Si uno quiere escapar del aire contaminado en barrios sin drenaje
público, cercano a industrias, lleno de vehículos propagadores de monóxido y
terrenos baldíos transformados en basurales, tiene que gastar. Nada es gratis,
menos una casa en el country con lago
a la puerta.
El mercado
para prolongar la anhelada juventud es pues ubicuo y voraz. Hombres y mujeres,
desde los trece años hasta los setenta —segundos más, segundos menos— se
entregan a su perfeccionamiento si son jóvenes o a la prolongación de su
juventud si son más grandes. En el trance hay un permanente consumo de ropa,
cosméticos y etcétera, lo que incluye la visita a los gyms, espacios que
evidencian el apetito generalizado no tanto para hacer deporte, sino para mejorar
la carrocería que los otros puedan percibir, al menos remotamente, como
juventud.
Dado que
la juventud abrió su ancho de banda y ahora abarca a tipos y tipas que levantan bien la guardia ante los puñetazos del tiempo, ¿qué tan lejos estaba esto de la
posibilidad de que un cincuentón se agenciara un pimpolluelo de treinta o menos
de treinta? En el caso de los sugars,
se convirtió incluso en otro rasgo de juventud: patrocinar a alguien de mucho
menor edad refuerza la sensación de que el tiempo ha sido burlado. En el otro
extremo, el o la joven que aceptan el trato pueden llegar a enamorarse, pero lo
habitual, creo, es aceptar que en el vínculo media un interés de orden
económico: se hace el (físicamente inofensivo) sacrificio afectivo, por no
decir sexual, y del sponsor se
obtiene todo aquello que luego puede lucir muy bien en Instagram.
Ser viejo, sin embargo, es irremediable. Algún día se acabarán los trucos de la ciencia y de la moda, una enfermedad postrará a los aguerridos gladiadores de la cuarta edad, se modificará el objetivo de la entrada a los quirófanos, se renunciará a los tintes y se esperará la apariencia de vejez que si bien fue ralentizada, aterrizará por fin en el castigado cuerpo del exchavorruco. Cuando esto ocurra se hará presente otro mercado: el de las farmacias, los notarios, las funerarias y las florerías. Nada es gratis; ni morir.