lunes, enero 21, 2013

Élmer insiste
















No había vuelto a verlo. Aquella tarde llegó cuando todos los prospectos ya estábamos allí, listos para escuchar a la instructora de impecable uniforme institucional. El chico tenía como veinte años, una camisa a cuadros de franela vieja y una horrible cachucha de Élmer el de las caricaturas, aquel pelón que perseguía, escopeta en mano, al Pato Lucas y a Bugs Bunny. Bien visto, el joven que se integró a la mesa era una especie de Élmer precoz, un personaje que sólo podría llamar la atención por su total falta de atributos. El caso es que llegó tarde y la instructora le dijo que se sentara al lado mío. Éramos ocho los aspirantes y de antemano nos dijeron que sólo había margen para dos contrataciones, así que no abrigué muchas esperanzas.
Formábamos un círculo. La instructora, en la cabecera de la mesa, traía un lápiz en la mano derecha y en la izquierda una de esas tablas de broche que usan los entrenadores para tomar notas en el aire. Dio una explicación de entrada, nos felicitó por aspirar a los puestos de trabajo y de antemano nos agradeció a nombre de la compañía líder en la venta de hamburguesas. Luego comenzó la dinámica. Por suerte, lo hizo desde el lado opuesto al sitio que me tocó en la mesa, así que yo sería el último en participar.
La dinámica consistía en hablar sobre lo que cada uno opinaba sobre uno mismo y sobre asuntos vinculados al trabajo en equipo y la atención al cliente. Me sorprendió que desde la primera aspirante no hubiera titubeos, que todas y todos hablaran con tanto entusiasmo sobre sí mismos y sobre su comportamiento como trabajadores en caso de que los seleccionaran. Escuché frases impensables en otra situación: “Soy superalivianada, me encanta trabajar en equipo y siempre trato de ayudar”. “Creo que soy muy responsable, aseado, puntual, trabajador y colaborador”. “Me gusta superarme, jamás he caído en el ocio y me fascinan los retos, por eso quiero trabajar aquí”. Al oír eso, sentí la obligación de superarlos. Yo tenía la ventaja de ocupar el último turno, así que pensé muy bien en mi autodefinición.
Lo que nadie esperaba era la rara participación de Élmer. Yo había notado que durante todas las exposiciones jamás miró a los aspirantes. Mantuvo la barbilla clavada en su pecho, se veía fijamente las nerviosas manos y con frecuencia volvía al tic de reacomodarse la gorra con un jaloncito en la visera. La instructora lo interrogó.
—Es tu turno, preséntate y dinos cómo eres.
Élmer, sin levantar la cabeza, habló como para nadie.
—Me llamo Octavio. Creo que no me gusta convivir y jamás he querido trabajar en nada. La gente me desagrada así como yo le desagrado a la gente, y no tengo ningún deseo de cambiar. No puedo ocultar además que odio la comida rápida. También odio competir…
Todos quedamos mudos, noqueados ante tamaña exposición. Luego de unos segundos de desconcierto, la instructora pudo articular una pregunta estúpida.
—¿Entonces no quieres trabajar aquí?
—No, sería repugnante trabajar aquí. Siento lástima por todos ustedes.
Dicho esto, empujó la silla hacia atrás y lo vimos salir del restaurante a paso lento. No sé qué pensaron los demás, pero en silencio le di la razón. Cuando Élmer desapareció, la instructora dijo “pobre” y luego, mirándome, continuó.
—Bueno, el último turno, preséntate y dinos cómo eres.
Hablé, creo que hablé bien, tanto que una semana después me llamaron para informarme que fui elegido. Han pasado tres años ya desde que entré, y ahora, entre otras responsabilidades, soy instructor en dinámicas de inducción. Por eso me sorprendió ver a Élmer en la mesa, idéntico a la imagen que yo conservaba de su facha y de su tic en la visera. Cuando le tocó su turno (eran seis chicos en pos de dos puestos de trabajo) repitió todo, como si su vida consistiera en suicidarse cada vez que competía.