sábado, noviembre 09, 2024

Dos de alacranes

 











Extraviado en las carpetas de la compu me topé con un párrafo escrito sobre pedido. Sirvió para ilustrar, creo que en 2023, la carta del alacrán en una exposición colectiva que pasaba revista a todas las imágenes de nuestra lotería. El párrafo que urdí para describir al temible bicho expresa lo siguiente: “El alacrán no parece ser un animal, sino una estructura diseñada por la creatividad de la naturaleza. Hecho de partes desiguales, todas se juntan sin bisagras hasta configurar un bicho que no parece de este mundo, sino originario de alguna pesadilla. No hay, podemos suponer, ojos humanos que lo vean sin recelo o pleno miedo, pues todos sabemos que en su segmentada entraña guarda licores fulminantes, una sustancia que inocula con su aguijón de garfio o pico mecánico en miniatura. Como todo arabismo, la palabra ‘alacrán’ tiene una sonoridad inolvidable, y quizá desde allí es más amenazante que llamarlo ‘escorpión’, del griego. Pero alacrán o escorpión es lo mismo: detrás de ambas palabras siempre habrá una púa que más vale mantener a respetuosa distancia”.

Al releer mi descripción pensé otra vez en dos momentos de mi vida en los que, por mero accidente, no estuve a “respetuosa distancia” de aquel animalejo, sino muy cerca, tan cerca que alguno pudo torcerme con su veneno. Esto recuerdo da para lo que denomino “crónica retrospectiva”. La primera data de mi infancia. Tendría ocho o nueve años y, como cada domingo, iba junto con Luis Rogelio, mi único hermano mayor, a los partidos de beisbol en los que participaba nuestro padre. Si algo en la vida le gustaba al viejo era eso: jugar beisbol y al final festejar las victorias o lamentar las derrotas con amigos y cerveza. La salida dominical comenzaba desde la noche del sábado, dado que mi padre preparaba de manera ritual sus arreos de pelotero, casi como si fuera a jugar la Serie Mundial. Aunque sabía que los partidos se desahogaban siempre en campos de tierra, lustraba sus spikes con cuidado de hortelano japonés. Esperaba los domingos con emoción de niño.

Los espacios donde jugaba estaban ubicados en diferentes puntos de la zona rural lagunera, sobre todo de Gómez Palacio. Así, durante mi infancia recorrí con él muchas rancherías en las que se jugaba sin estadio, con las puras rayas de cal trazadas sobre el polvo de los llanos en llamas. Mi padre era primera base y cuarto en el orden al bat. Los domingos se ceñían pues a esa rutina, y yo iba porque era un paseo y porque jugaba con mi hermano y con los hijos de los otros peloteros. Veía dos o tres innings, jugaba un poco con los demás niños, veía otros dos innings, me aburría, y así hasta que terminaba cada partido.

En una ocasión mi padre jugó en Dinamita, Durango, que era de los pocos sitos con un pequeño graderío seguramente construido por la compañía Dupont. No tenía barda en los jardines, y en algún momento del choque caminé solo hasta varios metros detrás del jardinero central. Vi una piedra de regular tamaño, y me senté allí. Me gustó la perspectiva, ver el partido con el catcher hasta el fondo del diamante. Pasó un rato, calculo que media hora, hasta que me cansé de estar sentado, me puse de pie y sin saber por qué, moví la piedra: verdoso como jade, debajo había un puñado de alacranes que comenzó a moverse cuando lo molestó el sol. No hice más. Me alejé de allí y más de cincuenta años después todavía sigo asombrado de mi suerte: ninguno salió a ofrendarme su ponzoña.

La otra anécdota se dio como cinco años después, en un campamento. Tenía cerca de 14 años cuando me invitaron a participar en un grupo de “escultismo” que en realidad era la fachada de un grupo político-católico de ultraderecha que estaba sumando adeptos a su turbia causa (en aquellos tiempos todavía se daba que la política se disputara a los jóvenes y que algunos jóvenes tuvieran, buena o mala, una ideología definida). Eso lo supe después, claro, pues en principio sólo creí que se trataba de un inocente divertimento de aficionados a la exploración de la naturaleza. El destino fue Mexiquillo, en la hermosa sierra de Durango. Nuestro guía fue un adulto como de 22 años apellidado Gómez, muy católico y, también lo supe después, muy degenerado, un abusador de menores cuyo acecho me pasó cerca. Recuerdo haber recorrido los parajes serranos con estupor, las formaciones rocosas parecidas a las del coyote y el correcaminos, las montañas, los arroyos, los túneles inconclusos de un ferrocarril. En una de las travesías andaba cuando descendí una loma pedregosa. Debía bajar con cuidado, pues las piedras estaban algo sueltas. Al dar un paso, apoyé el pie en una roca que parecía firme, pero no; al moverse dejó visible, como en Dinamita, un hervidero de alacranes de color también verduzco opalescente, y más pequeños. No es necesario añadir que me moví de allí con apuro y otra vez ileso.

En fin. Estas son mis anécdotas con alacranes, un insecto con dos extrañas capacidades: matar y permanecer tercamente adherido a la memoria.

miércoles, noviembre 06, 2024

Internet de papel

 

















El siglo XVIII, llamado “de las Luces” o “Ilustración”, también es conocido como “Enciclopedismo” por una razón obvia: aunque esta palabra fue inventada por los griegos para designar, como metáfora, la “educación en círculo” (de kyklos, rueda, círculo, y paideia, educación) con la idea de educación “completa”, fueron los filósofos D’Alambert, Voltaire, Diderot y otros quienes difundieron la palabra “enciclopedia” con el propósito de reunir, en obesos volúmenes, todo el conocimiento posible. Quienes rebasamos los cuarenta años todavía alcanzamos a usarla, pues era un objeto común en muchos hogares no tan desfavorecidos en ingreso familiar.

Hoy sabemos que las enciclopedias son vejestorios que nadie quiere ni siquiera para adornar el bufete de un abogado fanfarrón y transa, pues fueron apabullantemente borradas por internet. Y no sólo sucumbieron las enciclopedias, sino también todos los libros llamados “de referencia”, como los diccionarios y los manuales, que ahora nadie consultaría ni recluido en la cárcel de Alcatraz. Para evidenciar su desventaja siempre doy el ejemplo de las fechas de muerte; cuando una enciclopedia sumaba a un personaje todavía vivo, el dato de su deceso sólo podía ser actualizado en una nueva edición, mientras que en Wikipedia aparece casi inmediatamente después de que el personaje dejó escapar su último buche de aire.

Pese a todo conservo, más por nostalgia que por sentido común, una enciclopedia y al menos treinta diccionarios de diferente índole, entre ellos cuatro ediciones del DRAE (gratis e íntegra, podamos consultar la última en el celular). Aunque pocos, también conservo algunos libros que a mi juicio tenían la aspiración de reunir el caos, casi como si fueran internet de papel. Estos libros, por supuesto, tenían y siguen teniendo algo de disparatado, porque por más empeño que se ponga al afán compilatorio, la múltiple realidad desborda cualquier límite.

Me refiero a obras como El libro de los sucesos, eventos, hechos, casos, cosas… (Lasser Press Mexicana, México, 1981, 631 pp.), de Isaac Asimov (Petróvichi, 1920-NY, 1992). Ya desde el título largo y fallido, el erudito ruso trató de apresar la diversidad, y procedió a armar un libro atestado de fragmentos curiosos, interesantes, quizá buenos, sí, pero que congestionan cualquier cabeza, tal y como lo hace hoy el internet, herramienta que nos ha llenado la mesa de información imposible de digerir de tan abundante, rápida y movediza.

El índice del libro es una muestra de acumulación caótica, pues nada tienen que ver entre sí “Alquimia, gemas y oro”, “Delicias del paladar”, “Epopeya de la aviación”, “Falacias”, “Maldad humana”, “Nuestro cuerpo”, “Próceres de los Estados Unidos”, “Sucesos extraños”, “Última moda”, por citar algunos temas. Y dentro de cada arbitrario rubro, una sarta de párrafos, cada uno con un “suceso” o “hecho” o “cosa”. Por ejemplo, en el tema “Delicias para el paladar”, un párrafo señala: “En épocas antiguas y medievales, ‘miel’ era utilizado como sinónimo de cualquiera cosa agradable (‘tierra de leche y miel’), porque era casi el único edulcorante asequible entonces a Occidente. El azúcar no llegó a Europa, en cantidad, hasta el siglo XII, cuando los cruzados la trajeron con ellos al volver de Oriente”; en “Maldad humana”, esta gragea: “Jean Marie Collt D'Hervois (1750-1796), que no fue un gran actor, fue abucheado cuando actuó en Lyon, Francia. Se vengó. Volvió a Lyon como un poderoso juez, nombrado por su correvolucionario Robespierre, ordenó la muerte de 6 000 ciudadanos”.

Y así miles de píldoras en mucho más de 500 páginas. Estos libros fueron precursores del fragmentarismo que hoy, con internet, nos permite acceder a millones de datos, pero todos dispersos y, en general, epidérmicos, pues muy pocos son los usuarios que deciden pasar de la superficie a la profundidad, de lo infinito a lo selecto. En una palabra: pensar.


sábado, noviembre 02, 2024

Amores de Zapata












Solemos imaginar a los héroes político-militares siempre en calidad de héroes, en permanente trance justiciero, es decir, entregados a sus buenas o malas causas las 24 horas del día. Quizá esto se debe a que la categoría de las personas que han llegado al bronce de la plaza pública no admite, ante la mirada del pueblo llano, las ordinarieces de la vida cotidiana, como comer, dormir, hacer del dos o regodearse salivosamente en las alcobas. Muchas biografías dan cuenta de miles de detalles vinculados con las andanzas públicas de los próceres, pero no tantas son las que exploran los pliegues menos evidentes de sus vidas.

Esta laguna también puede deberse a un rasgo del comportamiento humano que fue característico hasta hace poco: la defensa de la intimidad. En efecto, las personas separaban muy bien los espacios de lo público y de lo privado, de suerte que lo segundo permanecía oculto, no se compartía sino muy escasamente. Hoy, en la era de las redes sociales, esto cambió de manera radical: lo privado se enfatiza al grado de convertirnos en delatores seriales de nosotros mismos, todo por la limosna de los likes que nos permiten comprobar que existimos y somos aceptados en la sociedad (digital).

Antes lo privado quedaba oculto y se cuidaba hasta la muerte, lo que movía las palancas del chisme y del infundio. Cualquier error —una infidelidad, por ejemplo— se pagaba caro en el mundillo comunitario, más cuando era pequeño. De ahí viene la sentenciosa frase “pueblo chico, infierno grande”, donde por “infierno” debemos entender “habladuría”, “cotilleo” a expensas del prójimo. En este caldo se movieron los héroes, así que son escasas las andanzas privadas de las que ha quedado huella documental, vacío que por otro lado aprovecha la novela histórica para dar densidad a lo narrado.

El libro Las compañeras de Zapata (Crítica, México, 178 pp.), de Felipe Ávila Espinosa, es un notable ejemplo de investigación abocada a explorar lo que en general ha sido tema secundario. En este caso, la vida amorosa —amorosa en el sentido espiritual y físico del adjetivo— de Emiliano Zapata Salazar, uno de los iconos indiscutidos de la Revolución Mexicana. Sin olvidar el marco de fondo, es decir, el quehacer político del líder morelense y las circunstancias sociales que lo rodeaban, el investigador focaliza su mirada en la promesa del título: los amoríos del caudillo consumados en matrimonio o arrejunte.

No era Zapata, por lo que se lee, un tipo ajeno a los placeres de la carne. Dueño de un carisma poderoso, de ánimo cordial y porte físico espectacular, no faltaron en su vida los encuentros carnales. Debemos, claro, ubicarnos en su contexto: los hombres de aquel tiempo no se ponían muchas trabas para foguearse (esta palabra tiene un significado ígneo) con las mujeres que quedaban a su alcance, más cuando el tipo disponible tenía atributos de pudiente en todos los sentidos. Zapata era joven, buen mozo, vestía bien, montaba a caballo con maestría, lideraba una causa, y todo esto hacía imposible que fuera soslayado por muchas de las mujeres con las que trabó contacto. Por esto no puedo no pensar en la reticencia de la palabra "compañeras" y no "mujeres" en el título, esto para mitigar, un tanto anacrónicamente, la posible y poco bienvenida atribución de donjuanismo al guerrillero prócer.

Felipe Ávila, autor de este libro, es sociólogo por la UNAM y doctor en Historia por El Colegio de México. Es autor de El pensamiento económico, poltíco y social de la Convención de Aguascalientes; Los orígenes del zapatismo, Entre el Porfriato y la Revolución. El gobierno interino de Francisco León de la Barra; Las corrientes revolucionarias y la Soberana Convención; Breve historia del zapatismo (2018), Emiliano Zapata. La lucha por la tierra, la justicia y la libertad (2019); Breve historia de la Revolución Mexicana (en coautoría con Pedro Salmerón, 2017) y Carranza: constructor del Estado Mexicano (2020). Es profesor de Historia del Sistema de Universidad Abierta de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

Además de los apartados introductorios, Las compañeras de Zapata (por cierto, libro pulcramente editado) contiene seis capítulos y un epílogo. Los tres primeros trancos se refieren, en orden cronológico, a las tres mujeres de quienes ha quedado buen registro documental como compañeras del revolucionario nacido en Anenecuilco hacia 1879. Ellas son Inés Alfaro Aguilar, “su primera compañera”; Josefa Espejo, “su esposa”; y Gregoria Zúñiga, “a la que más quiso”. Luego vienen tres capítulos titulados “Goyita y la muerte de Zapata”, “Petra Portillo” y “Otras compañeras de Emiliano”, además del epílogo.

Al inicio, el autor explica sobre Zapata que “Su imagen se ha vuelto un ícono de la cultura popular. Su figura está por doquier, en pinturas de artistas célebres, en monumentos y estatuas, en centenares de fotografías y decenas de videos. Su nombre lo llevan colonias, calles, escuelas, ejidos, estaciones de transporte público, organizaciones campesinas y populares. Sin embargo, sabemos poco sobre la vida privada de Zapata: ¿cómo era con sus compañeras y con las mujeres con las que tuvo hijos, con su familia, con sus amigos y compañeros guerrilleros? Este libro es un primer acercamiento a ese Zapata terrenal, más íntimo, más privado, a través de los testimonios de quienes compartieron parte de su vida con él”.

Para construir su acercamiento, Ávila Espinosa recurre a entrevistas directas con algunas de las mujeres que sobrevivieron al líder tras su asesinato en la emboscada tendida contra él en la hacienda de Chinameca, esto el 10 de abril de 1919. Los diálogos son parte de archivos públicos, no del propio autor con las protagonistas. La reconstrucción de la vida cotidiana en la que se movió Zapata con su ejército tiene, por ello, marcados tintes de oralidad, como en este pasaje salpicado de abundantes nahuatlismos, y así casi todo lo citado in extenso dentro del libro: “Del lado izquierdo del corredor estaba la cocina y también del lado izquierdo de la puerta de esta se encontraba en el interior el tlecuil o fogón sobre el que se colocaba el comal de barro para hacer las tortillas, el tazcal para guardarlas y los tenamaztles, que son tres piedras colocadas de modo que puedan ponerse sobre ellas las ollas al fuego; una tinaja grande para agua, el metate, el molcajete y, colgando del techo, un garabato de madera en donde siempre tenían carne seca o longaniza”.

No se percibe en las declaraciones un mal recuerdo de Zapata, ni en lo sentimental ni en lo político. De hecho, su ruptura con Madero —quien fue padrino en su primera boda— fue más consecuencia de los enemigos que mediaron entre ellos que de ellos mismos: “La relación entre Madero y Zapata fue compleja. Los dos eran hombres sinceros, bienintencionados y preocupados por el bienestar de los demás. Había una simpatía y un respeto mutuos. No obstante, representaban mundos diferentes. Zapata era un campesino del centro sur de México, representante de una cultura tradicional de apego a la tierra y a sus comunidades. La tierra era un medio para obtener el sustento diario, no para acumular riqueza. Madero era un próspero hacendado norteño, miembro de una de las familias más ricas del norte del país, con una visión de la agricultura como empresa productiva, tecnificada y comercial”.

En los sobresaltos de la lucha revolucionaria que a la postre lo convertiría en leyenda, Zapata se dio tiempo para amar con cuerpo y alma. Ingresar a este sector de su biografía es humanizarlo, es regresarlo a su complejidad, es fundir su bronce para convertirlo en carne y hueso, es perfilarlo tan acertado y falible como cualquier otro ser humano.