Extraviado
en las carpetas de la compu me topé con un párrafo escrito sobre pedido. Sirvió
para ilustrar, creo que en 2023, la carta del alacrán en una exposición
colectiva que pasaba revista a todas las imágenes de nuestra lotería. El
párrafo que urdí para describir al temible bicho expresa lo siguiente: “El alacrán
no parece ser un animal, sino una estructura diseñada por la creatividad de la
naturaleza. Hecho de partes desiguales, todas se juntan sin bisagras hasta
configurar un bicho que no parece de este mundo, sino originario de alguna
pesadilla. No hay, podemos suponer, ojos humanos que lo vean sin recelo o pleno
miedo, pues todos sabemos que en su segmentada entraña guarda licores
fulminantes, una sustancia que inocula con su aguijón de garfio o pico mecánico
en miniatura. Como todo arabismo, la palabra ‘alacrán’ tiene una sonoridad
inolvidable, y quizá desde allí es más amenazante que llamarlo ‘escorpión’, del
griego. Pero alacrán o escorpión es lo mismo: detrás de ambas palabras siempre
habrá una púa que más vale mantener a respetuosa distancia”.
Al
releer mi descripción pensé otra vez en dos momentos de mi vida en los que, por
mero accidente, no estuve a “respetuosa distancia” de aquel animalejo, sino muy
cerca, tan cerca que alguno pudo torcerme con su veneno. Esto recuerdo da
para lo que denomino “crónica retrospectiva”. La primera data de mi infancia.
Tendría ocho o nueve años y, como cada domingo, iba junto con Luis Rogelio, mi
único hermano mayor, a los partidos de beisbol en los que participaba nuestro
padre. Si algo en la vida le gustaba al viejo era eso: jugar beisbol y al final
festejar las victorias o lamentar las derrotas con amigos y cerveza. La salida
dominical comenzaba desde la noche del sábado, dado que mi padre preparaba de
manera ritual sus arreos de pelotero, casi como si fuera a jugar la Serie
Mundial. Aunque sabía que los partidos se desahogaban siempre en campos de
tierra, lustraba sus spikes con
cuidado de hortelano japonés. Esperaba los domingos con emoción de niño.
Los
espacios donde jugaba estaban ubicados en diferentes puntos de la zona rural lagunera,
sobre todo de Gómez Palacio. Así, durante mi infancia recorrí con él muchas
rancherías en las que se jugaba sin estadio, con las puras rayas de cal trazadas
sobre el polvo de los llanos en llamas. Mi padre era primera base y cuarto en
el orden al bat. Los domingos se ceñían pues a esa rutina, y yo iba porque era
un paseo y porque jugaba con mi hermano y con los hijos de los otros peloteros.
Veía dos o tres innings, jugaba un
poco con los demás niños, veía otros dos innings,
me aburría, y así hasta que terminaba cada partido.
En
una ocasión mi padre jugó en Dinamita, Durango, que era de los pocos sitos con
un pequeño graderío seguramente construido por la compañía Dupont. No tenía
barda en los jardines, y en algún momento del choque caminé solo hasta varios
metros detrás del jardinero central. Vi una piedra de regular tamaño, y me senté allí. Me gustó la perspectiva, ver el partido con el catcher hasta el fondo del diamante. Pasó un rato, calculo que
media hora, hasta que me cansé de estar sentado, me puse de pie y sin saber por
qué, moví la piedra: verdoso como jade, debajo había un puñado de alacranes
que comenzó a moverse cuando lo molestó el sol. No hice más. Me alejé de allí y
más de cincuenta años después todavía sigo asombrado de mi suerte: ninguno
salió a ofrendarme su ponzoña.
La
otra anécdota se dio como cinco años después, en un campamento. Tenía cerca de
14 años cuando me invitaron a participar en un grupo de “escultismo” que en
realidad era la fachada de un grupo político-católico de ultraderecha que
estaba sumando adeptos a su turbia causa (en aquellos tiempos todavía se daba
que la política se disputara a los jóvenes y que algunos jóvenes tuvieran, buena o mala, una
ideología definida). Eso lo supe después, claro, pues en principio sólo creí
que se trataba de un inocente divertimento de aficionados a la exploración de
la naturaleza. El destino fue Mexiquillo, en la hermosa sierra de Durango.
Nuestro guía fue un adulto como de 22 años apellidado Gómez, muy católico y,
también lo supe después, muy degenerado, un abusador de menores cuyo acecho
me pasó cerca. Recuerdo haber recorrido los parajes serranos con estupor, las formaciones
rocosas parecidas a las del coyote y el correcaminos, las montañas, los arroyos, los túneles
inconclusos de un ferrocarril. En una de las travesías andaba cuando descendí
una loma pedregosa. Debía bajar con cuidado, pues las piedras estaban algo
sueltas. Al dar un paso, apoyé el pie en una roca que parecía firme, pero no; al
moverse dejó visible, como en Dinamita, un hervidero de alacranes de color
también verduzco opalescente, y más pequeños. No es necesario añadir que me
moví de allí con apuro y otra vez ileso.
En fin. Estas son mis anécdotas con alacranes, un insecto con dos extrañas capacidades: matar y permanecer tercamente adherido a la memoria.