Solemos
imaginar a los héroes político-militares siempre en calidad de héroes, en
permanente trance justiciero, es decir, entregados a sus buenas o malas causas
las 24 horas del día. Quizá esto se debe a que la categoría de las personas que
han llegado al bronce de la plaza pública no admite, ante la mirada del pueblo
llano, las ordinarieces de la vida cotidiana, como comer, dormir, hacer del dos
o regodearse salivosamente en las alcobas. Muchas biografías dan cuenta de
miles de detalles vinculados con las andanzas públicas de los próceres, pero no
tantas son las que exploran los pliegues menos evidentes de sus vidas.
Esta
laguna también puede deberse a un rasgo del comportamiento humano que fue
característico hasta hace poco: la defensa de la intimidad. En efecto, las
personas separaban muy bien los espacios de lo público y de lo privado, de
suerte que lo segundo permanecía oculto, no se compartía sino muy escasamente.
Hoy, en la era de las redes sociales, esto cambió de manera radical: lo privado
se enfatiza al grado de convertirnos en delatores seriales de nosotros mismos,
todo por la limosna de los likes que
nos permiten comprobar que existimos y somos aceptados en la sociedad (digital).
Antes
lo privado quedaba oculto y se cuidaba hasta la muerte, lo que movía las
palancas del chisme y del infundio. Cualquier error —una infidelidad, por
ejemplo— se pagaba caro en el mundillo comunitario, más cuando era pequeño. De
ahí viene la sentenciosa frase “pueblo chico, infierno grande”, donde por
“infierno” debemos entender “habladuría”, “cotilleo” a expensas del prójimo. En
este caldo se movieron los héroes, así que son escasas las andanzas privadas de
las que ha quedado huella documental, vacío que por otro lado aprovecha la
novela histórica para dar densidad a lo narrado.
El
libro Las compañeras de Zapata
(Crítica, México, 178 pp.), de Felipe Ávila Espinosa, es un notable ejemplo de
investigación abocada a explorar lo que en general ha sido tema secundario. En este
caso, la vida amorosa —amorosa en el sentido espiritual y físico del adjetivo—
de Emiliano Zapata Salazar, uno de los iconos indiscutidos de la Revolución
Mexicana. Sin olvidar el marco de fondo, es decir, el quehacer político del
líder morelense y las circunstancias sociales que lo rodeaban, el investigador
focaliza su mirada en la promesa del título: los amoríos del caudillo
consumados en matrimonio o arrejunte.
No era Zapata, por lo que se lee, un tipo ajeno a los placeres de la carne. Dueño de un carisma poderoso, de ánimo cordial y porte físico espectacular, no faltaron en su vida los encuentros carnales. Debemos, claro, ubicarnos en su contexto: los hombres de aquel tiempo no se ponían muchas trabas para foguearse (esta palabra tiene un significado ígneo) con las mujeres que quedaban a su alcance, más cuando el tipo disponible tenía atributos de pudiente en todos los sentidos. Zapata era joven, buen mozo, vestía bien, montaba a caballo con maestría, lideraba una causa, y todo esto hacía imposible que fuera soslayado por muchas de las mujeres con las que trabó contacto. Por esto no puedo no pensar en la reticencia de la palabra "compañeras" y no "mujeres" en el título, esto para mitigar, un tanto anacrónicamente, la posible y poco bienvenida atribución de donjuanismo al guerrillero prócer.
Felipe
Ávila, autor de este libro, es sociólogo por la UNAM y doctor en Historia por
El Colegio de México. Es autor de El
pensamiento económico, poltíco y social de la Convención de Aguascalientes;
Los orígenes del zapatismo, Entre el Porfriato y la Revolución. El gobierno
interino de Francisco León de la Barra; Las
corrientes revolucionarias y la
Soberana Convención; Breve historia
del zapatismo (2018), Emiliano Zapata.
La lucha por la tierra, la justicia y la libertad (2019); Breve historia de la Revolución Mexicana
(en coautoría con Pedro Salmerón, 2017) y Carranza:
constructor del Estado Mexicano (2020). Es profesor de Historia del Sistema
de Universidad Abierta de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y
miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
Además
de los apartados introductorios, Las
compañeras de Zapata (por cierto, libro pulcramente editado) contiene seis capítulos y un epílogo. Los tres
primeros trancos se refieren, en orden cronológico, a las tres mujeres de
quienes ha quedado buen registro documental como compañeras del revolucionario
nacido en Anenecuilco hacia 1879. Ellas son Inés Alfaro Aguilar, “su primera
compañera”; Josefa Espejo, “su esposa”; y Gregoria Zúñiga, “a la que más quiso”.
Luego vienen tres capítulos titulados “Goyita y la muerte de Zapata”, “Petra
Portillo” y “Otras compañeras de Emiliano”, además del epílogo.
Al
inicio, el autor explica sobre Zapata que “Su imagen se ha vuelto un ícono de
la cultura popular. Su figura está por doquier, en pinturas de artistas
célebres, en monumentos y estatuas, en centenares de fotografías y decenas de
videos. Su nombre lo llevan colonias, calles, escuelas, ejidos, estaciones de
transporte público, organizaciones campesinas y populares. Sin embargo, sabemos
poco sobre la vida privada de Zapata: ¿cómo era con sus compañeras y con las
mujeres con las que tuvo hijos, con su familia, con sus amigos y compañeros
guerrilleros? Este libro es un primer acercamiento a ese Zapata terrenal, más
íntimo, más privado, a través de los testimonios de quienes compartieron parte
de su vida con él”.
Para
construir su acercamiento, Ávila Espinosa recurre a entrevistas directas
con algunas de las mujeres que sobrevivieron al líder tras su asesinato en la
emboscada tendida contra él en la hacienda de Chinameca, esto el 10 de abril de
1919. Los diálogos son parte de archivos públicos, no del propio autor con las
protagonistas. La reconstrucción de la vida cotidiana en la que se movió Zapata
con su ejército tiene, por ello, marcados tintes de oralidad, como en este
pasaje salpicado de abundantes nahuatlismos, y así casi todo lo citado in extenso dentro del libro: “Del lado izquierdo del corredor estaba la cocina y
también del lado izquierdo de la puerta de esta se encontraba en el interior el
tlecuil o fogón sobre el que se colocaba el comal de barro para hacer las
tortillas, el tazcal para guardarlas y los tenamaztles, que son tres piedras
colocadas de modo que puedan ponerse sobre ellas las ollas al fuego; una tinaja
grande para agua, el metate, el molcajete y, colgando del techo, un garabato de
madera en donde siempre tenían carne seca o longaniza”.
No
se percibe en las declaraciones un mal recuerdo de Zapata, ni en lo sentimental
ni en lo político. De hecho, su ruptura con Madero —quien fue padrino en su
primera boda— fue más consecuencia de los enemigos que mediaron entre ellos que
de ellos mismos: “La relación entre Madero y Zapata fue compleja. Los dos eran
hombres sinceros, bienintencionados y preocupados por el bienestar de los
demás. Había una simpatía y un respeto mutuos. No obstante, representaban
mundos diferentes. Zapata era un campesino del centro sur de México,
representante de una cultura tradicional de apego a la tierra y a sus
comunidades. La tierra era un medio para obtener el sustento diario, no para
acumular riqueza. Madero era un próspero hacendado norteño, miembro de una de
las familias más ricas del norte del país, con una visión de la agricultura
como empresa productiva, tecnificada y comercial”.
En los sobresaltos de la lucha revolucionaria que a la postre lo convertiría en leyenda, Zapata se dio tiempo para amar con cuerpo y alma. Ingresar a este sector de su biografía es humanizarlo, es regresarlo a su complejidad, es fundir su bronce para convertirlo en carne y hueso, es perfilarlo tan acertado y falible como cualquier otro ser humano.