El
siglo XVIII, llamado “de las Luces” o “Ilustración”, también es conocido
como “Enciclopedismo” por una razón obvia: aunque esta palabra fue inventada
por los griegos para designar, como metáfora, la “educación en círculo” (de kyklos, rueda, círculo, y paideia, educación) con la idea de
educación “completa”, fueron los filósofos D’Alambert, Voltaire, Diderot y
otros quienes difundieron la palabra “enciclopedia” con el propósito de reunir, en
obesos volúmenes, todo el conocimiento posible. Quienes rebasamos los cuarenta
años todavía alcanzamos a usarla, pues era un objeto común en muchos hogares no
tan desfavorecidos en ingreso familiar.
Hoy
sabemos que las enciclopedias son vejestorios que nadie quiere ni siquiera para
adornar el bufete de un abogado fanfarrón y transa, pues fueron apabullantemente
borradas por internet. Y no sólo sucumbieron las enciclopedias, sino también todos
los libros llamados “de referencia”, como los diccionarios y los manuales, que
ahora nadie consultaría ni recluido en la cárcel de Alcatraz. Para evidenciar su desventaja siempre doy el
ejemplo de las fechas de muerte; cuando una enciclopedia sumaba a un personaje todavía
vivo, el dato de su deceso sólo podía ser actualizado en una nueva edición,
mientras que en Wikipedia aparece casi inmediatamente después de que el
personaje dejó escapar su último buche de aire.
Pese
a todo conservo, más por nostalgia que por sentido común, una enciclopedia y al
menos treinta diccionarios de diferente índole, entre ellos cuatro ediciones del
DRAE (gratis e íntegra, podamos consultar la última en el celular). Aunque
pocos, también conservo algunos libros que a mi juicio tenían la aspiración de
reunir el caos, casi como si fueran internet de papel. Estos libros, por
supuesto, tenían y siguen teniendo algo de disparatado, porque por más empeño que se ponga al
afán compilatorio, la múltiple realidad desborda cualquier límite.
Me
refiero a obras como El libro de los sucesos,
eventos, hechos, casos, cosas… (Lasser Press Mexicana, México, 1981, 631
pp.), de Isaac Asimov (Petróvichi, 1920-NY, 1992). Ya desde el título largo y
fallido, el erudito ruso trató de apresar la diversidad, y procedió a armar un
libro atestado de fragmentos curiosos, interesantes, quizá buenos, sí, pero que
congestionan cualquier cabeza, tal y como lo hace hoy el internet, herramienta
que nos ha llenado la mesa de información imposible de digerir de tan abundante, rápida y movediza.
El
índice del libro es una muestra de acumulación caótica, pues nada tienen que
ver entre sí “Alquimia, gemas y oro”, “Delicias del paladar”, “Epopeya de la
aviación”, “Falacias”, “Maldad humana”, “Nuestro cuerpo”, “Próceres de los Estados
Unidos”, “Sucesos extraños”, “Última moda”, por citar algunos temas. Y dentro
de cada arbitrario rubro, una sarta de párrafos, cada uno con un “suceso” o “hecho”
o “cosa”. Por ejemplo, en el tema “Delicias para el paladar”, un párrafo
señala: “En épocas antiguas y medievales, ‘miel’ era utilizado como sinónimo de
cualquiera cosa agradable (‘tierra de leche y miel’), porque era casi el único
edulcorante asequible entonces a Occidente. El azúcar no llegó a Europa, en
cantidad, hasta el siglo XII, cuando los cruzados la trajeron con ellos al
volver de Oriente”; en “Maldad humana”, esta gragea: “Jean Marie Collt
D'Hervois (1750-1796), que no fue un gran actor, fue abucheado cuando actuó en
Lyon, Francia. Se vengó. Volvió a Lyon como un poderoso juez, nombrado por su
correvolucionario Robespierre, ordenó la muerte de 6 000 ciudadanos”.
Y
así miles de píldoras en mucho más de 500 páginas. Estos libros fueron precursores
del fragmentarismo que hoy, con internet, nos permite acceder a millones de
datos, pero todos dispersos y, en general, epidérmicos, pues muy pocos son los usuarios que deciden pasar de la superficie a la profundidad, de lo infinito a lo selecto. En una palabra: pensar.