sábado, noviembre 23, 2024

Norte folk, entre la fantasía y el delirio


 

















Como sucede con las razas, no hay cultura que no sea mezcla de otras culturas, que no sea combinación, el resultado de algún mestizaje. Sólo la ingenuidad lleva a creer que esto no es así, que existe la posibilidad de que algo no sea producto de dos o más ingredientes a la vez. En el libro Norte folk (ICED, 2023), Óscar Bonilla (Gómez Palacio, 1996) ha procurado hibridar personajes legendarios de realidades alejadas para ubicarlos en México, y más precisamente en el norte, y más todavía, en Torreón, lo que se nota por la alusión a colonias y calles de esta localidad. El resultado de tal alquimia es un lote de seis relatos breves que aquí procederé a sobrevolar.

Como preámbulo debo señalar que los cuentos han sido construidos de manera lineal, con una prosa pulcra y despojada, aunque en numerosos párrafos se perciba un tenue impuslo poético principalmente cuando los personajes reflexionan sobre alguna circunstancia de sus vidas; todos son como trozos de experiencia, como crónicas de algún momento, así que acusan el guiño muy posmoderno de no urdir la trama para la última línea o la sorpresa de nocaut (la trick story de O. Henry) ni de construir dos historias a la vez, los famosos “dos hilos” de Piglia. En general, resumo, es fácil percibir estos rasgos recurrentes: los personajes son hombres jóvenes; los entornos son convencionales, casas, antros, colonias; la mayoría están narrados en primera persona; en casi todos hay sexo, alcohol, música y drogas; en todos se culmina en alguna viscosa forma de violencia y, por último, claro, en casi todas destacan hechos mágicos o sobrenaturales, aunque más adelante aclararé que sobre esto podemos asumir alguna reserva.

En cuanto a lo folk del paratexto “título”—si nos atenemos al origen arqueológico del neologismo propuesto en el siglo XIX y cuya palabra derivada más conocida es folclor—, puede ser entendido como la gravitación de un rasgo popular/tradicional en la cotidianidad de los personajes. Así el duende del primer relato, así el vampiro del segundo, así la mandolina diabólica que viene del pasado nipón en el que, según aquella cultura, ciertos objetos se animan luego de pasado un siglo, y así el personaje genéricamente llamado “kappa” del cuento homónimo. Son presencias de un contexto remoto pero ubicadas en un ámbito reconocible por nosotros en el tiempo y el espacio, como ya lo observé hace dos párrafos. Ahora sí, echo un vistazo a cada pieza.

“Kobold”, duende en alemán, narra la historia de un joven, acaso adolescente, que se traslada con sus padres de la Ciudad de México a un entorno que parece el nuestro, desértico. El protagonista narrador es arrancado de su espacio y llega a otro en el que habita una casa a la vez ya ocupada por un duende que canta acompañado por un acordeón. Este ser fantástico le narra su historia, los muchos años que pena solitario en ese lugar. El gnomo hace ruido, espanta a la gente. La situación no es obstáculo para que el nuevo inquilino trabe amistad con él, quien a su vez le hace un paradójico favor: permitir que la relación de sus padres, ya mala, estalle y el joven se libre de la tortura diaria de presenciar pleitos matrimoniales. A su vez, él gratifica al duende de una manera especial que no adelanto.

En “Vampiro” accedemos a una historia que podemos leer literalmente, decodificarla como parodia. El vampiro se muestra ávido de sangre femenina y puesto a sufrir, por falta de alimento, en nuestros andurriales. Mina, la mujer amada, lo ha abandonado y el alcohol no alcanza a satisfacer las cuotas de su ingesta diaria. Necesita sangre, y por ello sólo las mujeres de la noche pueden calmar el ansia del protagonista, quien en realidad es un kótex humano. Se trata de un cuento que sabe que es un cuento (el narrador omnisciente lo deja ver de manera explícita: “pues, como todos los vampiros, el vampiro de este cuento es vanidoso”) y que, como buen pastiche, busca nuestra sonrisa ante la comedia trágica de un chupapubis contumaz.

El cuento “Huli Jing” parece apartarse del registro fantástico o semifantástico de los dos anteriores. Salvo por el pasaje onírico-simbólico del bosque y la zorra, todo aquí es realista, casi casi de “palpitante actualidad”, para decirlo con la manida fórmula de los noticieros provincianos. Un joven apenas postadolescente tiene un amigo de ascendencia china. Radican en Torreón. El amigo a su vez tiene una sabrosa prima que ya estudia periodismo en la Ciudad de México y, dada tal vivencia, ella parece algo adelantada en su visión del mundo y en materia de reventón alcohólico y sexual. El personaje narrador soborna con la Play Station al amigo, se la presta durante todo el verano, con tal de tenerlo como Celestino. Él le presenta a la prima, quien muy pronto asume esta dinámica: entre que juega y toma en serio al protagonista. La fluctuación entre su mundo aniñado y burgués (snob en el abuso del inglés de serie televisiva) y cierta mirada irónica sobre la realidad social tornan un tanto inverosímiles las reflexiones del personaje, quien al mismo tiempo que juega Play es capaz de percibir en los estudios de periodismo, por ejemplo, un costado “romántico y miserable”. En este sentido vale enfatizar que los relatos en primera persona ponen en riesgo la verosimilitud cuando la circunstancia del personaje, o su habla, no parece cuadrar con lo que afirma y por qué y para quién lo afirma.

“Tsukumogami”, el relato más largo de Norte folk, desafía, como divertimento que camina por la cornisa, las leyes de la verosimilitud a menos de que aceptemos leerlo en clave onírica y suspendamos de manera tajante nuestra incredulidad. Un joven músico de rock, guitarrista y compositor, se encuentra bloqueado, las letras no fluyen de su imaginación. Aparece un amigo de origen japonés, Jorge Takahashi, quien asombrosamente se dedica a la trata de blancas y le regala una mandolina al parecer añeja que perteneció a su familia. Hasta aquí todo parece más o menos convencional, pero luego sobreviene un hecho extraño, ambiguo: su guitarra eléctrica amanece destrozada por razones misteriosas. A partir de aquí el relato agarra otro camino: la fuerza mágica (como en El ángel exterminador de Buñuel o en “Casa tomada” de Cortázar, por citar dos célebres ejemplos de esta índole) pasa a ocupar el centro de la escena; esta fuerza en realidad es la mandolina que hace de las suyas, empieza a demoler todo y provocar situaciones tan alucinantes como surrealistas en sentido casi estricto, es decir, que parecen sometidas a la desmesura de los sueños.

En el relato “Kappa” aparece otro personaje de la cultura japonesa tradicional. El kappa es una criatura de tamaño infantil, con caparazón de tortuga, dedos unidos con pellejo (como los de los patos) y una especie de agujero o cuenco en la cabeza, que siempre debe traer lleno de agua. Es experto en tropelías, en destrozos sociales. Uno de estos seres llega acá, a nuestro rancho, no sabemos cómo, y luego de ser exhibido y vejado de muchas formas, como el angelote de García Márquez, se escapa y acomete una multitudinaria venganza. Este tipo de cuentos, para ser eficaces, deben ser leídos sin adarme de escepticismo, como fantasías puras o como símbolos de algo que no alcanzo por ahora a discernir. Atrevo sin embargo una hipótesis: el kappa del cuento es sometido a humillaciones que generan en él resentimiento y azuzan su vocación de serial killer. ¿Esto es una metáfora de los linchamientos, por ejemplo, en las redes y el odio a la sociedad que se gesta en quien los padece? No sé, así que quizá sea mejor pensar en una fantasía literal, sin mensaje agazapado.

La última pieza del libro, “Mr. Hemingway”, también posibilita la lectura múltiple: literal, fantástica pura, simbólica, delirante, surrealista… Todo comienza como un suceso convencional: una familia recoge a un cachorro, Mr. Hemingway, y no pasa mucho tiempo para que el animal, o lo que sea que es, tenga sin antecedente previo un comportamiento humano. El narrador trabaja en una empresa automotriz y quiere progresar allí, obtener un ascenso. Un día se da esta oportunidad y en vez de ser elegido para el nuevo puesto, quien lo obtiene es Mr. Hemingway, el animal o lo que sea que es. Insisto: no sé si no alcanzo a precisar qué hay detrás de la anécdota, pues este tipo de textos desafía tanto que termina por insinuar 1) que es muy denso, o 2), que incurre en el facilismo de exponer lo que sea en el entendido de que cualquier situación incomprensible podría esconder una perla para el entendimiento del lector.

Comencé este comentario con una afirmación sobre el hibridismo cultural. En Norte folk tal observación es visible desde el título, pues sus piezas, la mayoría al menos, establecen un diálogo entre nuestro entorno y personajes engendrados por culturas remotas, lo que muestra el interés de Óscar Bonilla (que es un interés saliente en su generación) en realidades como la japonesa que tanto ha gravitado recientemente, como reflejo de su poder económico, por el cine, la literatura y sobre todo por la historieta llamada, hasta donde sé, manga o algo así.

Felicito al autor gomezpalatino por expandir su inquietud y sus temáticas más allá de nuestros tristes cerros. Ojalá que ustedes puedan asomarse a los espesos y pesadillescos microcosmos de Norte folk.

Nota. Texto leído en la presentación de Norte folk en la que también participaron Nadia Contreras y el autor; se celebró el 21 de noviembre de 2024 en el auditorio Jorge Méndez del Centro Cultural José R. Mijares, Torreón.