Como cualquiera, he visto llorar, hacer pucheros y sentir nudos en la garganta a muchas personas por los motivos más diversos. A niños por el capricho de un juguete, a adultos por la pérdida de un pariente amado, a jóvenes por un descalabro sentimental, a deportistas por un golpe, al público por una escena cinematográfica estremecedora, a un presidente por la defensa canina y mendaz de nuestra moneda, y así. Los motivos del llanto son innumerables. Entre los muchos que conozco, uno me faltaba por conocer: llorar, sentir una emoción que como manaza toma del cuello e impide hablar, quebrarse, en suma, por un libro. Hago la crónica de lo ocurrido el miércoles pasado a partir de las ocho de la noche en la biblioteca José García Letona de Torreón.
Hasta las 8:45 todo avanzó como se acostumbra en las presentaciones de libros. Primero Raúl Jáquez cantó dos piezas en compañía de su acordeón. Carlos Velázquez, encargado de literatura en la Dirección Municipal de Cultura torreonense, dio la bienvenida a nombre de Norma González Córdova, directora de la DMC también en el presidium; acto seguido, como decían los narradores de endenantes, hablamos Édgar Salinas y yo, en este orden, sobre el libro que nos convocaba: Un año con el Quijote, de Saúl Rosales Carrillo. Édgar y yo despachamos nuestras intervenciones con fluidez, sin mayores contratiempos. El también académico de la UIA Laguna dijo, y tal fue el corazón de su texto, que el Quijote es un libro propiciatorio de la conversación, del diálogo, de ahí que Saúl Rosales haya “charlado” tan animadamente con sus páginas. Yo traté de resaltar el valor de Un año con el Quijote en tanto tributo de Saúl al más poderoso símbolo de nuestras letras. Hasta allí todo en orden.
Luego vino la participación de Saúl. Agradeció a la DMC por la abundante promoción del acto, a Tábata Ayup por la esplendidez de las viñetas que ornan el libro, a Nadia e Ígor, sus hijos, por ser sus hijos y por socorrerlo en el armado de Un año con el Quijote, y a los presentadores por sus palabras. Al final quiso hacer un comentario sobre lo que le debía a Cervantes y al Quijote. Fue allí donde irrumpió lo inesperado. Para asombro del respetable, la voz de Saúl primero se quebró y después, en la orilla de la emoción, lo abandonó. Saúl, su temple y su imperturbabilidad famosos entre nosotros, quedó paralizado frente al público cuando intentó expresar lo mucho que le agradecía al Quijote y a Cervantes los muchos años de compañía y felicidad literarias.
Saúl, el Saúl que conocemos, ese Saúl tan difícil para mostrar en vivo sus emociones más profundas, se cuarteó con al amor que tiene por el Quijote y por unos segundos dejó su discurso en grado de tentativa. Cervantes tuvo pues que viajar desde el siglo XVII hasta La Laguna para que Saúl quedara noqueado de agradecimiento y emoción, y luego del rato de suspenso en el que el público lo animó a continuar con un aplauso espontáneo e igualmente conmovido, nuestro escritor recuperó unos buches de aliento para seguir, con la voz pequeña y trastabillante, la confesión de inmensa gratitud que lo había movido a trabajar sobre el Quijote durante todo el 2005 y ahora, con sus propios recursos, a publicar en libro los frutos de aquel esfuerzo.
Pasó el punto climático de la emoción al tope y el público, en voz de Estrella Atilano y Rosita Gámez, arropó con palabras al autor y le reiteró la admiración unánime de quienes lo leemos. Rato después, en mi viaje de retorno a casa, recapitulé lo recién vivido. Pensé en las situaciones de llanto y estremecimiento emocional que había visto en mi vida y concluí que todas eran legítimas, pues llorar, pese a la cultura machista que modela a los hombres para la dureza y a las mujeres para lo contrario, no es una anomalía sino la válvula del alma cuando siente que se asfixia sobrecogida por un hecho. Lo que jamás imaginé fue ver a Saúl Rosales en ese trance, anulado por su devoción del Quijote, paralizado frente a la necesidad de agradecerle en público y no poder hacerlo porque toda palabra parecía humilde frente a la grandeza de una obra vital para este escritor lagunero que sin premeditarlo supo expresar, con silenciosa conmoción, el tamaño de su fervor y su gratitud.
Extrañamente, lo mejor de la noche fue el nudo en la garganta de Saúl. Con eso dijo todo lo que es y lo que vale.
Hasta las 8:45 todo avanzó como se acostumbra en las presentaciones de libros. Primero Raúl Jáquez cantó dos piezas en compañía de su acordeón. Carlos Velázquez, encargado de literatura en la Dirección Municipal de Cultura torreonense, dio la bienvenida a nombre de Norma González Córdova, directora de la DMC también en el presidium; acto seguido, como decían los narradores de endenantes, hablamos Édgar Salinas y yo, en este orden, sobre el libro que nos convocaba: Un año con el Quijote, de Saúl Rosales Carrillo. Édgar y yo despachamos nuestras intervenciones con fluidez, sin mayores contratiempos. El también académico de la UIA Laguna dijo, y tal fue el corazón de su texto, que el Quijote es un libro propiciatorio de la conversación, del diálogo, de ahí que Saúl Rosales haya “charlado” tan animadamente con sus páginas. Yo traté de resaltar el valor de Un año con el Quijote en tanto tributo de Saúl al más poderoso símbolo de nuestras letras. Hasta allí todo en orden.
Luego vino la participación de Saúl. Agradeció a la DMC por la abundante promoción del acto, a Tábata Ayup por la esplendidez de las viñetas que ornan el libro, a Nadia e Ígor, sus hijos, por ser sus hijos y por socorrerlo en el armado de Un año con el Quijote, y a los presentadores por sus palabras. Al final quiso hacer un comentario sobre lo que le debía a Cervantes y al Quijote. Fue allí donde irrumpió lo inesperado. Para asombro del respetable, la voz de Saúl primero se quebró y después, en la orilla de la emoción, lo abandonó. Saúl, su temple y su imperturbabilidad famosos entre nosotros, quedó paralizado frente al público cuando intentó expresar lo mucho que le agradecía al Quijote y a Cervantes los muchos años de compañía y felicidad literarias.
Saúl, el Saúl que conocemos, ese Saúl tan difícil para mostrar en vivo sus emociones más profundas, se cuarteó con al amor que tiene por el Quijote y por unos segundos dejó su discurso en grado de tentativa. Cervantes tuvo pues que viajar desde el siglo XVII hasta La Laguna para que Saúl quedara noqueado de agradecimiento y emoción, y luego del rato de suspenso en el que el público lo animó a continuar con un aplauso espontáneo e igualmente conmovido, nuestro escritor recuperó unos buches de aliento para seguir, con la voz pequeña y trastabillante, la confesión de inmensa gratitud que lo había movido a trabajar sobre el Quijote durante todo el 2005 y ahora, con sus propios recursos, a publicar en libro los frutos de aquel esfuerzo.
Pasó el punto climático de la emoción al tope y el público, en voz de Estrella Atilano y Rosita Gámez, arropó con palabras al autor y le reiteró la admiración unánime de quienes lo leemos. Rato después, en mi viaje de retorno a casa, recapitulé lo recién vivido. Pensé en las situaciones de llanto y estremecimiento emocional que había visto en mi vida y concluí que todas eran legítimas, pues llorar, pese a la cultura machista que modela a los hombres para la dureza y a las mujeres para lo contrario, no es una anomalía sino la válvula del alma cuando siente que se asfixia sobrecogida por un hecho. Lo que jamás imaginé fue ver a Saúl Rosales en ese trance, anulado por su devoción del Quijote, paralizado frente a la necesidad de agradecerle en público y no poder hacerlo porque toda palabra parecía humilde frente a la grandeza de una obra vital para este escritor lagunero que sin premeditarlo supo expresar, con silenciosa conmoción, el tamaño de su fervor y su gratitud.
Extrañamente, lo mejor de la noche fue el nudo en la garganta de Saúl. Con eso dijo todo lo que es y lo que vale.