En mi yañeceana flor de juegos antiguos se encuentran las canicas, el trompo, los papalotes, el volado, el yoyo, un poco el balero, el brinca tu burro, el chinchilagua y algunos juegos practicados con pelota (como los pocitos) o con cartas (como la lotería, las serpientes y escaleras y la oca). De las niñas eran la matatena y el bebeleche, además de la comidita y alguno que otro juego delicado que los futuros machos de endenantes jamás volteábamos a ver. Me refiero, por supuesto, a los juegos marginados de la difusión mediática, los que practicábamos en los muchos pedazos de tiempo disponible en nuestras niñeces proletarias, dicho esto sólo descriptivamente, sin quejumbre.
Los niños que fuimos y hoy tenemos alrededor de cuarenta años o poco más sabemos que en nuestras gloriosas épocas jamás tocamos un juego electrónico. A lo mucho usamos uno de pilas, algún robot o algún carrito que se movían a lo bruto, que describían una acción repetitiva repetitiva repetitiva repetitiva repetitiva. Nuestros juegos de pasatiempo, pues, tenían marcado el sello de la actividad y no el de la parálisis de los cientos o miles de juegos que ahora demandan por fuerza un monitor. Sobre ellos, muchos ya éramos algo grandes cuando aparecieron los primeros conectables a la tele. Recuerdo los torneos que me aventé contra los cuates de la cuadra porque a un amigo le compraron una cosa llamada NESA Pong; era la versión mexicana del “pong” y consistía en una consolita de video que se conectaba a la tele y ofrecía cuatro variantes de un juego parecido, claro, al ping-pong. Según sus etiquetas se trataba de un producto mexicano, con lo cual se demuestra que al principio de la era de los juegos electrónicos nuestro país quiso ponerse a las patadas con los Sansones orientales y norteamericanos (de hecho, “NESA” significaba, muy mexicanamente hablando, Novedades Electrónicas S.A.). Pasados algunos años, al arranque de los ochenta, en casa llegamos a tener un Atari que si mal no recuerdo también se conectaba a la tele, usaba joysticks y a la consola se le encajaban cartuchos con juegos de marcianitos que los niños de ahora ni siquiera pelarían si salieran gratis en el Maizoro. Y allí me quedé: ya no toqué un Nintendo y menos un xBox, debido a lo cual me considero un terodáctilo de los juegos electrónicos.
Pero hablaba de otros juegos, así que lo que acabo de escribir sobre el Atari y todo eso fue una digresión. Los juegos de mi niñez, y supongo que de las niñeces de quienes ahora andan arriba de los cincuenta, eran humildes y en Gómez Palacio sólo requerían una vuelta al mercado o a la juguetería El Gallito: allí estaba el paraíso de las pelotas, de las canicas, de los trompos (hechos de mezquite con un clavote criminal en la punta) y de los juegos de mesa elaborados con el estilo icónico de nuestra célebre lotería, la de diablito y del borracho, sin agraviar. Jamás olvidaré, dicho esto de pasadita, mi megatrompo de casi un kilo de peso, el cono de madera con el que gané mil batallas; para enredarlo usaba como tres metros de cuerda y lo lanzaba de arriba hacia abajo, con saña, para cascar al trompo inactivo de algún rival. Gracias a ese trompo yo sentí autoestima alguna vez en mi vida; sin exagerar, durante varios años fui invencible y todavía reconstruyo imaginariamente aquellas tardes en las que modestia aparte me la pellizcaban.
Los juegos mencionados siguen vivos aunque en peligro de extinción. He visto, sí, niños con tompos, pero cada vez son menos y lo peor es que usan un trompito así de chirris, de plástico sólido o de plano hueco, insustancial. De las canicas o los papalotes no sé, y creo que los juegos de mesa, como la lotería, sólo sobreviven en los barrios. Pese a todo, no han desaparecido como sí desapareció un juego que practiqué hasta, más o menos, los diez años con mis hermanos y mis amigos: el bélit (ignoro cuál es su ortografía, si bélit o vélit, pero dudo que esa palabra haya sido escrita alguna vez). He conversado con mi hermano Luis Rogelio, pero creo que para el caso nos hace falta el aporte de algún cabrón vago y memorioso como Chuy Aviña. Sólo lo jugué en mi infancia gomezpalatina y no sé siquiera si era jugado en Torreón; tal vez abuso de ignorancia y alguien me diga con erudición que el bélit es de origen tarahumara o paquistaní, pero el hecho es que sólo lo vi y lo jugué en Gómez, en mi niñez de Gómez.
Era el juego más modesto del mundo. Para obtener sus componentes sólo se necesitaba un palo de escoba. De allí se cortaban dos, uno como de cuarenta centímetros y otro de quince. Luego, en un espacio más o menos abierto dos competidores echaban un volado para ver quién estaba “dentro” (llamémosle “A”) o “fuera” (llamémosle “B”). En el suelo de tierra se hacía la “base”, un hoyo ovalado, casi como si fuera el cuenco de una mano grande. Quien quedaba “dentro” tomaba los palos y debía hacer tres movimientos:
a) El primero consistía en atravesar el palo corto transversal al hoyo, colocar debajo el palo largo e impulsar, como brazo de palanca, al corto tan lejos como se pudiera y sin que “B” lo atrapara “de aire”. Luego, “A” colocaba el palo largo transversal al hoyo y “B” lanzaba el palo corto desde el lugar donde hubiese caído. Si le pegaba (o “pelaba”) al palo largo, anulaba a “A”; si no, “A” contaba con el palo largo, como si fueran pasos, como quien despliega un biombo imaginario, los tramos que habían resultado entre el hoyo y el lugar donde quedó el palito luego de ser arrojado por “B” con la mano (describirlo es complicado, pero es el juego más sencillo inventado por la humanidad).
b) El segundo movimiento consistía en que “A” tomaba los dos palos y con los dedos índice y pulgar sostenía el corto de manera vertical mientras con el largo lo bateaba; era imprescindible que gritara “¡bélit!” antes de golpear el palito y mandarlo tan lejos como se pudiera. Y otra vez se repetía la historia; si “B” no lo atrapaba, debía lanzar el palito hasta el hoyo con el fin de pegarle al palo largo sostenido en este caso de manera vertical, en medio del hoyo, por “A”. De no ser “pelado” (o golpeado, hecho out), “A” contaba con el palo largo los pasos que habían resultado desde el hoyo hasta el lugar donde quedó el palito, y los sumaba a la cuenta anterior, la del primer movimiento.
c) El último episodio repetía básicamente lo ya hecho; la diferencia es que ahora “A” colocaba el palo corto semiacostado en uno de los extremos del óvalo del hoyo. El palito quedaba pues con una parte medio salida e inclinada; así, “A” debía pegarle en un extremo mientras gritaba “¡shangai!”, el palito brincaba hacia arriba y en el aire debía batearlo tan lejos como se pudiera; si “B” no atrapaba de aire el palo corto, debía tirarlo desde el sitio donde cayó y esta vez atinar al hoyo, pues de otra forma no había out. Luego, si “A” quedaba vivo, contaba con el palo largo los pasos hasta el palo corto, los sumaba a los anteriores y fin.
Esos tres episodios se repetían al gusto de los contrincantes y todos contentos. Una vez describí el bélit en una reunión con jóvenes y les sonó tonto. Pese a eso, si en efecto es un juego local, no estaría mal revivirlo y convocar al Primer Torneo Lagunero de Bélit Amateur. Tal vez allí, si juego y gano, mi autoestima recobre un poco del oxígeno perdido.
Los niños que fuimos y hoy tenemos alrededor de cuarenta años o poco más sabemos que en nuestras gloriosas épocas jamás tocamos un juego electrónico. A lo mucho usamos uno de pilas, algún robot o algún carrito que se movían a lo bruto, que describían una acción repetitiva repetitiva repetitiva repetitiva repetitiva. Nuestros juegos de pasatiempo, pues, tenían marcado el sello de la actividad y no el de la parálisis de los cientos o miles de juegos que ahora demandan por fuerza un monitor. Sobre ellos, muchos ya éramos algo grandes cuando aparecieron los primeros conectables a la tele. Recuerdo los torneos que me aventé contra los cuates de la cuadra porque a un amigo le compraron una cosa llamada NESA Pong; era la versión mexicana del “pong” y consistía en una consolita de video que se conectaba a la tele y ofrecía cuatro variantes de un juego parecido, claro, al ping-pong. Según sus etiquetas se trataba de un producto mexicano, con lo cual se demuestra que al principio de la era de los juegos electrónicos nuestro país quiso ponerse a las patadas con los Sansones orientales y norteamericanos (de hecho, “NESA” significaba, muy mexicanamente hablando, Novedades Electrónicas S.A.). Pasados algunos años, al arranque de los ochenta, en casa llegamos a tener un Atari que si mal no recuerdo también se conectaba a la tele, usaba joysticks y a la consola se le encajaban cartuchos con juegos de marcianitos que los niños de ahora ni siquiera pelarían si salieran gratis en el Maizoro. Y allí me quedé: ya no toqué un Nintendo y menos un xBox, debido a lo cual me considero un terodáctilo de los juegos electrónicos.
Pero hablaba de otros juegos, así que lo que acabo de escribir sobre el Atari y todo eso fue una digresión. Los juegos de mi niñez, y supongo que de las niñeces de quienes ahora andan arriba de los cincuenta, eran humildes y en Gómez Palacio sólo requerían una vuelta al mercado o a la juguetería El Gallito: allí estaba el paraíso de las pelotas, de las canicas, de los trompos (hechos de mezquite con un clavote criminal en la punta) y de los juegos de mesa elaborados con el estilo icónico de nuestra célebre lotería, la de diablito y del borracho, sin agraviar. Jamás olvidaré, dicho esto de pasadita, mi megatrompo de casi un kilo de peso, el cono de madera con el que gané mil batallas; para enredarlo usaba como tres metros de cuerda y lo lanzaba de arriba hacia abajo, con saña, para cascar al trompo inactivo de algún rival. Gracias a ese trompo yo sentí autoestima alguna vez en mi vida; sin exagerar, durante varios años fui invencible y todavía reconstruyo imaginariamente aquellas tardes en las que modestia aparte me la pellizcaban.
Los juegos mencionados siguen vivos aunque en peligro de extinción. He visto, sí, niños con tompos, pero cada vez son menos y lo peor es que usan un trompito así de chirris, de plástico sólido o de plano hueco, insustancial. De las canicas o los papalotes no sé, y creo que los juegos de mesa, como la lotería, sólo sobreviven en los barrios. Pese a todo, no han desaparecido como sí desapareció un juego que practiqué hasta, más o menos, los diez años con mis hermanos y mis amigos: el bélit (ignoro cuál es su ortografía, si bélit o vélit, pero dudo que esa palabra haya sido escrita alguna vez). He conversado con mi hermano Luis Rogelio, pero creo que para el caso nos hace falta el aporte de algún cabrón vago y memorioso como Chuy Aviña. Sólo lo jugué en mi infancia gomezpalatina y no sé siquiera si era jugado en Torreón; tal vez abuso de ignorancia y alguien me diga con erudición que el bélit es de origen tarahumara o paquistaní, pero el hecho es que sólo lo vi y lo jugué en Gómez, en mi niñez de Gómez.
Era el juego más modesto del mundo. Para obtener sus componentes sólo se necesitaba un palo de escoba. De allí se cortaban dos, uno como de cuarenta centímetros y otro de quince. Luego, en un espacio más o menos abierto dos competidores echaban un volado para ver quién estaba “dentro” (llamémosle “A”) o “fuera” (llamémosle “B”). En el suelo de tierra se hacía la “base”, un hoyo ovalado, casi como si fuera el cuenco de una mano grande. Quien quedaba “dentro” tomaba los palos y debía hacer tres movimientos:
a) El primero consistía en atravesar el palo corto transversal al hoyo, colocar debajo el palo largo e impulsar, como brazo de palanca, al corto tan lejos como se pudiera y sin que “B” lo atrapara “de aire”. Luego, “A” colocaba el palo largo transversal al hoyo y “B” lanzaba el palo corto desde el lugar donde hubiese caído. Si le pegaba (o “pelaba”) al palo largo, anulaba a “A”; si no, “A” contaba con el palo largo, como si fueran pasos, como quien despliega un biombo imaginario, los tramos que habían resultado entre el hoyo y el lugar donde quedó el palito luego de ser arrojado por “B” con la mano (describirlo es complicado, pero es el juego más sencillo inventado por la humanidad).
b) El segundo movimiento consistía en que “A” tomaba los dos palos y con los dedos índice y pulgar sostenía el corto de manera vertical mientras con el largo lo bateaba; era imprescindible que gritara “¡bélit!” antes de golpear el palito y mandarlo tan lejos como se pudiera. Y otra vez se repetía la historia; si “B” no lo atrapaba, debía lanzar el palito hasta el hoyo con el fin de pegarle al palo largo sostenido en este caso de manera vertical, en medio del hoyo, por “A”. De no ser “pelado” (o golpeado, hecho out), “A” contaba con el palo largo los pasos que habían resultado desde el hoyo hasta el lugar donde quedó el palito, y los sumaba a la cuenta anterior, la del primer movimiento.
c) El último episodio repetía básicamente lo ya hecho; la diferencia es que ahora “A” colocaba el palo corto semiacostado en uno de los extremos del óvalo del hoyo. El palito quedaba pues con una parte medio salida e inclinada; así, “A” debía pegarle en un extremo mientras gritaba “¡shangai!”, el palito brincaba hacia arriba y en el aire debía batearlo tan lejos como se pudiera; si “B” no atrapaba de aire el palo corto, debía tirarlo desde el sitio donde cayó y esta vez atinar al hoyo, pues de otra forma no había out. Luego, si “A” quedaba vivo, contaba con el palo largo los pasos hasta el palo corto, los sumaba a los anteriores y fin.
Esos tres episodios se repetían al gusto de los contrincantes y todos contentos. Una vez describí el bélit en una reunión con jóvenes y les sonó tonto. Pese a eso, si en efecto es un juego local, no estaría mal revivirlo y convocar al Primer Torneo Lagunero de Bélit Amateur. Tal vez allí, si juego y gano, mi autoestima recobre un poco del oxígeno perdido.