Me entero en El País que la escritora colombiana Consuelo Triviño Anzola ha publicado una novela histórica titulada La semilla de la ira cuyo personaje eje es José María Vargas Vila. Para quienes no lo conocen (yo mismo apenas lo ubico), Vargas Vila nació en Bogotá hacia 1860 y murió en Barcelona hacia 1933. Como escritor se caracterizó por una productividad irrefrenable de novelas, poemas, cuentos, obras de historia y política, todos con estilo empalagosamente modernista y torrencial. Pasó a la historia por eso, precisamente: fue uno de los primeros escritores latinoamericanos en encarnar, tal y como la entendemos hoy, la figura del autor bestselleresco. Sólo tengo un libro de él, una primera edición que me regaló hace como dos años mi amigo Héctor Astorga Zavala: Políticas é (sic) históricas (páginas escogidas), publicada en 1912 en París; un dato no menor: la primera página del libro está ornada con la firma de Nazario Ortiz Garza, ex gobernador de Coahuila.
El comentario sobre La semilla de la ira lo hace Dasso Saldívar, quien en 2006 publicó Gabriel García Márquez, el viaje a la semilla. Saldívar aprovecha el viaje para comentar lo que a su juicio debe ser una novela histórica. El tema me interesa desde hace mucho, por eso me retuvo, y más ahora, época en la que por celebraciones patrióticas se da una epidemia de novelas históricas de todos los pelajes.
Apunta Saldívar: “La atmósfera de profunda verdad que se respira en las páginas de La semilla de la ira, la novela que Consuelo Triviño Anzola publicó hace dos años sobre la vida y la época de José María Vargas Vila, me ha llevado a retomar mi viejo pleito con la novela histórica: ¿qué es lo que hace que las obras de este subgénero nos resulten verdaderas o falsas? Porque me parece que no depende sólo de la experiencia y el talento literarios, o de que el escritor se ciña o no a la verdad histórica, pues la novela no compite con la verdad de la Historia o de la ciencia. Pocas veces me suele atrapar pues este tipo de novelas, especialmente las que se fabrican en nuestro tiempo, pero cuando me han convencido, he quedado subyugado por el poder de convicción del relato, como me ha ocurrido recientemente con La semilla de la ira y antes con Yo, Claudio, Los idus de marzo, Memorias de Adriano, Yo, el supremo, El general en su laberinto, y, por supuesto, la más grande de todas, Guerra y paz”.
En efecto, la novela dizque histórica no compite con la escritura de la historia; es otro su objetivo, estético y no científico. Pese a ello, es necesario que contemple un imperativo: el de ser creíble. Así lo explica Saldívar: “Desde luego, la verosimilitud es el logro imprescindible para que toda novela pueda convencernos de su verdad, y ha de encarnarse en un tono, un estilo, un punto de vista y un determinado manejo del tiempo. Pero para que creamos en la verdad intrínseca de la novela histórica, que en resumidas cuentas es la visión y la emoción del escritor, tiene que haber algo fundamental y previo a todo tecnicismo, a toda literatura, y es la paciencia y la capacidad del autor para convertir la Historia y sus personajes en vivencia propia, en experiencia autobiográfica, en memoria y olvido, como quería Rilke. Sólo entonces desde ese yo, que ha asumido vicariamente otro ser, otra época y otra cultura, y sólo desde ahí, es desde donde surge el aura de lo verdadero en toda novela histórica auténtica. Por el contrario, y aunque el rigor histórico y la maestría literaria asistan al escritor, la obra puede sonarnos falsa o, cuando menos, llenarnos de dudas. De modo que así como no hay novela de verdad sin poesía, se puede afirmar que no hay novela histórica verdadera sin experiencia autobiográfica, sin asunción íntima del personaje, de su época y de su cultura, como ocurre en la vida misma”.
No sé hasta dónde sea necesario que el autor “experimente” esa vida vicaria para que luego su obra sea verosímil. Tengo la sospecha de que, para empezar, no hay una novela histórica uniforme, y que además no basta contar algo ocurrido en el pasado (lo que dicen los libros o documentos que ocurrió en el pasado, lo que de entrada es apelar a un relato para hacer otro relato) para que el adjetivo “histórica” le cuadre a una novela. En cualquier caso, lo fundamental, el corazón, está siempre en eso que Saldívar enfatiza: más que cualquier otro tipo de novela, la histórica debe envolvernos con una sábana de verosimilitud. Si no lo hace, habrá fracasado, narre o no muchos retazos de un pasado que “realmente” hayan ocurrido.