Como todos los productos humanos, la poesía tiene innumerables rostros. Sus variantes son infinitas y tal vez a eso se deba que nadie haya podido definirla. Hay aproximaciones, tanteos, vislumbres sobre lo que es, pero en el cosmos de versos es casi imposible asegurar que la poesía es tal o cual objeto con tales o cuales características. Por eso jamás me he obligado a tener una definición precisa sobre algo que es esencialmente indefinible; me conformo con sospecharla, con sentir su roce, con imaginar que un cierto artefacto de palabras ha tenido la capacidad de condensar una idea y ofrecerla envuelta en una extraña melodía hecha de sílabas.
Y más allá de las definiciones, no sé cómo le hacen otros para identificar dónde hay poesía. Supongo que no es fácil aprender a cazarla, pescar el momento en el que aparece. En mi caso, sé que la irrupción de la poesía siempre es un poco fortuita, tan espontánea que luego de hallarla siento que no fui yo el que hallé, sino quien fue encontrado. Hace algunos meses, en mayo, durante una presentación en la Argentina, ocurrió lo que aquí trato de describir. Narro la anécdota y regalo tres o cuatro muestras.
Fui invitado a leer en un antro de Ramos Mejía que cada semana ofrece una especie de programa de radio en vivo pero sin programa de radio, sólo para el público asistente. La atmósfera era humosa y la cerveza corría al tope; sé que también corrían otras sustancias porque en una ida al baño vi a dos jóvenes meterse unos pericazos de miedo. Conducido por el poeta Jorge Figueroa, el programa se denomina “El Precio” y hay allí canciones, comentarios diversos y literatura.
En uno de los turnos apareció el poeta Carlos Norberto Carbone, quien leyó algunas piezas de su producción. Dado el bullicio del sitio, no resultaba fácil escuchar y comprender lo que leían los invitados; yo estaba metido en el tomaidaca de la charla y la bebida, pero en eso pude asir uno de los poemas leídos por Carbone. Sé que era poesía porque noté que con pocas palabras, imponiéndose al ruido, en medio del humo y el jolgorio, los versos comunicaban algo cierto, algo humano.
Carbone leyó seis, siete poemas; los últimos cinco los escuché alelado, feliz de saber que me encontraba ante un poeta que además sabía decir su obra. Al final, sin más excusa fui al lugar donde se sentaba Carbone, lo felicité y le pedí que me vendiera su libro. No aceptó. Lo que hizo fue regalármelo con una dedicatoria escrita en la semipenumbra. El libro lleva como título En la huella del hombre; fue publicado en 1986 por Ediciones Amaru; en la primera página ofrece una pequeña cédula biográfica sobre el autor: nació en 1959 en San Justo, provincia de Buenos Aires. Hasta el 86 había publicado otros dos libros y colaborado en tres revistas; además, había obtenido un par de premios y trabajado en composición musical.
En la huella del hombre es un libro breve y con poemas cortos. Cada pieza lleva un epígrafe que por sí mismo habla del olfato poético de Carbone; el del primer poema, por caso, lleva palabras de Juan L. Ortiz, uno de los máximos poetas argentinos: “Sentí de pronto como nunca / la profundidad de mis raíces”. Los epígrafes orientan al lector, le ofrecen una sutil pauta. En “Recuerdo gris”, por ejemplo, el epígrafe de Pedro Salinas dice: “A la noche se empiezan / a encender las preguntas”. Luego, el poema de Carbone: “Cuando la noche / me enfrenta con el recuerdo / y se llena / de penas mi memoria / cuando la palabra / entra en pendiente / y las cosas quedan sin explicación / descubro lo pequeño / y ridículo / que debe ser / ante el mundo mi dolor / entonces / me quedo en la oscuridad / más inmediata / agazapado tras la rutina / ejercitando los resortes / del recuerdo gris / tarareando la triste canción / del solitario”
Honesto, modesto, el poeta atrapa instantes y los comparte sin ampulosidad, sin creerse un elegido. No importa el tamaño del poema, pues las palabras siempre contienen vigor y empujan una verdad hacia la superficie, como en “El represor”: “Iba pisando palomas / con sus botas / y / su servilismo. // Igual habrá vuelo”. El flanco político está muy presente en varios poemas de Carbone, y eso me gustó porque en general presiento que la poesía es un arma emotiva para luchar contra la sinrazón del poder. En “Suicidio” hay una lección hipercondensada de lógica: “Se suicidó / dicen los vecinos / que andaba muy triste / desde que cerraron la fábrica / y quedó sin trabajo. // Se suicidó / vaya forma estúpida / de luchar”. En “A veces” Carbone resume su libro y su vocación, lo que sentí precisamente al oírlo aquella noche de mayo en la que sus poemas pasaron zumbando por mi conciencia: “A veces / debemos bajarnos del poema / caminar por el llano / mezclarnos con la gente / descubrir caras nuevas / dejar pasar el día / sin apurar las palabras. // A veces / debemos ahondar al hombre / abrir los ojos / extender las manos / y dejar que en nuestro rostro / se instale una sonrisa. // A veces / debemos transitar / el otro lado del asombro”.
No son necesarias las definiciones ni muchas palabras para fraguar poesía. Lo prueba Carlos Norberto Carbone con los poemas que alguna vez me hicieron deambular el otro lado del asombro.