En nuestra sección de blogs amigos, veo que “Zona de tolvaneras” ha mejorado mucho. Es, por supuesto, una metonimia: decir que un blog ha mejorado mucho es mencionar el efecto por la causa. La verdad, sin tropo retórico, es que el trabajo de Salvador Sáenz acusa en los años recientes, a mi juicio, un salto de calidad evidente. Salvador fue mi alumno en el taller literario de la UIA hace como diez años, y desde entonces entiendo que es un joven serio, dedicado, sensible, inteligente. La ficha bio no menciona el año de su nacimiento, pero anda por los treinta; tampoco apunta que por accidente nació en Toluca, pero la parte más importante de su vida transcurrió aquí, en Matamoros, Coahuila. Dice, sí, esto: que es “Informático, escritor y cantautor. Ha publicado cuentos en los libros colectivos Mañana tampoco y Acequias de cuentos. Primer lugar en el Premio Estatal de Cuento Coahuila 2007 ‘San Antonio de las Alazanas’. Primer lugar en el Concurso de Cuento Navideño 2003 organizado por la Casa de la Cultura de Gómez Palacio. Ha cantado en los principales bares de La Laguna. En agosto de 2005 presentó a los medios la maqueta Mecanismos de defensa, con once canciones de su autoría. Forma parte del disco doble conmemorativo del Centenario de Torreón, ‘Un canto en el desierto’”. Actualmente tiene inéditos el libro de cuentos El amor es el demonio y la novela Montenegro. Además, ejerce en el área de sistemas en Allende, Nuevo León; pese a eso, no le pierdo la huella gracias a “Zona de tolvaneras”, su blog (zonadetolvaneras.blogspot.com/).
He notado con satisfacción la seriedad con la que Chava asumió el cuidado de ese espacio. Sus textos son variados y muy personales, y para mí es evidente que se esmera por labrar un estilo pulcro, literario. Es Salvador uno de los varios escritores laguneros que nos representan fuera y lo hacen con mucha dignidad. Además, es de los que se han tatuado la casaca de irritila, como lo podemos apreciar en el texto que aquí traigo. Su título es “Pulso maraquero” y prueba, creo, lo que digo: que Salvador es un joven y talentoso artista de estas polvosas latitudes. Va:
De niño yo no quería ir a la escuela. Era tan feliz en el kínder: pintar obras maestras con crayolas, subirme a la resbaladilla, cantar como ángel en la clase de música con mi abuelita. ¿Para qué fregados querían hacerme grande? ¿Qué necesidad? Le decía a mi mamá “no quiero entrar a la primaria, no voy a aprender nada, no voy a saber lo que me enseñe la maestra, todo será en vano”, y lloraba tan fuerte, tan fuerte, que fácilmente podían escucharme al otro lado de la ciudad; escandalizaba como loco para que el drama fuera insoportable al punto de convencer a cualquiera de que realmente lo que se pretendía hacer era una injusticia. Pero mi madre, experta en artimañas infantiles, no se lo tragó y me jaló todo el camino hasta el salón, para mi primer día de clases en la escuela José María Morelos. Pues ahí tienen que pasaron los primeros meses y no terminaba por adaptarme al nuevo sistema de aprendizaje. Extrañaba mi antigua vida de juegos. Era muy tímido. Y para colmo, los chavitos que tenía por compañeros en esa escuela pública, salidos del peligroso barrio del Chalet, eran ya unos pendencieros. Quién iba a creer que años más tarde yo mismo me uniría a una de las pandillas de la cuadra, influenciado por la presencia continua de la violencia en las calles… Pero en aquel entonces, como les contaba, muy al principio, cuando todavía no pensaba en las niñas como mujeres, me daba miedo todo.
Vean ustedes si no, lo que ocurría en la clase de lectura. Tenía un miedo irracional para pasar a leer en público. La maestra nos obligaba a pararnos delante de la clase, nos daba un libro, nos ordenaba tomarlo con una sola mano, con la palma extendida, con los dedos pulgar y meñique sosteniendo aquel tumba-burros, para leer alguna “poesía” del tomo de español. ¡Qué necesidad de torturarnos de esa manera, por Dios! La maestra nos decía, “mañana pasarán a leer, niños, prepárense”, y era como una sentencia de muerte para mí. Cargaba con mi mochila por los pasillos de la escuela, sin esperanza, dejando que pasaran las 24 horas para cumplir con mi destino, como un condenado a la horca. Al día siguiente empezaba la tembladera. Pasaban mis compañeros uno por uno, con toda la seguridad del mundo, bola de presumidos, hasta que mi turno llegaba. Resignado, caminaba hasta el centro del salón. La maestra me daba el libro, yo lo tomaba, me ponía derechito, carraspeaba, tragaba saliva y comenzaba a leer. A los pocos segundos, mi mano temblaba horriblemente, mi muñeca daba tumbos, con un pulso maraquero de los mil demonios. Era una verdadera tortura. Los tres minutos más largos de mi vida (tenía 7 años a lo mucho, así que literalmente habían sido los más largos de mi vida hasta ese entonces). De repente escuchaba risillas al fondo. Malditos compañeros, los odiaba. Hasta que terminaba la lectura y mi corazón latía más lento, la sangre en mis venas corría de manera natural y la pesadilla hermosamente terminaba.
¿Pero por qué me ocurría eso? No lo sé. Son de esas cosas inexplicables que sólo los psicólogos se aferran en tratar de entender. Ahora lo recuerdo y me causa ternura; pero en aquel entonces era un problema comparado a la guerra mundial, al calentamiento global, al apocalipsis del 2012, así de terrible. De aquello sólo me quedó el pulso maraquero, mis manos aún tiemblan, es como un tic que no puedo controlar. Todavía así, se me ocurrió la fabulosa idea de querer ser cirujano, cuando todavía no decidía qué carrera tomar. Imagínense, en plena sala de operaciones, con estas manos, con el bisturí listo, tratando de hacer la primera incisión al corazón…
Aún y con todo, mi infancia fue magnífica. Me divertí horrores, siempre en la calle. Yo era de esos niños descalzos que andaba felices corriendo, sin temor a que se me enterrara un vidrio en los pies, cosa que nunca ocurrió, afortunadamente. Ahora ya no se puede hacer eso, se comprende. O al menos los padres de ahora no se atreven a dejar a los niños a su suerte, por el peligro que todo mundo conoce sobre la violencia.
Definitivamente: mi infancia fue la mejor época de mi vida. No me tiembla la mano al decirlo.
He notado con satisfacción la seriedad con la que Chava asumió el cuidado de ese espacio. Sus textos son variados y muy personales, y para mí es evidente que se esmera por labrar un estilo pulcro, literario. Es Salvador uno de los varios escritores laguneros que nos representan fuera y lo hacen con mucha dignidad. Además, es de los que se han tatuado la casaca de irritila, como lo podemos apreciar en el texto que aquí traigo. Su título es “Pulso maraquero” y prueba, creo, lo que digo: que Salvador es un joven y talentoso artista de estas polvosas latitudes. Va:
De niño yo no quería ir a la escuela. Era tan feliz en el kínder: pintar obras maestras con crayolas, subirme a la resbaladilla, cantar como ángel en la clase de música con mi abuelita. ¿Para qué fregados querían hacerme grande? ¿Qué necesidad? Le decía a mi mamá “no quiero entrar a la primaria, no voy a aprender nada, no voy a saber lo que me enseñe la maestra, todo será en vano”, y lloraba tan fuerte, tan fuerte, que fácilmente podían escucharme al otro lado de la ciudad; escandalizaba como loco para que el drama fuera insoportable al punto de convencer a cualquiera de que realmente lo que se pretendía hacer era una injusticia. Pero mi madre, experta en artimañas infantiles, no se lo tragó y me jaló todo el camino hasta el salón, para mi primer día de clases en la escuela José María Morelos. Pues ahí tienen que pasaron los primeros meses y no terminaba por adaptarme al nuevo sistema de aprendizaje. Extrañaba mi antigua vida de juegos. Era muy tímido. Y para colmo, los chavitos que tenía por compañeros en esa escuela pública, salidos del peligroso barrio del Chalet, eran ya unos pendencieros. Quién iba a creer que años más tarde yo mismo me uniría a una de las pandillas de la cuadra, influenciado por la presencia continua de la violencia en las calles… Pero en aquel entonces, como les contaba, muy al principio, cuando todavía no pensaba en las niñas como mujeres, me daba miedo todo.
Vean ustedes si no, lo que ocurría en la clase de lectura. Tenía un miedo irracional para pasar a leer en público. La maestra nos obligaba a pararnos delante de la clase, nos daba un libro, nos ordenaba tomarlo con una sola mano, con la palma extendida, con los dedos pulgar y meñique sosteniendo aquel tumba-burros, para leer alguna “poesía” del tomo de español. ¡Qué necesidad de torturarnos de esa manera, por Dios! La maestra nos decía, “mañana pasarán a leer, niños, prepárense”, y era como una sentencia de muerte para mí. Cargaba con mi mochila por los pasillos de la escuela, sin esperanza, dejando que pasaran las 24 horas para cumplir con mi destino, como un condenado a la horca. Al día siguiente empezaba la tembladera. Pasaban mis compañeros uno por uno, con toda la seguridad del mundo, bola de presumidos, hasta que mi turno llegaba. Resignado, caminaba hasta el centro del salón. La maestra me daba el libro, yo lo tomaba, me ponía derechito, carraspeaba, tragaba saliva y comenzaba a leer. A los pocos segundos, mi mano temblaba horriblemente, mi muñeca daba tumbos, con un pulso maraquero de los mil demonios. Era una verdadera tortura. Los tres minutos más largos de mi vida (tenía 7 años a lo mucho, así que literalmente habían sido los más largos de mi vida hasta ese entonces). De repente escuchaba risillas al fondo. Malditos compañeros, los odiaba. Hasta que terminaba la lectura y mi corazón latía más lento, la sangre en mis venas corría de manera natural y la pesadilla hermosamente terminaba.
¿Pero por qué me ocurría eso? No lo sé. Son de esas cosas inexplicables que sólo los psicólogos se aferran en tratar de entender. Ahora lo recuerdo y me causa ternura; pero en aquel entonces era un problema comparado a la guerra mundial, al calentamiento global, al apocalipsis del 2012, así de terrible. De aquello sólo me quedó el pulso maraquero, mis manos aún tiemblan, es como un tic que no puedo controlar. Todavía así, se me ocurrió la fabulosa idea de querer ser cirujano, cuando todavía no decidía qué carrera tomar. Imagínense, en plena sala de operaciones, con estas manos, con el bisturí listo, tratando de hacer la primera incisión al corazón…
Aún y con todo, mi infancia fue magnífica. Me divertí horrores, siempre en la calle. Yo era de esos niños descalzos que andaba felices corriendo, sin temor a que se me enterrara un vidrio en los pies, cosa que nunca ocurrió, afortunadamente. Ahora ya no se puede hacer eso, se comprende. O al menos los padres de ahora no se atreven a dejar a los niños a su suerte, por el peligro que todo mundo conoce sobre la violencia.
Definitivamente: mi infancia fue la mejor época de mi vida. No me tiembla la mano al decirlo.