Hace dos años fui invitado desde el DF colaborar en el libro colectivo Raíces. La edición es choncha, lujosa e interesante sobre todo para los atentos por el tema de la migración, hoy tan de moda debido a las estultas leyes de Arizona. Colaboré en Raíces con el ensayito “Migrantes minoritarios en México: el aporte silencioso”. Dice esto:
Nadie ignora que el mestizaje predominante en México hermanó las sangres del indígena y del español. Nuestro país es, pues, desde la conquista hasta la fecha, una combinación de dos culturas que, con el paso de los siglos, ha configurado el carácter de lo mexicano, si es que hay tal, como en el siglo pasado lo discutieron arduamente Samuel Ramos, Octavio Paz, Leopoldo Zea, Santiago Ramírez y muchos estudiosos más. Las paulatinas migraciones de otras etnias han añadido a lo hispánico y lo indígena rasgos sin duda enriquecedores, visibles sobre todo en regiones precisas de nuestro territorio.
Forzados por circunstancias generalmente adversas como la guerra o la pobreza extrema, grupos de numerosas partes del mundo han hallado en México un espacio abierto al respeto de sus tradiciones y propicio al desarrollo de sus habilidades. En muy aisladas ocasiones, los migrantes toparon en nuestro país con experiencias de rechazo, de suerte que es posible subrayar que la patria a la que llegaron fue —y sigue siendo— acogedora para quienes en ella se instalaron luego de sufridas travesías y un desarraigo que en algunos casos no se dio sin traumatismos. Africanos, chinos, libaneses, judíos, alemanes, italianos, japoneses, norteamericanos, franceses, chilenos, todos fueron y siguen siendo aquí bien recibidos, al grado de que, sin renunciar del todo a sus costumbres, se adaptaron a las nuestras y en muchos casos se asumieron de inmediato como mexicanos para ser ejemplo vivo del espíritu fraterno que anima a la cultura receptora.
Las minorías étnicas extranjeras se instalaron en regiones determinadas del país e influyeron allí con sus quehaceres. En el centro de México, por ejemplo, es innegable que el tesón de los judíos y los libaneses rindió frutos opimos. En el norte, los chinos formaron comunidades que sin desmayo trabajaban en oficios que tenían impreso el sello de su milenaria tradición. En el Occidente, los franceses desarrollaron profesiones que de inmediato tuvieron demanda de la población nacional. No es poco, entonces, lo que esos y otros migrantes de comunidades más pequeñas aportaron a México en silenciosa reciprocidad a este suelo que los acogió como si no provinieran del exterior.
No faltan en la historia nacional casos de hostilidad al migrante, más cuando éste se tornó visiblemente exitoso. Hay que decir, sin embargo, que el éxito material de los extranjeros no puede explicarse sin el recibimiento por lo general amistoso de los mexicanos, así que es más mítico que real el rechazo a la alteridad en nuestro país. Como en cualquier caso, y más allá de su origen, las comunidades que alcanzan determinado estatus de bienestar suelen ser encasilladas como abusivas u oportunistas, tal y como en ciertos momentos fueron percibidos aquí quienes en pocas décadas pasaban de una situación desfavorable (en lo económico y en lo relacionado a su calidad de migrantes) a una próspera.
Para ilustrar la mentalidad de una época particularmente convulsa y distintiva de la historia de las migraciones a México, un par de caricaturas de El Hijo del Ahuizote (octubre de 1898, número 652) ofrece testimonio de las actividades en las que los fuereños lograron hacerse de riqueza. El famoso periódico del Porfiriato aborda el tema con filudo sarcasmo, es cierto, pero sin querer elabora una especie de sintético mural, un cuadro de la percepción que el mexicano tenía de las actividades delineadoras de las culturas migrantes que en esa coyuntura ya manejaban considerables capitales. El ambicioso título del cartón es “Economía política en México”, y presenta una secuencia de seis cuadros; en el primero, el Tío Sam vacía un saco de monedas en la chimenea de un ferrocarril, de donde colegimos que la inversión de los norteamericanos estaba en ese medio de transporte; luego, un banquero español hace lo mismo, vacía dos costales de monedas en un par de ciudades; después, cuatro personajes de origen no identificado, pero evidentemente europeos, cuentan pingües monedas en sus mostradores de panaderos, biscocheros, cigarreros y cerilleros; un cuadro después, con ironía, algunos connacionales venden pambacitos compuestos, enchiladas, tamalitos y tortillas (sic); una escena después, un adusto boticario francés atiende un negocio que dice joyería, drogería, Puerto de Veracruz (cajón de ropa) y La Parisiense (objetos de arte); más adelante, un barbudo alemán carga una maquinita de vapor que dice Summer y Herman, y al fondo los letreros de ferretería y relojería; de nuevo, un español con largo habano a todo fumar escribe en un libro con el rótulo “casa de empeño”, y detrás de él los giros comerciales de abarrotes, carbonerías y carnicerías; los dos cuadros siguientes se ensañan contra el clero y otra vez contra los españoles, que trabajan tierras agrícolas con fieles e indígenas, respectivamente, sujetos a los arados; el cuadro final, un mexicano con sombrero zapatista ara la tierra con dos tristes bueyes.
La intención de los “ahuizoteros” es claramente crítica en el caso citado; el ala más radical del periodismo antiporfirista mexicano no podía pasar por alto que muchas de las grandes fortunas florecientes en México estaban en manos de recién venidos, pero es al menos de sospecharse que si bien era un sentimiento generalizado, no alcanzó nunca cotas de xenofobia intransitable, pues negocios exitosos asentados con esas características no hubieran podido cristalizar sin una población que los aceptara y, de hecho, que trabajara para ellos. Por tal razón, ni los nacionales ni los extranjeros pueden arrogarse en exclusiva el triunfo de esas empresas, dado que sólo puede ser explicado a partir de la simbiosis.
Las culturas ajenas sumaron valores que hasta la fecha sobreviven no sólo en los bienes materiales de quienes aquí echaron raíz nueva, sino en algo más importante: en el notable empuje que imprimieron a su conducta de todos los días. Los chinos en Sinaloa, Baja California, Sonora y el sur de Coahuila —específicamente en Torreón, donde acaso fue escrita la más desgarradora página de la xenofobia mexicana, por suerte no imitada en otras partes del país— se convirtieron de inmediato en paradigma de organización y tenacidad; sus pequeños comercios de ultramarinos, sus huertas de “velula” y su capacidad financiera llegaron a convertirse en modelos a seguir y, en muchos casos, a envidiar. Los libanseses, hábiles comerciantes de ropa y telas, además de expertos restauranteros de su gastronomía, no pararon de ver crecer sus fortunas. Los alemanes, guiados por su ímpetu industrial, estuvieron presentes en muchas obras de la ingeniería mecánica y civil de la historia mexicana. Los franceses, por su parte, se hicieron presentes en nuestro país con su gran aportación a la medicina, a la diplomacia y al comercio en ramas como la farmacéutica, la repostería, la moda y la vinatería, entre otras.
El censo de las migraciones menos abultadas es amplio y cada etnia evidencia que ha venido para asentarse y añadir riqueza cultural y material a nuestro país. No es gratuito que México goce todavía la fama de ser una nación hospitalaria, una cornucopia de razas y culturas hermanadas como los trazos de la letra equis, la letra que para Valle Inclán, ese magnífico español, es nuestra letra.
Nadie ignora que el mestizaje predominante en México hermanó las sangres del indígena y del español. Nuestro país es, pues, desde la conquista hasta la fecha, una combinación de dos culturas que, con el paso de los siglos, ha configurado el carácter de lo mexicano, si es que hay tal, como en el siglo pasado lo discutieron arduamente Samuel Ramos, Octavio Paz, Leopoldo Zea, Santiago Ramírez y muchos estudiosos más. Las paulatinas migraciones de otras etnias han añadido a lo hispánico y lo indígena rasgos sin duda enriquecedores, visibles sobre todo en regiones precisas de nuestro territorio.
Forzados por circunstancias generalmente adversas como la guerra o la pobreza extrema, grupos de numerosas partes del mundo han hallado en México un espacio abierto al respeto de sus tradiciones y propicio al desarrollo de sus habilidades. En muy aisladas ocasiones, los migrantes toparon en nuestro país con experiencias de rechazo, de suerte que es posible subrayar que la patria a la que llegaron fue —y sigue siendo— acogedora para quienes en ella se instalaron luego de sufridas travesías y un desarraigo que en algunos casos no se dio sin traumatismos. Africanos, chinos, libaneses, judíos, alemanes, italianos, japoneses, norteamericanos, franceses, chilenos, todos fueron y siguen siendo aquí bien recibidos, al grado de que, sin renunciar del todo a sus costumbres, se adaptaron a las nuestras y en muchos casos se asumieron de inmediato como mexicanos para ser ejemplo vivo del espíritu fraterno que anima a la cultura receptora.
Las minorías étnicas extranjeras se instalaron en regiones determinadas del país e influyeron allí con sus quehaceres. En el centro de México, por ejemplo, es innegable que el tesón de los judíos y los libaneses rindió frutos opimos. En el norte, los chinos formaron comunidades que sin desmayo trabajaban en oficios que tenían impreso el sello de su milenaria tradición. En el Occidente, los franceses desarrollaron profesiones que de inmediato tuvieron demanda de la población nacional. No es poco, entonces, lo que esos y otros migrantes de comunidades más pequeñas aportaron a México en silenciosa reciprocidad a este suelo que los acogió como si no provinieran del exterior.
No faltan en la historia nacional casos de hostilidad al migrante, más cuando éste se tornó visiblemente exitoso. Hay que decir, sin embargo, que el éxito material de los extranjeros no puede explicarse sin el recibimiento por lo general amistoso de los mexicanos, así que es más mítico que real el rechazo a la alteridad en nuestro país. Como en cualquier caso, y más allá de su origen, las comunidades que alcanzan determinado estatus de bienestar suelen ser encasilladas como abusivas u oportunistas, tal y como en ciertos momentos fueron percibidos aquí quienes en pocas décadas pasaban de una situación desfavorable (en lo económico y en lo relacionado a su calidad de migrantes) a una próspera.
Para ilustrar la mentalidad de una época particularmente convulsa y distintiva de la historia de las migraciones a México, un par de caricaturas de El Hijo del Ahuizote (octubre de 1898, número 652) ofrece testimonio de las actividades en las que los fuereños lograron hacerse de riqueza. El famoso periódico del Porfiriato aborda el tema con filudo sarcasmo, es cierto, pero sin querer elabora una especie de sintético mural, un cuadro de la percepción que el mexicano tenía de las actividades delineadoras de las culturas migrantes que en esa coyuntura ya manejaban considerables capitales. El ambicioso título del cartón es “Economía política en México”, y presenta una secuencia de seis cuadros; en el primero, el Tío Sam vacía un saco de monedas en la chimenea de un ferrocarril, de donde colegimos que la inversión de los norteamericanos estaba en ese medio de transporte; luego, un banquero español hace lo mismo, vacía dos costales de monedas en un par de ciudades; después, cuatro personajes de origen no identificado, pero evidentemente europeos, cuentan pingües monedas en sus mostradores de panaderos, biscocheros, cigarreros y cerilleros; un cuadro después, con ironía, algunos connacionales venden pambacitos compuestos, enchiladas, tamalitos y tortillas (sic); una escena después, un adusto boticario francés atiende un negocio que dice joyería, drogería, Puerto de Veracruz (cajón de ropa) y La Parisiense (objetos de arte); más adelante, un barbudo alemán carga una maquinita de vapor que dice Summer y Herman, y al fondo los letreros de ferretería y relojería; de nuevo, un español con largo habano a todo fumar escribe en un libro con el rótulo “casa de empeño”, y detrás de él los giros comerciales de abarrotes, carbonerías y carnicerías; los dos cuadros siguientes se ensañan contra el clero y otra vez contra los españoles, que trabajan tierras agrícolas con fieles e indígenas, respectivamente, sujetos a los arados; el cuadro final, un mexicano con sombrero zapatista ara la tierra con dos tristes bueyes.
La intención de los “ahuizoteros” es claramente crítica en el caso citado; el ala más radical del periodismo antiporfirista mexicano no podía pasar por alto que muchas de las grandes fortunas florecientes en México estaban en manos de recién venidos, pero es al menos de sospecharse que si bien era un sentimiento generalizado, no alcanzó nunca cotas de xenofobia intransitable, pues negocios exitosos asentados con esas características no hubieran podido cristalizar sin una población que los aceptara y, de hecho, que trabajara para ellos. Por tal razón, ni los nacionales ni los extranjeros pueden arrogarse en exclusiva el triunfo de esas empresas, dado que sólo puede ser explicado a partir de la simbiosis.
Las culturas ajenas sumaron valores que hasta la fecha sobreviven no sólo en los bienes materiales de quienes aquí echaron raíz nueva, sino en algo más importante: en el notable empuje que imprimieron a su conducta de todos los días. Los chinos en Sinaloa, Baja California, Sonora y el sur de Coahuila —específicamente en Torreón, donde acaso fue escrita la más desgarradora página de la xenofobia mexicana, por suerte no imitada en otras partes del país— se convirtieron de inmediato en paradigma de organización y tenacidad; sus pequeños comercios de ultramarinos, sus huertas de “velula” y su capacidad financiera llegaron a convertirse en modelos a seguir y, en muchos casos, a envidiar. Los libanseses, hábiles comerciantes de ropa y telas, además de expertos restauranteros de su gastronomía, no pararon de ver crecer sus fortunas. Los alemanes, guiados por su ímpetu industrial, estuvieron presentes en muchas obras de la ingeniería mecánica y civil de la historia mexicana. Los franceses, por su parte, se hicieron presentes en nuestro país con su gran aportación a la medicina, a la diplomacia y al comercio en ramas como la farmacéutica, la repostería, la moda y la vinatería, entre otras.
El censo de las migraciones menos abultadas es amplio y cada etnia evidencia que ha venido para asentarse y añadir riqueza cultural y material a nuestro país. No es gratuito que México goce todavía la fama de ser una nación hospitalaria, una cornucopia de razas y culturas hermanadas como los trazos de la letra equis, la letra que para Valle Inclán, ese magnífico español, es nuestra letra.