domingo, abril 15, 2007
¡Torito, Torito!
Junto al Santo, Kalimán, Cantinflas, Tintán, María Félix, Memín Pingüín (con “güi”), José Alfredo y Agustín Lara, Pedro Infante Cruz (Guamúchil, Sinaloa, 18 de noviembre de 1917) es uno de los ídolos populares indiscutibles de la cultura mexicana. Independientemente de lo que digan alienígenas como Origel, Alfaro, Sola y Kaffie, independientemente del chismorreo babotas que los programas de espectáculos han levantado antes de este día, la figura de Infante merece feliz recordación por su valor actoral, un valor que está más allá de las averiguatas jotiringas del presente.
Como sabemos (y en esta edición seguro aparece algo sobre la efemérides), hoy se cumplen cincuenta años justos del avionazo que le robara la vida al actor, percance ocurrido en una nave Tamsa de la segunda guerra mundial cuyo recorrido iba a darse de Mérida, Yucatán, a la capital del país. Medio siglo, pues, sin Pedrito, acaso el personaje más popular que jamás haya habido, y habrá, en el mundillo del showbiz mexicano.
Bien observado, el accidente que segó la existencia de Infante fue un catalizador de su ya de por sí inmensa fama. De hecho, a la muerte trágica y el consecuente aumento de popularidad solemos denominarlo ahora “efecto Pedro Infante”. Como ocurrió con Gardel, la muerte aparatosa y repentina colocó de inmediato al joven norteño en los altares laicos del país. En otra dimensión, ese efecto lo acusaron las almas de Salvador Sánchez, de Selena y, recién, de Valentín Elizalde, pero todos sin el shock que representó la muerte de Pedrito para nuestra cultura pop.
Muchos se preguntan todavía, por ello, qué habría pasado si Infante no hubiera muerto a los cuarenta casi justos. Es imposible saberlo, pero es aceptable pensar en más películas, en más canciones, en apariciones televisivas durante los setenta y, ya de viejito bonachón (como el lamentable Tito Guízar de la ancianidad) en telenovelas de los ochenta hasta la llegada de su muerte natural y su canonización. En ese cuadro hipotético Infante no habría perdido su condición de ídolo, pero seguramente hubiera generado un poco la lástima que provoca el Cantinflas de los filmes en Technicolor, un Cantinflas restirado, con dentadura postiza, con cuellos de tortuga, sin la simpática agilidad de la juventud y con el personaje del peladito muy gastado por el uso, ya sin punch. Por ello, aunque suene feo, la temprana muerte ayuda a pensar en el Pedro Infante de la cúspide, buen mozo (así decía mi abuelita), harto mamey por las pesas de su gimnasio, tan dicharachero y caimebién como lo vimos siempre en el lote de cintas que rodó.
El éxito de Infante no se puede explicar solo. Si bien tenía la onza y supo cambiarla cuando se le presentó la coyuntura, el de su triunfo fue uno de los casos más precisos de combinación accidental de talentos. Gracias a los temas de Manuel Esperón, gracias a la compañía de actrices espléndidas como Blanca Estela Pavón y gracias sobre todo a la destreza que como director tenía Ismael Rodríguez, Infante subió a la catapulta que lo lanzó al estrellato fílmico. No era el mejor cantante, pero entonaba bien no sólo las rancheras (a mí me gusta en los boleros, nunca en las canciones cómicas), no era el mejor actor, pero sabía hacer creíble (“¡Torito, Torito!”) a casi todos sus personajes (menos el de cura y el de Tizoc) y poseía una química natural para seducir al público.
He visto, a propósito del recuerdo mediático, algunas escenas de sus películas; todas tienen estructuras tiesas, pero los argumentos son interesantes y claros, cuentan una historia sin vaguedades ni tropiezos, y fueron editadas y musicalizadas con la perfección que permitía su época. Con eso basta para aceptar a Pedro Infante en la memoria.