Escribir narrativa realista es algo riesgoso. Cuando alguien tiene la bondad de leer mis cuentos, ocurre con frecuencia que surge en ese alguien la inquietud de saber qué tanto es verdad, qué tanto es autobiográfico. Yo respondo que todo y nada a la vez, pues si bien todo parece real, sostengo que los fueros de la imaginación (es decir, de la mentira, de la deformación) se imponen en el relato o al menos pesan tanto que terminan por alejar la realidad inventada de la realidad real. Finalmente, en la biografía del escritor también cuentan sus sueños, lo que escucha, lo que revolotea en su subconsciente, lo que lee, no sólo lo que vive en pleno uso de su razón. Tal problema (que el lector crea que es autobiográfico lo que escribe un escritor realista) no lo enfrenta un narrador fantástico, pues cualquiera sabe que no hay alfombras voladoras ni seres que atraviesen paredes.
Digo esto y traigo un ejemplo; hace varios años, como siete, viví en la realidad una situación que me pareció graciosa. Luego, tres o cuatro años después, escribí la microanécdota; traté de calcarla de la realidad, de escribirla sin ninguna alteración, y salió esto (“Premios”):
“Me encontraba en un restaurante agringado junto con mis pequeñas y mi esposa. En un rincón del establecimiento descansaba, llena de luces y color, una maquinita extraña que servía para dar premios luego de depositar en ella unas monedas. Mi hija mayor, cazadora intransigente de esas promociones, insistió durante toda la cena que deseaba meter en la maquinita una moneda para ver qué premio obtenía. Sin parar, me rogó una y otra vez que le diera la moneda. Le expliqué lo de siempre: esos aparatos sólo sirven para robar el dinero. No la convencí. Al final de la cena le di la moneda y, obvio, no sacó el juguete que esperaba. Entonces rompió en un llanto actoral, de niña que ya maneja, sin Stanislavsky de por medio, lágrimas y gritos de chantaje. Ya lejos y en el coche de regreso a casa, la niña seguía llorando. En eso se me ocurrió preguntar qué malditos premios ofrecía el instructivo pegado en el aparato. Renata mamá comentó que el tercer premio era un refresco, el segundo un trozo de pastel y el primero una cena. Al oír aquello, la niña, que más bien esperaba un juguete, cesó de gritar y, de golpe, con la voz más serena del mundo, dijo: ‘Ah, entonces para qué lloro’”.
Tiempo después mi hija, la pequeña protagonista del caso (quien no recordaba nada sobre aquella experiencia), leyó la historia como si fuera ajena, y escribió lo que sigue cuando en la escuela le pidieron un relato (respeto su sintaxis y su ortografía):
“Un día estábamos en Nuevo Laredo entonces fuimos al restaurante ‘Dennis’ y pues nos pusimos a comer. Después vi a mi hermanita que se le iluminó la cara y le dije ¿Qué tienes? Y me dijo: quiero uno de esos. ¿De cuáles? De esa maquinita. Y entonces cuando acabamos de comer le dijo a mi papá ¡me concas, me concas! (así dice mi hermanita me compras) y mi papá le dijo que no así que empezó a llorar.
Mi papá lla no aguantaba así que la dejó y le dio una moneda y perdió. Mi hermana seguía llorando y luego le preguntó ¿cuáles eran los premios papi? Una cena, una camiseta y una rebanada de pastel y luego mi hermana dijo a para qué lloro”.
Grosso modo, el camino seguido por esta anécdota describe una ruta habitual en la literatura realista: ocurrió en la realidad, fue hecha conciente por mí (y escrita fielmente, como periodismo) y luego leída, “revivida” y deformada con toda arbitrariedad por mi hija, pero sin menoscabar su apariencia de realidad. Lo que importa en la literatura realista, en suma, es el producto estético final, no si quien escribe vivió o no vivió lo contado. Decir la verdad es lo de menos en esta literatura. Es suficiente con ser verosímil.