Como aquí, en La Opinión, felizmente sigo en Nomádica, la revista que con creatividad e inteligencia editan Héctor Esparza y Armando Monsiváis, Monsi. El número que circula en estos días mantiene el estándar de buenos contenidos ya acostumbrado en esta publicación atípica en nuestra región. Si por motivos de semana santa usted es visitante y/o si de casualidad es un apasionado de estas semidesérticas tierras, le recomiendo de veras una suscripción de estas páginas nómadas, siempre aderezada con espléndidas fotos monsivaítas, siempre con inteligentes textos de Perezgasga, Arratia, Esparza et al y magníficamente diseñada por Armando Monsiváis Barajas.
Allí mi colaboración pretende asomarse en aquello que juzgo de interés en relación al entorno físico. Ojalá, por ejemplo, estas palabras sean un buen anzuelo (“Mis árboles”): “Creo que todos guardamos un árbol en la memoria. El mío es una palma ubicada en el ombligo de mi antigua casa gomezpalatina, una casa que hoy está en ruinas y ahora sólo sirve para albergar los fierros y el mugroso caos de un taller de ductos y herrería atendido por dos viejitos fatigadísimos, hombres tan cansados que ya batallan hasta para enunciar una simple palabra. (…) Allí, dentro de aquellas gruesas paredes de adobe y enjarre descascarado, se fueron los primeros trece años de mi vida, acaso los mejores que me han cabido en suerte. (…) El espectáculo que mis ojos contemplaron casi me sometió al llanto. Cada rincón del aposento era un desastre. El tiempo y el descuido, con sádica violencia, habían convertido mi recordado espacio de la niñez en una pocilga inhabitable, en una zona parecida a las que deja un bombardeo militar. No sin cierto asco, tomé como veinte o treinta fotos. Cada una recogía un rincón que mi memoria se había negado a olvidar y que ahora era, ni más ni menos, un cochinero digno de espanto. Mientras los viejos fumaban en silencio, recorrí las habitaciones, el patio, el corral en el que llegué a criar conejos y gallinas, en el que incluso llegué a tener un cerdito y un borrego enojón (daba topes cada vez que se enfadaba) llamado Bikú. No pude no pensar que hacía treinta años dormí, comí, jugué entre esas paredes, y que fui dichoso o me acerqué mucho, cuando menos, a ese estado raro llamado felicidad. La horrible casa era un claro testimonio de mi finitud: algún día yo, haga lo que haga, seré una casa en ruinas, un despojo más útil para la muerte que para la aspiración de futuro.
En ese breve viaje a mi pasado lo que más me impresionó fue la palmera. Siempre me pareció una criatura gigante, y tres décadas sin verla le añadieron, seguro, varios metros más de altura...”