Hace más o menos mil años, cuando yo era feliz e indocumentado, alimenté una columnita cultural titulada “Solfaedro”. Allí, se suponía, usaba el bisturí de la retórica para analizar canciones populares. Modestia al margen, creo que al respetable le gustaba esa curiosa práctica. No tenía muchas pretensiones, sólo mostrar que el fenómeno literario puede parir encantos o adefesios a la menor provocación, y nada mejor que la lírica barriobajeña para evidenciarlo. Me ceñí al postulado borgesiano que supone la posibilidad de examinar cualquier pieza literaria, por abominable que parezca, o al Paz de El arco y la lira: “El método estilístico puede aplicarse lo mismo a Mallarmé que a una colección de versos de almanaque”.
Quiero revivir aquel ejercicio. Lo hago, para empezar, con “La mesera”, una canción rancherísima de un tal Mike Salas e interpretada por numerosos grupos. Las canciones con ímpetu narrativo se prestan mucho para el estudio de la mentalidad, pues cuentan historias en donde laten las apetencias y las aversiones más hondas del populamen. “La mesera” cuenta un cuento, pues. Empieza así: “En una fonda chiquita / que parecía restaurante / entré a comerme unos tacos / porque ya me andaba de hambre / ya ven que el hambre es canija / pero más el que la aguante”; nótese la sutil distinción que hace el compositor; ¿cuál será la diferencia, la categorización aristotélica entre fonda y restaurante?; además, el adjetivo “chiquita”, por simplón, es luminoso, insuperable; asimismo, el comentario ontológico que parece nota al pie, el del hambre canija. Continúa: “Se me acercó una morena / que estaba rete tres piedras / me dijo ¿qué se le ofrece? / puede pedir lo que quiera / señor, yo estoy pa’servirle / aquí yo soy la mesera”. En este segmento se insinúa ya el coqueteo (“puede pedir lo que quiera”) y la precisión innecesaria, por evidente, “aquí yo soy la mesera”, dicho esto para despertar la inquietud sexual de los oyentes, que ya podemos imaginar a una chamaca sabrosota, de historieta Sensacional de traileros, con unas nalgas inabarcables apenas forradas por una minifalda de licra más pequeña que el éxito de los operativos contra el narco. Luego: “Nomás miré aquella prieta / se me olvidaron los tacos / le dije traiga cerveza / de pollo sirva dos platos / y usted se sienta conmigo / pa’divertirnos un rato”. Es un tramo delicioso; ordena una bebida para el precalentamiento y cambia los mugrosos tacos por un platillo “fino” (dicho esto con un hipérbaton enceguecedor: sirva dos platos de pollo-“de pollo sirva dos platos”; le habla, muy propio él, “de usted”). Más delante: “Le pregunté eres casada / me contestó vivo sola / pero antes de que le sigas / echa a tocar la pianola / nomás le pones un peso / porque ésa no toca sola”. La pieza continúa en ascenso: ella responde ambiguamente (“vivo sola”), luego versos aparentemente banales, aunque la pianola puede equivaler, como símbolo, a la mesera. “No sé ni cuántas tomamos / yo y mi amiga la mesera / el cuento es que hasta bailamos / a punto de borrachera / cantamos ‘La cucaracha’ / y creo que hasta ‘La rielera’”; esta parte refleja todo un mundo: la mesera bebe hasta el tope con su cliente, el burro que se pone por delante (“yo y mi amiga”), luego bailan y cantan canciones no precisamente seráficas. Al final, un cierre de película (mexicana): “Ya cuando se hizo de noche / le dije a qué hora nos vamos / me dijo no, chiquitito, / en eso sí no quedamos / pero si traes dinerito / hasta una polka bailamos”; la conclusión era obvia: el macho trae entre manos, desde el principio, pasar una noche de copas una noche loca, tirarse a la mesera; ella prosigue en la ambigüedad coqueta: aclara que no quedaron en el acostón, pero está dispuesta a todo, hasta a bailar una polka (eufemismo), eso si su cliente trae plata, pues ella, como la pianola, “no toca sola” y hay que invertirle si no amor, sí algo de plata.
Desde que oí esta canción (en un cd con mp3 pirata) lo único que anhelo en la vida es aventarme unos tacos en cualquier fonda chiquita que, por supuesto, parezca restaurante.