domingo, enero 29, 2012

La tranquilidad y el fuego



En tiempos de bruma, en etapas de oscuridad casi cerrada, los amigos suelen ser más amigos que de costumbre. Varios se han acercado ahora, cordiales como siempre, pero más en este momento. Quizá intuyen que el apretón de manos sirve de otra forma en ciertas coyunturas, quizá entienden que no es lo mismo el viento a favor que el viento en la borrasca.
No sé, pero sentí hace rato, en esta lánguida y ahora sorpresivamente lluviosa tarde de domingo en La Laguna, que no me hubieran venido mal unos párrafos de David Lagmanovich. Lo escucho, oigo su generosa claridad, sus palabras siempre altas y solidarias, su manera leal y lúdida de decir, de escribir. Pero David no está ya, pues murió en octubre de 2010 y me dejó semihuérfano de consejos. Me quedan Saúl, Sergio, Gil, Gerardo, Fer, Fabián, Heri, Giselle, Juan Pablo, Édgar, Carlos, Toño, Ise y otros amigos y amigas que alientan, que orientan. Pero no sé, tal vez extraño al que ya no está, al que ya no puede opinar sobre lo que uno va requiriendo para guiarse en la penumbra.
Por eso, urgido de escuchar las palabras escritas alguna vez por David, entré a la numerosa, a la numerosísima correspondencia que cruzamos durante diez años. Al azar, sin más, abrí el mail del sábado 19 de septiembre de 2009 (casi un año antes de su muerte) y encontré su claridad a propósito de cualquier tema. Algo debo hacer con esas cartas, con esas muchas cartas, pues creo que son ejemplo de lo que debe ser el género epistolar tratado desde la perspectiva de un escritor.
En la carta que releí, David sabe que el fin está cerca, que el apagamiento de su vida es, a sus 82, un hecho ya demasiado próximo. ¿Cuánto? No lo sabe, por supuesto, pero sí que no le queda mucho tiempo. Lo impresionante es la tranquilidad con la que asume el anochecer, la tranquilidad y el fuego que todavía lo impulsa a trabajar, a organizar sus obras.
He aquí, sin decir más, una parte de aquella carta dirigida al mismo tiempo a Juan Pablo Neyret y a quien esto escribe. La primera parte responde algo sobre Mercedes Sosa, quien fue su amiga; luego viene lo que ya comenté: el ánimo de trabajar en lo suyo ante la inminencia del fin:
“Queridos hermanos:
Gracias, Juan Pablo, por los ‘links’ relativos a interpretaciones de Mercedes Sosa. No tengo tiempo para escucharlos ahora, pero los guardo para un momento en que esté más desahogado. Ya que mencionas la ‘Zamba para no morir’, te cuento que el autor de la música, Norberto Ambrós, fue un querido amigo que nos hizo mucha compañía durante los años de residencia en Washington. Él, yo y otro amigo que era funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo fuimos los que organizamos la primera visita de Mercedes a Estados Unidos... y probablemente su primera salida del país. Lo tengo contado en una nota publicada por entonces en La Gaceta, con el poco original título de ‘Mercedes Sosa en Washington’. Era alrededor de 1969. En cuanto a Norberto, hasta llegamos a hacer un par de sesiones públicas sobre música argentina, él ante el piano y yo leyendo mis textos desde un atril. Cosas que uno ha hecho y que, por cierto, no llegan a figurar en el curriculum vitae...
Estoy sin novedades sobre el propuesto minicurso en la Facultad, porque la colega con quien tenía que verme el viernes último se tuvo que ir a Santiago del Estero (es de allá) por razones urgentes, y quedamos entonces en postergar la reunión para el martes. Ya había comenzado a preparar algo para esas clases, pero ahora lo dejé porque cada vez me parece más inviable el proyecto. Dentro de una semana nos vamos a Buenos Aires, a mi regreso ya estaremos en octubre, el mes viene bastante complicado, y noviembre está prácticamente encima. No me considero responsable si tenemos que cancelar eso (…)
Al dejar eso, al menos por ahora, pude volver hoy al trabajo en un libro proyectado para 2010, que me importa más. Éstos son los últimos libros que escribo (y, si Dios quiere, publico) en mi vida, y me gustaría dejar concluida esa tarea antes de la partida inevitable. Por eso me fastidian los que creen que pueden disponer de mi tiempo ‘a piacere’, como si no tuviera nada importante que hacer.
En fin, queridos Jaime y Juan Pablo, así ha comenzado el fin de semana. Espero que el de ustedes sea agradable y satisfactorio. Hasta cualquier momento, grandes abrazos para los dos, con todo mi afecto, David”.

martes, enero 24, 2012

Gracias por sus enhorabuenas



Ayer lunes recibí de Eduardo Olmos, alcalde de Torreón, la invitación para trabajar en la Dirección Municipal de Cultura de nuestra ciudad. Acepté. Mañana se dará la presentación oficial. Agradezco de antemano sus enhorabuenas, saludos y deseos favorables. Y como siempre, aquí, en el tuiter y en Facebook trataré de compartir ideas y realizaciones con todos ustedes.

domingo, enero 22, 2012

De la Antología de hermosos monstruos



El 20 de diciembre de 2009 publiqué en mi columna periodística y en este blog el texto que podemos leer aquí. El proyecto quedó terminado con veinte cuadros, pero lo agrandé, ahí la llevo y espero tenerlo listo antes de que decline el 2012. No describo más el asunto, pues ya quedó suficientemente explicado en la susodicha entrega de Ruta Norte. Hoy traigo una estampita más del mismo conjunto, la de una holandesa que hizo añicos a toda una generación, la de mi adolescencia y primera adultez.

Sylvia Kristel

La inocencia es uno de los productos que mejor vende. Y más en la actualidad. Las jóvenes no atraen tanto por jóvenes, sino porque irradian una imagen de ingenuidad que es comercializada como afrodisíaco icónico. Ese producto fue el que vendió Sylvia Kristel (Utrecht, 1952) en cantidades casi monopólicas a partir de 1974, cuando filmó Emmanuelle. Era, como sabemos, una holandesa previsiblemente láctea, pelirroja y larguirucha, de busto pequeño y voz de perpetua quinceañera. No se trataba, entonces, de una beldad voluptuosa y llena de formas, sino de una simple muchachita flaca y blancuzca. ¿Qué fue entonces lo que detonó la admiración de tantísimos machos en torno a la Kristel? La ingenuidad que irradiaba, ese encanto cuasiadolescente que en Emmanuelle la llevaba a tener revolcones a la menor provocación. Fue un hit del cine erótico setentero-ochentero, y las hemerotecas no pueden mentir. Si nos asomamos a los periódicos de aquel momento, podemos atestiguar que duró en cartelera durante años. Fue exhibida sin parar en funciones “de media noche”. En Torreón, el ya extinto Cine Buñuel, que era parte de una cadena de salas perteneciente a Gustavo Alatriste, vio muchísimas noches una fila enorme de hombres ansiosos por entrar. Todo por una holandesa flaca y medio puberta, el símbolo más poderoso de la ingenuidad erotizada que muchos jamás olvidarán.

sábado, enero 21, 2012

Soneto de Quevedo



Publiqué el relato “Soneto de Quevedo” en algún número de Estepa del Nazas, revista literaria del Teatro Isauro Martínez. Poco antes o poco después, creo que también salió en la tolvanera, suplemento cultural de la revista brecha de Torreón. Sospecho que tiene cerca de quince años y jamás he vuelto a publicarlo. Lo escribí, recuerdo, después de una conversación con Gerardo García Muñoz, quien aproximadamente desde 1988 es mi amigo y compinche literario. El tema de aquel diálogo fue, obvio, la posibilidad y la imposibilidad de la traducción. Decidí escribir el relato para reflexionar sobre un asunto, la traducción, que desde hace varios años, o desde siempre, ha desvelado a los teóricos de la literatura. Sólo expongo, por supuesto, algunas generalidades, nada que no pueda inferir quien reflexione un poco en los entresijos del oficio de traductor. Otro detalle: en 1991 o 92 asistí como gustoso oyente a una sesión de taller literario guiada por el poeta, editor y traductor chihuahuense Enrique Servín. Nunca olvidé que en su dinámica de trabajo leía breves y hermosos poemas en italiano y los comentaba a sus alumnos, por lo que debía, claro, traducir de botepronto. Luego de platicar con García Muñoz, me vino a la cabeza el trabajo de Servín, y allí, en aquellas dos experiencias y alguito más —mi imaginación—, se basa el relato que aquí traigo. Su prosa es mi prosa de 1995, aunque levemente maquillada para no fomentar tantas lástimas. Con esto prosigo el plan de rescatar textos de un servidor que quedaron albergados (encarcelados) en revistas y periódicos cuyo destino fue, como suele suceder con muchos materiales hemerográficos, el total olvido. Ponerlos en el blog es una especie de rescate, nada de valor, un mero ejercicio personal, aunque compartido, de reacomodo y redifusión. Gracias como siempre a quienes, por cualquier medio y con cualquier grado de generosidad, le hagan eco a este post.

Soneto de Quevedo

El taller es una miscelánea y hay de todo: jóvenes impetuosos que para mañana quieren agenciarse el premio nacional, señores que descubrieron su vocación a los cuarenta, muchachas que andan en esto mientras un novio no les arrebate y les rompa las cuartillas, y uno que otro chico entusiasta y de talento. Nos vemos los sábados a las diez. La población es inestable y lo mismo asisten seis o quince. Confieso que esas mañanas me agradan: beber café, oír de un principiante la lectura de sus indecisas historias o de sus versitos empachados con esdrújulas, explicar al detalle lo que dignifica una estrofa, recomendar la lectura de cierto autor, tolerar necedades y cobrar un sueldo en esta ínsula de la universidad. Tal es la dinámica de nuestro taller literario. En el mesón ocupo la cebecera norte y los participantes saben que soy a veces duro pero siempre franco. Me gusta explicar, leer en voz alta y a buen ritmo, por ejemplo, una página de Reyes o una fábula de Arreola. Me agrada dejar en claro esto: la carrera literaria necesita es-cri-to-res, no charlatanes. Eso es lo bueno de las sesiones. Uno siente el ejercicio de un socrático magisterio y las tres horas del sábado se van de prisa y llevadas por el embrujo de las palabras, las escapadizas palabras que los talleristas empiezan a domesticar.
De todo, lo más delicioso para mí es el ejercicio de la lectura que a veces hago en inglés frente a los alumnos. A ellos también les seduce escuchar algún pasaje de Shakespeare y traducirlo idea tras idea. Claro, en el traslado los participantes se dan cuenta de lo difícil que es la traducción. Con una fotostática en la mano de cada tallerista, leo a Whitman en su lengua original y todos sienten, aunque algunos no lo entiendan, el ancho tono del maestro de Long Island. Luego vamos a mi traducción y, por supuesto, ya no es lo mismo. De hecho, cuando leemos a Whitman en su lengua original me llevo la versión de Borges y la otra de Francisco Alexander, ambas lejanísimas del aliento que el maestro de la “turbia barba” (el adjetivo es ajeno) le inyectó a sus salmos.
Ciertos sábados, las sesiones de traducción las preparaba por si los participantes no producían nada en la semana, lo que ocurría con frecuencia. A veces sólo un poemita de fulana, una ocurrencia de zutano, y eso era todo, lo que nos dejaba hasta dos horas para gastarlas en la literatura que nos apeteciera. Entonces leíamos algún clásico español o ejercitábamos nuestra lectura en inglés y hacíamos su respectivo traslado al castellano. No faltó, por supuesto, que alguno de los muchachos llevara letras de rock para entrenarnos en el doblaje de esos bocaditos. Uno de los chicos —su nombre es Roberto Sepúlveda y es el poseedor de mayor talento inquisitivo— recordó que muchos escritores ya habían criticado la validez de cualquier traducción literaria. Hasta ese momento omití toda disquisición en torno al tema no por negligencia, sino para no enredarlos con densas explicaciones que los hubieran hecho desconfiar de cualquier palabra proveniente de otra lengua. Además, los muchachos parecían contentos con una creencia: cuando leíamos Hojas de hierba traducido a nuestro idioma leíamos en verdad a Whitman, y nunca quise desengañarlos. Pero Sepúlveda, que era tremendamente inquieto, propuso lo contrario: ¿y si en vez de traer a Whitman rumbo al español nos llevamos, por ejemplo, a Quevedo hacia el inglés? Tuve entonces que intervenir, pues el joven estaba casi en las fronteras de una reflexión que desde hace tiempo escarbaba en los cimientos del arte trasladatorio. Expliqué lo evidente: toda traducción es, en esencia, un texto lateral, un escolio, una variación del modelo primigenio. Si leemos la Divina o el Fausto en español, leemos en realidad, muchachos, a los traductores de esas obras, y si leemos El Quijote, entonces sí accedemos al código armado por Cervantes. Claro que si nos vamos más lejos, comenté, toda lectura es un acto de traducción, incluso la que hacemos en el idioma propio. Como somos individuos, cada usuario de, por ejemplo, Al filo del agua asume esta novela de manera distinta, es decir, la traslada a su código afectivo y racional, a su condición subjetiva. Vi las caras de los chicos y decidí dejar allí el embrollo; ellos no tenían la culpa de tanta maroma ante la verdad o la mentira de las traducciones y preferí no aterrizar en la tragedia inevitable. Pero Sepúlveda no cejó: profe, ¿qué hay de mi propuesta, por qué no ensayamos mi petición, traducir del español al inglés? Le contesté que sí, que claro, que escogiera un texto. Rápido sacó de su morralito una edición azul-verde y lujosa: Antología poética de Quevedo, RBA Editores, reconocí el libro porque yo también lo tenía en mi biblioteca; todos esperábamos con inquietud mientras el joven buscaba, dijo, la página 44 que contenía “Desde la Torre”, el magnífico soneto del español. Cuando lo halló, me extendió el libro y solicitó que leyera y explicara íntegro el poema. Así lo hice: eran catorce lindos versos, sobre todo los primeros cuatro, verdaderamente deslumbrantes. A petición de los oyentes, lo repetimos otras dos veces:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.


Éste es nuestro texto base, acoté. Luego leí el asterisco y las tres notas que, preparadas por José Mª Pozuelo, Catedrático de la Universidad de Murcia, adoban el pie de esa página 44: “*Dice González de Salas: ‘Algunos años antes de su prisión última me envió este excelente soneto desde la Torre’. La Torre de Juan Abad era residencia de descanso de Quevedo, hacienda suya en la provincia de Ciudad Real. 2. ‘Alude con donaire a que los tuvo repartidos en diferentes partes’ (GS) 7. ‘Entiende que también los poetas’ (GS) 13. Cálculo: ‘la piedra pequeña, por la cual los antiguos romanos ajustaban los números’ (vid J. O. Crosby: En torno a la poesía de Quevedo. Madrid, 1967, p. 41). (Nota de J. M. Blecua, 1972.)” Cuando decidimos iniciar la traducción reparamos en una ausencia notable: Carlos Jiménez, el tallerista más ducho con el inglés, no asistió ese sábado. Luego de un análisis no muy meticuloso de cada verso, el primer resultado, según nuestro modesto inglés, fue el siguiente:

Completamente solo en estos páramos
con algunos libros llenos de sabiduría
existo en diálogo con los muertos
y oigo con mis pupilas a los que ya se han ido.

Están siempre dispuestos aunque a veces no les comprenda
mis tópicos contradicen o estimulan
y con silenciosa melodía entreverada
conversan en vigilia a la existencia fabulosa.

Ya perdidos los magnánimos espíritus
del ofensivo tiempo, vindicante,
por la sabia prensa son salvados, ¡ea magno José!

Inevitable se va todo momento
la piedrecilla, sin embargo, suma ganancia
si nos eleva con reflexiones y con piensos.


¡Qué horror!, dije al final del apresurado trasiego. ¡Eso estaba lejísimos de ser Quevedo! Más bien, la versión era una apresurada caricatura de Quevedo, un esperpento que mancillaba el buen nombre del satírico madrileño. Somos pésimos traductores, dije para mí pero en voz alta. Sin embargo, y eso lo discutimos todos, el poema de Quevedo, para trasladarlo sin que perdiera ninguna de sus prendas, ninguna de sus rimas, ninguno de sus ritmos, debía quedar exactamente así:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos...


Eso es imposible, comenté. Toda traducción tiene que ser, necesariamente, otro texto, y al ser otro ya no es el mismo. Perogrullo deambulaba por allí. Todavía no salíamos de la primera impresión cuando Sepúlveda propuso algo más: trasladar al español nuestro poema en inglés. Para evitar una previsible trampa, comentó, era fundamental la participación de un traductor que no conociera la versión original. Pensó que el personaje ideal podría ser Fabián Jiménez. Todos estuvimos de acuerdo y decidimos esperar una semana.
Un sábado más tarde, los talleristas y yo volvimos a vernos. Fabián estaba, ahora sí, entre nosotros. Desde el principio, le pedimos la traducción al español de un poema que sólo teníamos en inglés. Fanático de las letras de U2 y de AC/DC, la empresa le agradó para lucir sus dotes con el idioma que depuró con el método Inglés sin barreras. Mientras todos los demás empezamos a leer unas líneas de Monterroso sobre la traducción, Fabián se aplicó a la tarea recién encomendada. Al concluir, en diez minutos apenas, pidió la atención del respetable y leyó esto con lúdica solemnidad:

En este desierto estoy alejado
tengo algunos cuantos libros pero todos buenos
vivo charlando con los difuntos
y los escucho con mis ojos...


Por allí siguió, y todos presentimos lo obvio: la versión podría multiplicarse al infinito junto con su caricatura. Oscilar del español al inglés al español al inglés al español... en cada fluctuación el poema se iría demacrando hasta no ser nada semejante al original. Ya no aguanté más y dije: un soneto puede ser, por la labor de traducción, miles de sonetos en otro u otros idiomas. Un soneto en español puede ser otro soneto en español si lo traemos de una de sus infinitas traducciones. Un soneto puede ser, gracias a la infinita combinación de los signos, miles de sonetos si del español lo llevamos al inglés, del inglés al francés, del francés al alemán, del alemán al chino, del chino al náhuatl, del náhuatl al griego moderno, del griego moderno al papiamento y del papiamento a la nada. Un soneto puede ser el mismo soneto sólo si leemos ese soneto. Entonces arribamos a la tragedia, al sentimiento que provoca toda imposibilidad y toda desmesura. La traducción perfecta es imposible. Lo posible es, a lo mucho, una traducción tan imperfectamente bella como infinita. Si no poseemos inglés, italiano, francés, alemán, ruso, no leeremos jamás Otelo, la Divina, Gargantúa, Fausto, Crimen y castigo... Eso es demasiado para cualquiera, mucho más para unos chicos que apenas entran a la amargura y a la felicidad de la vida literaria. Nosotros tenemos a Cervantes, a Góngora, a Quevedo, o a Neruda y a García Márquez y a Paz, los ingleses tienen a Shakespeare y a Whitman, los italianos a Dante y a Papini, así como cierta tribu de Australia tiene la leyenda —intraducible para nosotros— de un ser pernicioso llamado Molonga, o así como los aborígenes encontrados por Pigafetta y Magallanes en Brasil se bastaban con doce remotos vocablos para enunciar todo un universo que nosotros nunca entenderemos cabalmente porque sus palabras, además de ser diferentes en un idioma y en otro, transportan en sí mismas un mundo diferente, una cosmovisión diferente.
Volví a La palabra mágica, el libro de Monterroso que a propósito llevé para esa sesión porque contenía un ensayito sobre el tema; leí: "Hay errores de traducción que enriquecen momentáneamente una obra mala. Es casi imposible encontrar los que pueden empobrecer una de genio. Ni el más torpe traductor logrará entorpecer del todo una página de Cervantes, de Dante o de Montaigne. Por otra parte, si determinado texto es incapaz de resistir erratas o errores de traducción, ese texto no vale gran cosa. Los ripios con que el argentino Bartolomé Mitre se ayudó no enriquecen la Divina comedia, pero tampoco la echan a perder. No se puede.
“En todo caso, es mejor leer a un autor importante mal traducido que no leerlo en absoluto. ¿Qué le va a suceder a Shakespeare si su traductor se salta una palabra difícil? Pero existen los que no lo leen porque alguien les dijo que estaba mal traducido. Y los que esperan leer bien el francés para leer a Rabelais. Ridículo. Da igual leerlo en español. No se vale despreciar las traducciones de Chaucer cuando uno apenas puede con el Arcipreste de Hita. Por principio, toda traducción es buena”. Allí me detuve a respirar y cerré con algo que quiso parecer un colofón de burlas veras:
—Resígnense, muchachos. Por lo menos existe esta certeza: Hallábame a la mitad de la carrera de nuestra vida es uno de nuestros múltiples Alighieris. Lo difícil es saber si algún día tendremos Finnegans Wake en español o si Cheleule en realidad es un demonio de los antiguos patagones, como entendió el cavaliere Pigafetta.

viernes, enero 20, 2012

Afición que arropa



El estado de expectativa que se crea poco antes de que arranque una temporada es uno de los momentos más extraños de la pasión futbolera. Cunden las preguntas: ¿funcionarán los refuerzos? ¿Será una buena temporada? ¿Llegaremos a la liguilla? ¿Podemos anhelar el campeonato? ¿Fracasaremos? El aficionado, por supuesto, alimenta su esperanza y en él reverdecen los deseos de éxito. Es, pues, un momento grato de ansiedad, un previo saborear los triunfos inminentes del equipo.
Tengo una idea de la fidelidad futbolera que está más allá de los resultados. Si bien anhelo triunfos, goleadas, trofeos para los equipos de mi querencia, creo en mis colores como creo en mis parientes y en mis amigos. No importa si no les va bien, no importa si algunas veces tropiezan o de plano caen en bancarrotas materiales o morales: trato de estar cerca, de mostrar que el altibajo es parte de la vida como es parte del deporte.
De hecho, nunca es más valiosa la solidaridad como cuando se manifiesta en el infortunio. Cerrar filas con el invencible es fácil; lo difícil es abrazar al que, como en la vida de la mayoría, a veces gana y a veces pierde. En este sentido, recuerdo siempre los primeros años del santismo lagunero. Aquellos aficionados del amanecer albiverde se forjaron en la dificultad, en la permanente amenaza del descenso, en las goleadas en contra, pero siguieron firmes y muchos de ellos viven para contarnos que no siempre tuvimos un equipo exitoso.
Es lógico y legítimo que apetezcamos victorias, que reanudemos el deseo de otra final y de otro campeonato, pero un buen aficionado debe estar más allá del éxito coyuntural. Sólo así el jugador, el equipo todo, se sentirá arropado por una afición no caprichosa sino firme en su convicción de apoyar como apoyamos al pariente y al buen amigo: en las buenas y en las malas, siempre.

jueves, enero 19, 2012

Un viejo en el café



Aquel viejo mira al vacío en el café.

No tiene un libro, un periódico,
sólo una taza y las manos anudadas
óseas, quietas por el cansancio o la serenidad.

Nada lo perturba
y así, inmóvil como piedra de montaña,
ve el flujo del tiempo desde sus ojos sin brillo.

Nada se mueve
la taza asciende cada cinco minutos
a una boca que no habla.

El viejo parece ya no estar
y ser apenas el débil recuerdo de un viejo en el café
hasta que ocurre un pequeño milagro:
la mesera vuelve con la jarrita
el viejo acepta y en sus ojos nace algo
sus labios dicen sí
sonríen apenas
y el viejo deja de ser piedra de montaña
y a sus ojos
—fijos en las caderas de la joven que se aleja
sin esperanza, fascinados—
retorna un brillo.

martes, enero 17, 2012

Eco de una carta



Un solo tuit y un solo enlace en Facebook hice ayer de la carta sobre lo dicho por un cómico y eso detonó respuestas de toda índole.
Puedo clasificarlas en cinco orientaciones: a) las de apoyo total, la mayoría; b) las de rechazo total al tono y sentido de mi carta; c) las de relax, ésas que recalcan que el tema no da para tanto, que "los mexicanos somos así", que "nos burlamos de todo"; d) las que enfatizan que me quedé corto, y e) las que plantean que lo importante es otro asunto y no lo que dice la carta.
Las respuestas disímbolas eran de esperarse. En este tipo de temas, o en todos, es imposible lograr unanimidad. Lo importante, creo, es que destacó, en general y de muchas maneras, la justa irritación provocada por la ofensa, intencional o no, da lo mismo, a la memoria de 49 niños cuyas muertes merecen, a mi modesto parecer, el mayor de los respetos.
Sobre las respuestas aprobatorias poco o nada puedo decir; las agradezco nomás, esto no sólo porque palomearon mi carta, sino, principalmente, porque se unieron a una indignación que para mí es legítima.
Las de rechazo fueron pocas, y basaron su postura en el tono airado de mi exposición. No les gustó, pues, la estridencia, creen que me rebajé, que incurrí en la misma vulgaridad del comediante que provocó la controversia. Sólo quiero decir esto. La estridencia no es falaz, premeditada. Es el resultado de mi genuina inconformidad. Jamás me he dirigido así, ni por escrito ni en persona, a nadie, y para prueba allí están, abiertas y firmadas, unas cinco mil cuartillas en este blog y otras tantas en mis libros. La estridencia fue resultado inmediato de mi indignación, y aunque luego de escribir la carta pensé en descafeínar su tono, creí que así quedaba auténtica, que así expresaba lo mucho que me irritó el espeluznante chiste contra los niños de la Guardería ABC.
La tercera corriente de opinión, creo minoritaria, fue la del relax, aquella encaminada a desactivar la importancia del asunto en función de la idiosincrasia nacional. Sí, en efecto, los mexicanos nos burlamos de todo, somos crueles, muy aztecas, sacamos corazones en vida de nuestras víctimas y etcétera. Algo, sin embargo, me parece claro: quien hizo ese chiste fue un comunicador. Cómico y lo que se quiera, pero comunicador al fin, y de una empresa —la más poderosa de México— permanentemente cuestionada por frivolizar, ocultar, tergiversar, manipular y demás. Asimismo, el chiste se refirió a un tema dolorosamente vivo, la muerte horripilante de 49 bebés. Ojo: la muerte horripilante de 49 bebés cuyos padres no han dejado de sufrir y, para colmo, no han hallado una migaja de consuelo en la justicia. Así pues, me atrevo a pensar que, aunque los mexicanos nos burlemos de todo, puede haber inevitables excepciones, y ésta, el incendio de la Guardería ABC, es una de ellas.
La cuarta tendencia es la que opina que me quedé corto. Creo que en estos temas siempre, irremediablemente, nos quedaremos cortos, pues lo ideal sería trazar párrafos incontestables, severos, perfectos. Pese a que escribí o traté de escribir con dureza o al menos con ruda sinceridad, algunos alegaron que le faltó punch. Es imposible quedar bien con todos.
Por último, cierto número de respuestas optó por recordarme que una carta no servía para nada, que los muertos por la guerra narca son la verdadera tragedia, y así; algún otro me pidió que escribiera bien, y tuvo la bondad de ofrecerme, con mala ortografía, un curso relámpago de gramática. Sobre esto debo señalar lo siguiente: la carta era una carta, no una monografía donde pudiera caber todo. Me queda claro que hay otras tragedias sobre las cuales habrá otros textos, me queda claro que la desgracia de la Guardería ABC es la peor (en-su-tipo, recalco ahora) de las que han ocurrido en la historia de México, entiendo que también los tarahumaras están padeciendo una tragedia secular. Todo eso lo entiendo y en muchos momentos ha sido tema de mis textos, pero en esta ocasión escribí una carta abierta y per-so-nal, no un tratado sobre problemas nacionales. De hecho, la carta tiene un objetivo tan específico (cuestionar los chistes macabros de un comunicador) que adrede no mencioné, por ejemplo, a Molinar Horcasitas, pues de inmediato yo iba a recibir acusaciones de partidismo y politización del tema. Para evitar, sin embargo, que me acusaran de indiferente a la falta de justicia en este caso, enlacé un texto de mi propio blog, uno de los cinco o seis, no sé, que escribí poco después de la tragedia. Vale pensar que, como dice Julio Hernández López en su Astillero de hoy, lo ideal es que este y cualquier otro tema debe trascender la esfera de lo anecdótico y recibir un tratamiento que recalque la exigencia de justicia, es decir, que no sea sólo un desahogo, aunque esto es muy difícil de lograr en un país mayoritariamente "anestesiado".
Sé que el comediante ya se disculpó. Algunos creen que su mea culpa es insuficiente. Pues sí, es insuficiente eso y sería insuficiente que clausuraran su programa de televisión. Frente a la injusticia imperante, frente a la barbarie, la muerte, la desigualdad, todo parece, o es, insuficiente. Lo único suficiente es la utopía, lástima que para alcanzarla se requiera una voluntad que acaso no tenemos. Empecemos pues por eso: por tener la voluntad de cambiar algo para bien, lo que sea.

lunes, enero 16, 2012

Carta abierta a Platanito



Despreciable hijo de puta:

Disculpa la entrada de esta carta, pero creo que no mereces menos, hijo de puta. De hecho, creo que decirte hijo de puta es elogiarte, pero bueno, no encuentro de momento, al calor de mi indignación, una fórmula retórica menos delicada para dirigirme a ti, grandísimo hijo de puta.
Reír como lo hiciste, hijo de puta, con la mayor tragedia mexicana en la historia de las tragedias que involucran niños y en este caso casi bebés, no recibirá perdón de nadie. Ni el más cínico de los cínicos, creo, podría defenderte. No se necesita ser inteligente, sino mínimamente sensible, para advertir, hijo de puta, que la tragedia de la Guardería ABC no es un tema para armar chistes.
Debes saber, hijo de puta, que lo ocurrido en Hermosillo, Sonora, hace dos años no hirió ni indignó sólo a cerca de cien padres y madres de familia. También indignó a sus familiares más cercanos, a la ciudad donde ocurrió el siniestro, al estado de Sonora y no exagero que a todo o casi todo México, pues nunca faltarán los indiferentes.
Si gustas saber lo que pasó aquel 5 de junio de 2009, asómate a los periódicos y lee las descripciones, hijo de puta. Para que no sufras en ninguna hemeroteca (que seguro ni siquiera sabes qué es), escribe “guardería abc” en Google y allí encontrarás textos y fotos elocuentes sobre los 49 niños asesinados por la irresponsabilidad y el tráfico de influencias. Mira, hijo de puta, para que no batalles te doy el primer resultado que arroja la búsqueda: haz click aquí y verás una descripción fría, desapasionada, de enciclopedia, sobre la tragedia, y lo principal: leerás los nombres de los 49 niños y niñas que murieron con el peor de los desgarramientos no para que rías, hijo de puta, sino para que jamás permitamos que se repita algo remotamente parecido.
No creas, hijo de puta, que soy oportunista y aprovecho la coyuntura de tus chistoretes macabros para colgarme del tema o de tu cuantioso número de seguidores en televisión y en tuiter. Cuando ocurrió, escribí varios artículos sobre la tragedia y sé que al hacer eso, aunque nadie los leyera, me colocaba del lado de los miles que en México todavía se indignan ante la incuria y la injusticia criminales. Fueron varios, pues, los textos que desde mi pequeña estatura de escritor y periodista provinciano publiqué, por respeto a la memoria de aquellos inocentes, en medios impresos y electrónicos. Este es uno, tal vez el más —con justa razón— enconado. Espero sepas leer.
Sé, como todos, que eres famoso, que tienes un programa de televisión y que dependes, en el extremo de la cadena de mando, de Emilio Azcárraga Jean, el mandón de Televisa. Más allá de que en todo o casi todo estoy en contra de las políticas abrazadas por esa empresa de comunicación, espero en este caso una sanción fuerte contra ti, que tus patrones sean sensibles para entender que nadie puede jugar de esa manera con el dolor infinito.
No me despido, hijo de puta. Aquí, en este blog, está mi dirección de correo electrónico y de tuiter, por si se ofrece; la memoria de 49 niños bien merece debatir en donde quieras tú o quien sea.

Jaime Muñoz Vargas

domingo, enero 15, 2012

Posdata a Juegos de amor y malquerencia



En 2003 vino a Torreón (creo a ofrecer una conferencia o algo así) René Solís Brun, en aquel momento director de la editorial Planeta México. René es el culpable de que Juegos de amor y malquerencia haya aparecido con el sello de Joaquín Mortiz. Aquella vez nos vimos en el Sanborns Independencia y así nomás porque sí le regalé la edición guanajuatense del libro. Pasaron dos o tres días y me llamó desde el DF para decirme que la había leído casi de un jalón y que le interesaba mucho reeditarla en Planeta México. No le gustaba el título original, dijo, pues la novela podía parecer un libro religioso: Fervor de Santa Teresa. Quedamos entonces en que yo iba a proponer otro título, y así lo hice. Le mandé diez y, entre ellos, subrayé mi favorito: Juegos de amor y malquerencia, que también le gustó a René. Pocos meses después, y luego de muchos correos de ida y vuelta cruzados con Andrés Ramírez, entonces encargado de ediciones literarias en Planeta, la novela salió con mejor fachada y consiguió desde entonces un par de reimpresiones.
En la foto que encabeza este post estoy con René en la FIL de Guadalajara (noviembre de 2005). Divertido, punzante, siempre ironizó sobre mi condición de ranchero y siempre le respondí que a mucha honra. Hoy no sé dónde anda René, qué hace, si sigue en el mundillo editorial o no, pero jamás dejaré de agradecerle el gesto de haber leído mi novela y promovido su inmediato renacimiento en un sello editorial importante.

Itinerario de Juegos de amor y malquerencia



Ayer sábado me estaba chingando unos mezcales de Nombre de Dios, Durango, con el investigador y arqueólogo fílmico Fernando del Moral, quien en la plática instaló sobre la mesa el tema de mi novela Juegos de amor y malquerencia. Bienqueredor de lo nuestro, Fer hizo un elogio del relato y destacó su cinematográfico sabor a polvo lagunero, lo que le agradecí. Luego, como quien no quiere la cosa sacó un dato típico de su manía arqueológica: “La novela está cumpliendo diez años en enero de 2012”. Me asombró la precisión del dato, y como lo puse en tenue duda Fer trajo el libro y vimos la página legal. Ya con la prueba en la mano, confirmé que en efecto la primera edición de Juegos de amor y malquerencia apareció con esa fecha, enero de 2002, en las prensas del gobierno guanajuatense como parte de la Colección La Rana (el libro se llamaba Fervor de Santa Teresa, pues con ese título ganó el premio nacional de novela Jorge Ibargüengoitia 2001). Fernando añadió: “Aprovechemos pues el mezcal para brindar por el aniversario”, y entonces chocamos los caballitos, brindis al que sumaron sus mezcales el ingeniero Rafael Osorno y Chito, hermano de Fer.
El onomástico me contentó, pues Juegos de amor y malquerencia es un libro que sigue regalándome buenas noticias. Pese a que va en su cuarta edición, es casi inconseguible. Hace poco un buen amigo halló ejemplares en el DF, compró diez y los regaló, no sin avisarme por mail que los destinatarios del obsequio habían sido lectores de grandes ligas, como Hugo Hiriart. Mi amigo es, debo enfatizarlo porque es cierto, notable historiador literario y, debido a ello, un lector insaciable. En carta de hace algunos días me describió lo que hizo recién por Juegos…: “Si en estos días regalé diez ejemplares de Juegos de amor y malquerencia fueron pocos. Hasta ahora no sólo no ha habido quejas, faltaba más; lo sorprendente es la unanimidad: una vez iniciada la lectura, hasta el fin; y una vez que llegan al final, dos opciones, complementarias no excluyentes: ¡Qué chingonería!, una. Y la otra: ¿Quién es (o de dónde sacaste a) este cabrón?”. Imagínense pues lo agradecido que estoy con mi generoso amigo y con ese libro que ha caminado solo o casi solo, con sus puros huaraches de llanta.
Tengo la costumbre de ofrecer algo más o menos bien peinado (escrito, quiero decir) en las presentaciones de mis libros; he ubicado eso en una especie de subgénero llamado “itinerario”. Su característica más saliente es la de explicar al público, desde la perspectiva del autor, la cocina del libro, su sentido, los detalles generales que lo hicieron posible. Así entonces, hace varios años, cuando presenté Juegos… en la ya desaparecida Feria del Libro de Torreón, escribí lo que aquí viene, su “itinerario”. Creo que lo publiqué en Acequias, revista de la UIA Laguna, pero no está en el blog. Agradezco a Fer del Moral que con su oportuna referencia me haya permitido revivir uno de pocos recuerdos verdaderamente gratos que me ha dejado la literatura. Le agradezco también, más todavía, los mezcales duranguenses de ayer.

Itinerario de Juegos de amor y malquerencia

Los estímulos para la invención pueden ser, por lo menos en apariencia, insignificantes, y esto quiere decir que en ocasiones una microscópica chispa logra detonar explosiones de considerable tamaño. Escribí Juegos de amor y malquerencia gracias al golpe propiciado por una fotografía, la de diez sujetos que nos miran orgullosos desde una plataforma de ferrocarril. La vi en julio, agosto o septiembre de 2000, no recuerdo con precisión, pero con nitidez vive en mi memoria el impacto casi narcótico que poco después me impulsaría a escribir una ficción cuyos actores posan desde el pretérito en aquella imagen, para mí, memorable. Cuando hice el primer escrutinio de la foto, le comenté a Sergio Antonio Corona, mi compañero de trabajo en el Archivo Histórico de la UIA Laguna, que detrás de dicha imagen se escondía un artefacto literario. En tal momento yo no sabía de qué tipo —¿cuento, novela?—, pero de inmediato estuve seguro de que la foto era un punto de partida extraordinario, la catapulta de un relato que con el tiempo cuajó sin refrigerar.
Su escritura comenzó en septiembre-octubre del 2000. Eché de un jalón, y sin pensarlo demasiado, las primeras quince cuartillas, acaso las más importantes del librito, pues ellas marcan el tono de lo que viene después. Más por razones laborales que por gusto o falta de voluntad, suspendí el trabajo varios meses; volví a hincarle el cráneo en la semana santa del 2001. Con el segundo impulso tuve más de la mitad de la novela, pero de nuevo la abandoné, ahora por un par de meses. En las vacaciones de verano del 2001 me encerré dos semanas en la calurosa y tétrica buhardilla y le di cierre al texto cuyo título definitivo, deliberadamente ambiguo, es Fervor de Santa Teresa; luego, sin sopesarlo mucho, arrebatadamente, casi como la había desahogado, tenté a la maldita suerte en el IV Concurso Nacional de Novela “Jorge Ibargüengoitia” que cerraba su convocatoria en agosto. Un mes después, el 27 de septiembre, recibí la noticia: Juegos de amor y malquerencia había pegado jonrón y me esperaban el 4 de octubre en Guanajuato.
Por muchas razones me alegró la noticia. La principal es simple: Juegos de amor y malquerencia es el libro que he trabajado envuelto en la mayor alucinación, envuelto en un placentero estado de éxtasis que para mí ha sido lo más parecido a la felicidad literaria. Rememoro esos momentos, esas horas en el cuarto de azotea y con la computadora ardiendo por el endemoniado calorón del julio lagunero. Fue hermoso ver el fluido de palabras, sentir cómo desde la mente y del corazón se deslizaba por los brazos hasta llegar al teclado y luego al monitor. Al principio pretendí ceñirme a la verdad de los datos a mi alcance —investigué un poco para diseñar el contexto—, pero pronto renuncié a esa posibilidad y me dejé vencer por lo que la imaginación, como siempre la loca de la casa, aportó en cada segmento de la historia.
¿Qué me propongo con Juegos...? Que yo sepa, nada de trascendencia, salvo entretener, jugar con las palabras, inventar, divertir un rato a los piadosos lectores que en el futuro se animen a encarar este pequeño mecano de palabras. Tal vez algún despistado encuentre cierto encanto al escuchar con sus ojos el tono de este relato adrede escrito deficientemente. He allí el juego. La idea de corrección escrita es violentada hasta sus penúltimas consecuencias. Si escribir bien es escribir como académico de la lengua —lo cual, hablo en serio, no es tan difícil—, escribir bien en literatura no necesariamente es escribir con corrección. En contextos determinados por el ludismo y la osadía, escribir mal, muy mal, puede significar escribir bien, muy bien, o sea eficazmente. Con esto no me estoy refiriendo a Juegos..., por supuesto, sino a la común necesidad literaria de revolcar el español, de zarandearlo y exprimirlo para que diga con sonoridad diferente lo que de una manera correcta no podría. Y aquí recuerdo a mi gordo Lezama: “¿Lo que más admiro de un escritor? (...) Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje”, o al Octavio Paz de “Las palabras”, ese flechazo ya legendario y ars poetica contenida en una cápsula:

Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrásalas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.

Sin aspirar a tanto y sin obedecer del todo los violentos imperativos del Nobel mexicano, Juegos... deshuesa a su modo la sintaxis correcta y quiere diseñar, con lenguaje rupestre, un paraestilo presuntamente elegante, supuestamente persuasivo pero fallido en tanto se ciñe al propósito esbozado en el prólogo de la narración. En otras palabras, el estilo de Juegos... —acaso su única gracia, si es que tiene una— pretende embonar con el proyecto general del relato apegado lo más posible a la prescripción de Vargas Llosa en sus Cartas a un joven novelista: en literatura, el estilo eficaz no depende de lo que reglamenten los excelentísimos señores de la Real Academia, sino de la especificidad de lo narrado, como si a cada historia le correspondiera un determinado manejo de los instrumentos verbales. Por otra parte, mi novela es tan corta que si traigo cualquier párrafo prácticamente adelanto el bocado completo. Mejor esperar a que la benevolencia de la imprenta haga el favor, y cuando eso suceda entonces sí callar, no defenderla nunca más y anhelar en secreto que los lectores no bostecen como hipopótamos a la mitad de mi Juegos...

Comarca Lagunera, 1, noviembre y 2001

sábado, enero 14, 2012

Problema de mercadotecnia



Claudia entró ansiosa a la librería en busca del libro sobre el que había leído primores en una reseña por demás optimista. Su título era Instrucciones para ser feliz. Le preguntó al dependiente y el dependiente apenas dibujó un gesto afirmativo; su rostro aún era joven pero ya estaba marcado por el tatuaje inocultable de la desdicha. “Sí, lo tenemos, incluso lo leí hace poco”, dijo el muchacho. “Bien —respondió Claudia—, sólo quería saber si lo tenían. Gracias”.

viernes, enero 13, 2012

El PAN de García Villa



Hace poco más de un año murió en Tucumán, Argentina, mi amigo y maestro David Lagmanovich. Era doctor en lingüística por la Universidad de Georgetown, maestro emérito de la Universidad Nacional de Tucumán, ensayista, narrador y poeta. He escrito y publicado ya que fue uno de mis más importantes maestros. Entre las muchas enseñanzas que me dejó está una que nunca olvido, ya que me la enfatizaba muy seguido en nuestra abundante correspondencia. Al hablar sobre los libros en proceso, sobre aquellas cuartillas que teníamos en el telar —él allá, yo acá—, siempre remarcaba la necesidad de no configurar libros desarticulados, sin un orden o una aspiración precisos. El libro, me decía, es libro hasta que queda redondeado, hasta que algo, una idea, el estilo, los temas o mejor: todo eso junto, lo compactan y pueden crear en el lector la sensación de unidad, de orden.
Lo que no quería mi amigo era que publicáramos libros desgreñados, escritos o armados sin patas ni cabeza, pues el lector suele tener poco tiempo y merece respeto. Esa noción del libro como artefacto orgánico y bien atornillado yo ya la tenía, pero confieso que no estaba colocada en la superficie de mi entendimiento. Tras dialogar postal y presencialmente con David, comprendí a las claras, casi como dogma autoral, que quien se propone armar un libro debe observar un mínimo ABC del orden, que la obra debe nacer e ir a los lectores como van las personas a las personas, de cuerpo entero y no a pedazos.
El libro 50 años de PAN, de Juan Antonio García Villa, es un buen ejemplo de lo que afirmo. Con premura pudo apiñar los artículos que componen su libro y así mandarlos a la imprenta, pero se tomó el cuidado de organizarlo en tres estancias que orientan al lector como por una casa, una casa que no obstante dividirse en espacios, como todas las casas, acusa unidad en dos sentidos: el temático (todos los textos se relacionan con la dilatada experiencia panista del autor) y estilístico (todos son amenos, bien escritos, con rico aroma periodístico).
En su presentación, García Villa insinúa que su lector modelo es el militante y/o simpatizante panistas: “Ojalá que los textos que a continuación se presentan resulten de alguna utilidad para los panistas, y aun para los no panistas, que tengan la paciencia de leerlos”. Pues bien, para los pocos que me conocen es inocultable mi lejanía del PAN; esto, sin embargo, no ha impedido que reconozca su historia, su pasado lleno de luchas y ejemplos de dignidad, la convicción de sus fundadores, el valor de muchos de sus militantes emblemáticos, sobre todo aquellos que lo construyeron en los tiempos, no vacilo en calificar heroicos para toda la oposición, del absolutismo priísta.
Más allá, entonces, de que camino en la acera ideológica de enfrente, uno de los panistas a los que más aprecio es mi paisano y amigo Juan Antonio García Villa. Nos hemos tratado poco, pero eso poco que nos hemos tratado siempre ha sido respetuoso. Nos han unido, de casualidad, dos espacios laborales: ambos coincidimos como maestros en la UIA Laguna y, varios años luego, ambos colaboramos en las páginas del periódico catorcenal saltillense Espacio 4. Pero lo que nos une más, creo, es un par de pasiones confeso de ambos lados: el Quijote, obra de la que García Villa es especialista, y el beisbol. Pues sí, aunque parezca exagerado, creo que pocos entre nosotros pueden presumir tanta información sobre el más grande libro escrito en nuestra lengua y al mismo tiempo muy pocos se muevan con tanta solvencia en los detalles finos que encierra el llamado Rey de los Deportes.
Gracias, pues, a esas coincidencias, mi reconocimiento a Juan Antonio García Villa se ha mantenido en pie desde que, hace muchos años, cuando yo abría los periódicos en la adolescencia, su nombre ya era sinónimo de panismo en Torreón, pues en innegable que se trata, junto con Salvador de Lara, Eduardo González y Fariño, Jacinto Faya Martínez, Edmundo Gurza, Juan de Dios Castro, Alejandro Gurza, Ramón María Nava, Alberto González, Ricardo García Cervantes, Jorge Zermeño, Guillermo Anaya y algunos y algunas más que de momento olvido, uno de los militantes históricos del panismo lagunero.
En 50 años de PAN, García Villa ofrece tres apartados con lindes muy claras y bien planteadas, lo que atiende el requisito del que hablé al principio: “Anécdotas” (trece artículos); “Tópicos panistas” (diez) y “El adiós a grandes compañeros” (cuatro). Es una obviedad decir que la sección más amplia, la primera, es la más sabrosa del libro, pues no por nada se llama “Anécdotas”, género que a mi juicio debe tener un estatus mayor, pues no conozco a nadie al que no le guste escuchar esa suerte de relatos interesantes, chuscos, inverosímiles y/o, sobre todo, reales. García Villa deambula por su propio anecdotario con noble desenfado. Junto a él, los lectores asistimos al amanecer de su precoz militancia, a las mil y una piruetas que debió hacer para mantener a flote el incipiente panismo torreonense, a las precariedades materiales con las que debió, junto a otros como él, pelear contra la maquinaria del PRI de aquellos y de estos años, de siempre. Vemos cómo lenta, muy lentamente, en cerca de dos agitadas décadas alcanza un primer éxito como candidato y cómo llega, años después, a consolidarse en distintas legislaturas y varios cargos y más candidaturas. Con sinceridad, da cuenta de sus derrotas, pues ve en ellas parte esencial de su formación, piezas infaltables del rompecabezas que forma su vida como panista. A la manera de Cervantes en las Novelas ejemplares, el autor nos muestra en el anecdotario, o al menos es lo que creo percibir, las cicatrices obtenidas en su lucha porque en ellas está registrado el honor de haber librado batallas sin dar un paso de costado y menos para atrás.
La sección “Tópicos panistas” nos revela una cara más solemne del autor. Es la cara del analista, del político, del hombre que no sólo ha participado en numerosas campañas donde ha cosechado derrotas y triunfos (en este orden) y un rico anecdotario y decenas de amistades, sino la del militante que observa la realidad del país y la examina para mejor actuar. También vemos aquí —el análisis del diálogo postal entablado entre Manuel Gómez Morin y Efraín González Luna es prueba de ello— al lector, al buen lector que ha sido el quijotista García Villa.
La parte final de 50 años de PAN acude a una tesitura grave, pues se trata de necrológicas dedicadas a cuatro (me atrevo a decirlo así) maestros del autor, quien reconoce en ellos, sobre todo, una vocación de servicio y una abnegación sin orillas, pues les tocó vivir los tiempos de la militancia casi sin esperanza de victoria, al menos en el corto plazo.
Creo ver en esta obra de García Villa algo más que un libro celebratorio de su medio siglo como militante del PAN. Advierto que se trata de un trabajo que, sin enunciarlo explícitamente, busca expresar a los nuevos militantes/simpatizantes, o a quien sea, que su partido tuvo ante todo un nacimiento difícil, una juventud sacrificada y ha llegado a la edad adulta con logros, con bastantes logros que quizá a muchos han hecho olvidar los tiempos durísimos del protopanismo. Más allá de que 50 años de PAN sea un libro dedicado (dedicado literalmente, en su dedicatoria) a los panistas, siento que a todos nos ofrece algo: que debemos abrazar el ideal de servir a México, que debemos aprender de las derrotas y que debemos, por qué no, sentir alegría ante la victoria sin creer por ello que, soberbiamente, la lucha ha terminado.

jueves, enero 12, 2012

Oigo a Sonny Boy



Creo que del blues no pasaré en música de allá, pues no quiero pasar de eso. Conservo los casetes Peerless a los que se refiere este poemita escrito hace —calculo— diez o doce años. Las cintas de museo llamadas “casetes”, inservibles ya, me dieron muchas horas de alegría no del todo extinta. Era una vasta colección de bluseros gringos, todos obviamente negros, todos bárbaros para echar el espíritu por delante a la hora de cantar y tocar sus instrumentos. Mis favoritos eran, son, cuatro: John Lee Hooker, Muddy Waters, Big Mama Thornton y Sonny Boy Williamson, de quienes traigo videos dignos de admiración. El de Sonny Boy me encanta: cómo entra al escenario con alivianado bending de boxeador en la calle, cómo se queda suspendido en espera de silencio y cómo dice “oh yeah” luego del primer armonicazo; lo demás está fuera de toda descripción. El minipoema que le dediqué, a él y a todos los que en esencia son él, es éste:

Oigo a Sonny Boy

Escucho a Sonny Boy en un viejo caset Peerless
y no puedo no pensar en la oscura cadencia del blues
en la vida que brota de aquel maravilloso anciano
en la pureza de la armónica
en el ebrio ritmo de esa música nocturna
en el laberinto de bares asfixiados por el humo y por el whisky
en la alegría de vivir eternamente agradecido a la existencia
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx[por Sonny Boy
por África entera
por el espíritu inmenso de Lo Negro.

miércoles, enero 11, 2012

Querido Perro Negro

Hoy a las cinco de la tarde, hace dos horas, murió Manuel Solís, amigo matamorense (de Matamoros, Coahuila) radicado en Gómez Palacio, Durango. Su muerte me apena por tres razones: la primera, porque si bien era un hombre adulto, pasaba apenas de los cincuenta; la segunda, porque conozco a su amable familia y, la tercera, porque en los cinco o seis años recientes nadie, absolutamente nadie tuvo la vocación, la paciencia y el afecto para leer todo lo que hallaba escrito por éste que ahora escribe sobre él. Manuel era profesor y había trabajado en política. Sé que era jubilado, que deja una esposa y tres hijos, que en Matamoros le sobreviven sus padres y sus hermanas. Era un camarada muy enfático, le gustaban la oratoria y la declamación, por lo que alguna vez, al notar mi desapego de esas prácticas, me regañó zumbonamente, entre risas y maldiciones que sabía decir muy bien, jocoso. Su afecto y su respeto a mi trabajo me desbordaban. Nunca supe cómo maniobrar ante todos los elogios que dedicaba a mis páginas, a mis textos. Me llamaba con cierta frecuencia sólo para decir que había releído tal o cual cuento o tal o cual artículo, y que lo había recomendado a tal o cual amigo. Sé que compró libros míos y los regaló como si fueran buenos. Fue, pues, Manuel, un tipo que quiso mi trabajo, que lo respetó y lo difundió como pocos en mi vida de escritor. Su mayor gesto de amabilidad lo tuvo, si mal no recuerdo, hace como cuatro o cinco años. Luego de remodelar la biblioteca-oficina de su casa, me invitó a inaugurarla. Con su ceremoniosidad habitual, divertido, hablando siempre, como decía Reyes, “de burlas veras”, terminada la cena quiso que pasáramos a ver su nuevo espacio. Risueñamente cortamos un listón e ingresamos al pequeño recinto. Mi sorpresa se dio cuando me dijo que mirara hacia una pared donde había colocado una placa de madera con un microtexto de mi cosecha: “Fracasé. Soy, como todo mundo lo sabe, un perfecto desconocido”. Reímos mucho con su puntada y nos tomamos fotos. Hizo lo que nadie: que me tocara con un sombrero negro de cantante norteño. La historia de nuestro primer contacto me deja todavía pasmado. Estaba yo muy tranquilo en mi oficina de la UIA Laguna, trabajando; era, creo, 2004 o 2005. De pronto sonó el teléfono y escuché una voz desconocida, pausada, segura, enfática. Preguntó si yo era yo, le respondí que sí y comenzó a hablar más o menos con estas palabras que no cito, claro, de manera textual: Permítame que le diga algo y por favor no me interrumpa. Así empezó y por supuesto temí que se viniera encima una avalancha de reproches por alguno de mis textos, pues me pasaba con alguna frecuencia que me reclamaran por un texto, como a cualquiera que escribe en revistas o periódicos. Permítame que le diga algo y por favor no me interrumpa, dijo pues, y prosiguió: tengo como dos semanas buscándolo. Llamé al periódico y no quisieron darme su teléfono. Llamé a los centros culturales, y tampoco. He preguntado aquí y allá por usted y nadie me quiso dar datos para localizarlo. He estado pues varios días como pendejo buscando y buscando dónde dar con usted, hasta que por fin alguien me dijo que trabajaba en la Ibero, por eso le llamo a este teléfono. Pues bien, fíjese que hace algunas semanas leí su cuento “Diez años de ingenuidad” en una revista y de inmediato lo releí un par de veces. Dije: “Este güey es un chingón”, y me puse a buscar más trabajos suyos. Hallé algo, poco, colaboraciones en periódicos y eso, y conforme más lo leía, más confirmaba: “Este cabrón escribe como yo quisiera escribir”. Pero pensé: seguramente es un pinche mamón, como casi todos los escritores, y eso lo fui confirmando cuando me negaron su teléfono en todos lados. Pues bien, señor Muñoz, debe saber que me vale madre si usted es un mamón o no, pues de todos modos lo admiro y quiero decirle que lo que usted escribe es lo que yo siempre he querido leer. Al fin lo encontré. Considéreme su amigo y su lector, pues me vale madre que usted sea como sea. Algo así, que me dejó pasmado. No voy a incurrir en la falsa modestia de afirmar que jamás había escuchado un elogio. Sí, así hayan sido pocos y tibios, sí había escuchado elogios a mi trabajo, pero la avalancha de piropos a mis textos, los detalles que me citaba de memoria, la manera extraña (entre tosca y afectuosa) de abordarme, hicieron de aquella llamada una llamada desconcertante. Le dije lo que otros, supongo, me han oído y comprobado: que no me creo nada y que puedo conversar así nomás con quien sea. En otras palabras, que yo no había sido culpable de su búsqueda infructuosa y que a partir de ese momento podía llamarme cuando quisiera. Eso ocurrió. Manuel me llamaba al celular y siempre, siempre, era para alentarme, jamás para lo contrario. Iba a las presentaciones de mis libros, compraba más de un ejemplar para usarlo como obsequio más adelante, hablaba de mí aquí y allá, que eso también lo comprobé, pues no fueron pocos los que me dijeron algo parecido a esto: “Me habló muy bien de usted Manuel Solís”. Una vez, cuando presenté mi libro Las manos del tahúr (primera edición, pues en noviembre de 2011 salió la segunda) en el fóyer del Teatro Martínez, Manuel tomó la palabra y sólo la usó para decir maravillas sobre mí. Siempre he pensado que sus afirmaciones estaban mediadas por el afecto, que no eran reales, pero de todos modos, al sentirlas sinceras, motivaban y seguirán motivando mi agradecimiento. Fue allí cuando se aventó el apodo con el que nos identificábamos. Dijo algo así: que yo era como ciertos perros callejeros que se manejan con destreza y se ganan el respeto de sus congéneres, que yo era un “perro negro”. Todos reímos, pero me gustó la comparación, ser de golpe un pinche perro negro de esos que, a decir de Manuel, saben cómo moverse entre las calles. A mediados del año pasado, Manuel cayó gravemente enfermo. Se recuperó a medias y logramos hablar por teléfono. Lo escuché optimista, alegre, deseoso de continuar la lucha por su plena recuperación. Siguió elogiándome, leyendo lo que en 2011 pude subir al blog. Jamás cedía: yo era su escritor de cabecera y jamás supe agradecerle suficientemente esa extraña deferencia en un mundo lleno de no lectores, ni míos ni de nadie. Hoy, conmovido por su muerte, agradecido hasta los huesos con ese amigo que me animaba siempre a seguir escribiendo pasara lo que pasara, le dedico estas modestas palabras que ya no leerá, pero que son las más suyas que he escrito. Gracias, Perro Negro. Tarde o temprano allá nos vemos.

La indecencia



No existe, pero podemos habilitarlo y tendrá como definición algo aproximado a esto: narración breve sobre un hecho gracioso, interesante, divertido, insólito y, sobre todo, real. Me refiero al género "anécdota". A paso muy lento, sin plan preciso, con el nulo rigor que es del caso, he escrito un puñado de anécdotas y algunas pocas, no recuerdo cuáles ni dónde, ya las he publicado. No sirven para nada, salvo quizá para extraer una tenue sonrisa, pero sobre esto no abrigo ninguna expectativa, pues el lector es heterogéneo y voluble. Pase lo que pase, iré cargando algunas en el blog. Todas tienen la característica principal de la definición que no sin vacilar (en el sentido mexicano del verbo) propuse arriba: son reales, aunque pueden ser leídas como viles mentiras, da lo mismo. Nuevamente agradezco cualquier forma de difusión que ustedes gusten hacer a los misceláneos posts de Ruta Norte. Si estorban en su muro de Facebook o en su bitácora de tuiter, si ustedes sienten que es rutinario, necio o abusivo lo que envío, tienen la legítima potestad de omitirlo y/u omitirme:

La indecencia

¿Cómo contar esta anécdota sin que la pena me rebase? Es difícil. Lo intentaré: ciertas palabras son casi inútiles para la literatura. Una de ellas, pedo, la he visto escrita sólo en tres o cuatro libros. La leí en la traducción a “Metrocles, cínico”, relato de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob; lo vi también en Trópico de cáncer, la mejor novela de Henry Miller; también en la novela Las jiras, de Federico Arana; y muchas veces, claro, en las obras satíricas de Quevedo. Creo que esta palabrita asusta y nos parece intrínsecamente antipoética porque remite a un efluvio corporal generalmente restringido por la buena urbanidad. Cuando no está de por medio una estrecha y hasta confianzuda amistad, o cuando no hay apretado lazo sanguíneo, nadie profiere delante de otro esas frecuentes erupciones gastrointestinales. Antes bien, las reprimimos con severidad de inquisidores. Incluso Covarrubias, en su maravilloso Tesoro de la lengua castellana o española (1611), definió el asunto con pudoroso latín: “Crepitus ventris, del verbo latino pedere”.
En alguna ocasión, estábamos conversando A, B, C y yo, que me asignaré la letra D. Puedo decir que C es mi amigo Gerardo García, erudito él. Por prudencia no puedo decir quiénes eran A y B. Bebíamos cervezas al aire libre, andábamos alegres, y de pronto A, tal vez por accidente, soltó un sonoro y eficaz cuesquezuelo. Todos reímos. Pasó un rato y B, animado por el ejemplo de A, emitió el suyo, menos estentóreo pero igualmente gracioso. Luego siguió D, quien no quedó a la zaga en materia de estridencia, tratando con eso de animar a C (Gerardo García), quien en vez de seguir con el concierto se llevó las manos a la cabeza, mesó su abundante pelo y dijo con incrédulo y agudo énfasis:
—¡Se perdió el decoro! ¡Se perdió el decoro! ¡Se perdió el decoro! ¡Se perdió el decoro!
Por supuesto que esa frase fue lo que más nos hizo reír durante aquella noche.

Reseña de Nazul Aramayo sobre Parábola del moribundo



Agradezco a Nazul Aramayo esta reseña sobre mi novela. Pueden leerla también en la página de librosampleados.

“¿Cómo contar la vida de un escritor en provincia? ¿Cómo narrar sin chillidos de autocompasión el marginamiento en el que subviven los artistas de una aldea?” La respuesta se encuentra en Parábola del moribundo, de Jaime Muñoz Vargas (Gómez Palacio, Dgo., 1964), ganadora del Primer Premio Nacional de Novela Corta Rafael Ramírez Heredia.
Santiago Macías —escritor de Torreón, Coahuila— publica un anuncio en el periódico: “Experto en escritura. Redacto en computadora trabajos de todo tipo sin errores ortográficos ni sintácticos. También labro cartas amorosas”. A partir de este juego la novela se desata y narra las múltiples chambitas para la supervivencia de un poeta apenas publicado en suplementos y ediciones de poca o nula circulación. Mediante este aviso en los clasificados Santiago redacta trabajos de preparatoria, tesis universitarias, informes de gobierno, edita poemarios de señoras con ganas de una barnizada intelectual y, el motor de la historia, escribe cartas cursis para su clientazo y mecenas Vicente Caballero.
Con una prosa maliciosa, humorística, cargada de juegos de palabras, Muñoz Vargas nos muestra el pequeño universo cultural de la Comarca Lagunera de Coahuila y Durango (Torreón y Gómez Palacio, respectivamente): los empresarios del periodismo gandalla, los seudoescritores amargados, las poetitas de pose pero sin poesía, los políticos y los dueños del mundillo artístico que amarran negocios sin ningún vínculo con el público. Por el otro lado y de la mano de Vicente Caballero, un sexagenario cachondo y carismático, Parábola del moribundo narra la explosión de vida y jodidez de la noche lagunera: las teiboleras, los sacaborrachos, los parroquianos, los franeleros, las prostitutas sin ánimos de canonización.
Santiago Macías, a sus treinta y tres años, se pregunta “¿Cómo escribir esto?, pensé. ¿Cómo atrapar con palabras este horror, la monstruosidad de esta cervecería del perromundo?”. Éste es el sazón de Jaime Muñoz, el intento por asir, mediante herramientas lingüísticas, la realidad horripilante. Desde neologismos, adjetivos irónicos e inteligentes hasta el habla coloquial. El lenguaje no como un experimento para entendidos. Sino como un protagonista de la narración, cada grupo de personajes maneja expresiones que remiten a realidades socioculturales y psicológicas particulares.
Las cartas cursis y amorosas logran su efecto. De tal forma que Vicente Caballero se vuelve amigo y patrocinador de Santiago. Aparece entonces el submundo de arrabal y sexo de La Laguna, la jerga del insulto y el romanticismo del bolero ranchero. “Ahora que ya leo poesía puedo decirles cosas bien bonitas a las pinches viejas, ¿no?”. También aparecen los periodistas y creadores agachones y lamescrotos, temerosos de quemarse y cerrarse las mínimas puertas de la cultura ranchera: “cuídate de ofenderla. Lo primero que hace es difamarte por todos lados, bloquearte las áreas de posible trabajo e ir con sus amigos de los periódicos para que nunca más se imprima allí tu nombre. Es una mujer muy enferma. Dicen que la neurosis se le agudizó desde que su marido tiró la toalla y salió huyendo”.
Las aventuras de Santiago y Vicente llevan de forma amena a un final sorpresivo e ingenioso. En el trayecto la amargura y el resentimiento encuentran su alivio en la literatura.
Jaime Muñoz Vargas, uno de los autores más prolíficos y reconocidos de la Comarca Lagunera, logra una novela con un amplio registro de voces. De la burla, la ironía a las preocupaciones, la honestidad. Con humor y malicia Parábola del moribundo es un retrato multifacético de la supervivencia fuera de las grandes capitales.

Muñoz Vargas, Jaime. Parábola del moribundo. La Cabra Ediciones, Instituto de Cultura del Estado de Durango, Instituto Politécnico Nacional, Fundación Guadalupe y Pereyra, 2009.

martes, enero 10, 2012

Canasta básica



Inquieto, sobre la silla y frente a la mesa desolada, Juan pregunta:
—Ma, ¿qué vamos a comer hoy?
—Ya no hay nada, hijo. La sopa de ayer era lo último que nos quedaba.
Juan se queda con la boca abierta y en sus ojos redondos e infantiles hay un brillo de incertidumbre.
—No hay más remedio, hijo: hoy nos comeremos tu brazo izquierdo.
—¿Mi brazo, ma?
—Sí, tu brazo.
Mientras decía eso, la madre acarició levemente el brazo de su hijo. Poco después, resignada, hizo lo que pensó, cortarlo y cocinarlo con los restos de gas que todavía guardaba el tanque.
Comieron. Comieron brazo y al día siguiente repitieron el platillo, esta vez de brazo derecho. Como la situación no mejoró, siguieron con una pierna, luego con la otra, después con el tórax. Juan reclamó cuando llegó la hora de la cabeza.
—Ma, si cocinas mi cabeza, no tendré boca para comerme mi cabeza.
La madre, confundida un momento, concluyó.
—Tienes razón, hijo. Sería absurdo cocinar tu cabeza. Comenzaremos ya con uno de mis brazos.

domingo, enero 08, 2012

Brillo de puñalada



Recuerden que en mi caso las cabras de la poesía siempre se largan, descarriadas, al monte de la narrativa. Hay algo, lo sé bien, de prosa —de prosaico— en mis versos, versos a los que les digo versos nomás por convención y para no alargarme en explicaciones que no vienen a cuento. El caso es que a veces me regresa el deseo permanentemente autosofocado de escribir con cierta intención “poética”, y lo dejo ser como quien siente inevitable una conducta anómala, algo similar a morderse las uñas o distraerse con películas bobas. Es esporádico, por fortuna, para evitarle frecuentes ingratitudes al lector que sí sabe lo que es bueno en materia de poemas. Vaya pues, sin más rodeos precautorios, este nuevo post; de antemano, mi gratitud a todos los contactos fecebookeros y tuiteros que tengan la bondad (o la maldad, no sé) de propalarlo.

Brillo de puñalada

La noche, hoy, huele a silencio
y nadie o casi nadie ríe como antes.

Como antes.
Qué extraño suena ese "como antes",
un "como antes" que teníamos en las manos hace poco
y extraviamos no sé si para siempre.

Risas apagadas, escondidas, ocultas,
son hoy las risas clandestinas de mi gente.

La Laguna desfiguró su rostro nocturno
fue desterrada la vida bajo la luna
y ahora son tumbas los rincones antes propicios al abrazo.

¿Dónde están, pregunto, las cantinuchas?
¿Dónde los lupanares?
¿Dónde los cuidacoches, los taxistas, las putas y el bailongo?
¿De qué viven hoy el vendedor de burros, el menudero,
el viejo ciego de los cigarros sueltos y los chicles?
¿Dónde están los meseros,
los niños fresas que para creerse machos requerían del téibol,
las chicas que sólo servían copas,
los sacaborrachos, las afanadoras de congal,
las madrotas hijas de su perra madre,
los mordelones de antes,
los boleros con playerita del PRI,
los músicos enguaripados y con tololoche a pata,
dónde están los miles de empleos que la miseria inventa
para ser un poco menos miseria?
¿Dónde se encuentra aquel infierno que no por ser infierno
dejaba de ser imprescindible y festivo para tantos?

La noche lagunera sangra
—le brilla una puñalada en la espalda—
y agoniza.

sábado, enero 07, 2012

Guión tres equis



RICHARD: Hola, ¿cómo te llamas?
CASSANDRA: Cassandra, ¿y tú?
RICHARD: Richard… qué linda eres...

Acto seguido empiezan a coger.

miércoles, enero 04, 2012

La Máquina de Nacho Flores



Vi un resumen televisivo de los que condensan en dos horas un año de información y me enteré apenas de que en agosto mataron a Nacho Flores, el maravilloso lateral de Cruz Azul, de aquel Cruz Azul imborrable que fue mandón en los setenta, el Cruz Azul del tri /bicampeonato. En su momento no supe lo de Flores, supongo, porque el hecho me agarró en el viaje a la Argentina. Luego, al oír que lo habían asesinado sin un adarme de misericordia, con 27 plomazos, lamenté la noticia y recordé que aquel chaparrito de bigote zapatista corría la banda con solvencia y elegancia, y que fue un jugadorazo respetado por todos en la cancha y fuera de ella. Recordé que Flores era Ocaranza de segundo apellido, recordé a sus hermanos Luis y Lorenzo, recordé las incontables tardes de sábado en las que Nacho Flores alineaba en la legendaria Máquina que todavía usaba el Azteca de escenario. Era un jugador impecable en su posición, metía la pierna, pasaba bien, cubría toda la banda derecha, no aspaventaba, jamás sufría lesiones. Por Nacho Flores y sus compañeros adherí, hasta la fecha y con el plus del Santos Laguna, a la bandería cementera.
Gracias a ese viejo Cruz Azul hice de mi vida una permanente e infantil esperanza de victoria semanal. Era la Máquina de Marín, Quintano, Guzmán, Pulido, Gómez, Cornero, Montoya, Bustos, López Salgado, Vera, Flores y demás ídolos que me dieron tardes de éxtasis en una telecita Hitachi blanco y negro con la que fui inmensamente feliz e inmensamente triste, esto cuando la Máquina perdía.
Para volver a mi pasado, porque tengo la capacidad de ser de nuevo el niño o el adolescente que vio en vivo decenas de partidos, recurro como todos, ahora, al YouTube. Un video que me encanta es el que mete en una cápsula (cápsula del tiempo) el 6-3 que Cruz Azul le propinó a la UNAM en 77-78, es decir, en aquellas temporadas kilométricas que de veras ponían a prueba la regularidad de los equipos. Fue un choque espectacular, pues si los azules eran un conjunto poderoso, los Pumas no eran menos. Basta ver la alineación de los universitarios para advertir que se trataba de una cosa espeluznante; ya no estaban allí Bora Milutinovic, Mejía Barón ni “El Capi” Cabalceta, lo que quizá debilitó su defensa, pero de la media cancha hacia adelante era un equipo de ensueño. Cierto, allí alineaban todavía el “Gonini” Vázquez Ayala (el Pujol mexicano, una especie de cavernícola de la retaguardia), Héctor Sanabria (que golpeaba como asno en las tibias rivales) y “El Pareja” López (un tipo velocísimo y de pata dura), pero lo mejor estaba adelante: Jota Jota Muñante (a quien Ángel Fernández le colocó dos apodos: “La Cobra”, el primero, y otro digno de catálogo: “El Jet de Perú”, ya imaginarán por qué), Enrique López Zarza (gran recuperador), Cabinho (un bombardero criminal, el mayor en la historia del fut mexicano), Leo Cuéllar (un motor incansable pese a los 23 kilos y medio de greña que cargaba en su cabeza), y Hugo (el mejor futbolista mexicano de la historia, nomás).
A tales fieras doblegó la Máquina en aquel memorable partido. Empezó con el gol un poco accidentado del paraguayo Carlos Jara Saguier (a quien Fernández motejaba “El Francesito”), luego el 2-0 con el riflazo del mismo guaraní. Viene el 2-1 gracias al olfato anticipatorio de Cabinho, y el empate se da gracias al centro de Cuéllar en el que Marín se va con la finta de Cabinho. Juan Dosal narró el primer tiempo; a muchos no les gustaba su relato, pero a mí sí, pues jamás oí a un cronista con tanta precisión al momento de ver, sin pensarla dos veces y sin necesidad de repetición, los detalles sutiles de cada jugada. Un ejemplo: noten cómo desde el palco advierte de inmediato que el gol es de Cuéllar, no de Cabinho. No requirió la repetición, y su comentario fue inmediato. Había sido jugador, conocía perfectamente la física del juego, y en el gol de Leo notó que la pelota no tuvo ninguna desviación, de ahí que se lo atribuyó, in continenti, al melenudo.
El tiempo complementario fue formidable (en el gol del rosarino Alberto “Hijitus” Gómez el centro a la olla salió de Nacho Flores, número 2 de los azules, tras recibir un pase del “Maestro” Fernando Bustos que poco antes había pegado una gambeta enceguecedora). Lo narró el más grande: Ángel Fernández. Sus descripciones, su tesitura, sus gritos sonaban perfectamente bien, exactos, como los de nadie. Basta ver la manera como aborda los dos goles de Rodolfo Montoya. El primero, que fue más casual que otra cosa, valió por las palabras de don Ángel. Dice: “Este es Rodolfo Montoya, sobre la barrida del Chiquilín [Cervantes, un grandulón] tocando un enorme sombrero galoneao, y alrededor de ese sombrero unos gallos tremendos con las navajas afiladas”. ¡Puta, qué natural se oye eso, qué creativo y espontáneo! Poco después, luego del misil al ángulo disparado por Montoya, el cronista grita gol como si gritara que está lloviendo oro, con auténtica dicha. Recuerdo que Fernández elogiaba mucho a Montoya, un extremo centellante que llegó de Tigres a los Cementeros. Usaba siempre la media caída, pues entonces el reglamento permitía que quien quisiera no usara espinilleras y se bajara el calcetón. Ángel Fernández llamó a ese estilo, como siempre, inigualablemente bien: “El atavismo de los barrios”, porque en las calles se jugó siempre con la media caída.
Bien, en aquel Cruz Azul militó el gran Nacho Flores, hoy uno más de los miles de “daños colaterales” en la guerra estulta que seguimos soportando. Traigo, por ello, estas palabras en reconocimiento a Ignacio Flores Ocaranza y como retroactivo elogio a los compañeros con los que tocó la gloria cuando la Máquina sí pitaba y pitaba, imponente.
He aquí el video de aquel choque.

martes, enero 03, 2012

Dejar al padre



—Padre, me voy de la casa —dijo la muchacha pueblerina y cabizbaja, ya con la maleta hecha.
—María, hija, ¿qué malas caras has visto aquí? ¿A dónde piensas ir? Bien sabes que el mundo está lleno de peligros.
—Lo sé, padre. Pero de todos modos ya me voy.
—Espera, no te vayas todavía. Platicaremos un poco luego de mi segunda misa —dijo el padre mientras acariciaba tierna, delicadamente la oreja de María.

lunes, enero 02, 2012

Dos visiones contradictorias al año viejo



I
Un mismo cantante, Miki Laure, interpretó un par de canciones que al parecer entra en contradicción. Ambas son pícaras, con un sentido más humorístico y guapachoso que solemne, y se refieren al año recién ido y de alguna forma al que amanece. La primera es “El año viejo”, del colombiano Crescencio Salcedo. Destaca en ella la modestia de los logros obtenidos durante el año muerto:

Me dejo una chiva,
una burra negra,
una yegua blanca,
y una buena suegra.
Ay me dejo una chivita,
una burra muy negrita,
una yegua muy blanquita
y una buena suegra.

Sorprende que entre las preseas aparezca la siempre odiada suegra, pero es claro que el adjetivo (“buena”) no logra desactivar el socarrón insulto agazapado entre los versos del zoológico inventario. Al colocarla junto a los animales ganados durante el año viejo, la suegra queda ubicada, con genial malditez, en el mismo rango. Pese a que Miki Laure la cantó con excelencia, la versión clásica, que aquí recomiendo, es la del también maravilloso Tony Camargo, quien la canta como cubano aunque nació en Guadalajara.

II
La otra canción es “Cada vez que pienso en ti”, del humorista cubano Guillermo Álvarez Guedes. Apenas puedo imaginar la reacción de sus primeros oyentes, pues no repara en gastos a la hora de escupir insolencias escatológicas. Maravilla (o deprime, no sé) cómo de la nostálgica y dolorida evocación del arranque pase, sin decir “¡mierda va!”, a la sarta de desprecios barriobajeros. Tiene una especie de visión pre-posmoderna, una forma nada convencional de maltratar el concepto de romanticismo musical.

Cada vez que pienso en ti
en esta época del año
siempre tengo que admitir
cuanto te extraño.

Y ahora para aumentar
esta desdicha completa
hoy recibí tu tarjeta
ay cuánto me ha hecho llorar.

Cuando veo un arbolito
con sus farolitos
yo no se qué hacer.

Y cuando sirven la cena
en la Noche Buena
no puedo comer.

Y después del quinto ron
para tratar de olvidarte
al fin yo logro arrancarte
de mi pobre corazón.

Y canto así......
me cago en el año viejo,
me cago en el año nuevo,
me cago en el arbolito
y me cago en ti.

La versión que recomiendo es, ésta sí, de Miki Laure.