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viernes, enero 25, 2013

Íntimo Delmo reloaded













Antes de pasar al tema central de este apunte, atreveré una hipótesis sobre cierto uso de la palabra “íntimo” en La Laguna. Creo que sólo en nuestra región es usada para denominar los bares o las cantinas con un ala o sección menos expuesta, digamos que apartada de la sala principal donde los parroquianos son atendidos con servicio de bebidas y también, a veces, de alimentos. Siempre me llamó la atención esa peculiaridad del habla lagunera, saber que aquí había bares, salones, cantinas y, además, “íntimos” como el Bristol, el Balmori y algunos pocos más en cuyas fachadas lucen o lucieron rótulos como el del “Íntimo Bristol” o el “Íntimo Balmori”, así como se lee.

Hice una breve consulta tuitera y mi amigo lagunero Heriberto Ramos Hernández, quien ha radicado en y viajado por varias ciudades del país, me respondió que tampoco ha notado ese rasgo en otras partes. Nunca supe de dónde salió dicha denominación genérica hasta que hace un par de años, en una conversación con mi amigo Fernando del Moral González, me mostró una hoja membretada del bar que tuvo su padre hacia la década de los cincuenta. Allí, impreso en el ángulo superior izquierdo de la hoja, figuraba un bello dibujo del establecimiento y al lado, con hermosa caligrafía palmer, la denominación comercial: “Íntimo Delmo”. Eso me asombró, pues para entonces yo ya había advertido que usábamos tal palabra, “íntimo”, para referirnos también a eso. Se lo comenté a Fernando y desde entonces no tengo mejor hipótesis que ésta para explicar tal peculiaridad del habla lagunera: el padre de Fernando del Moral fue el primero en usarla para referirse a los bares con área aislada de la sala principal.

Pero bueno, dada esa referencia, no me extraña que el torreonense Fernando del Moral sea no sólo uno de los mejores documentalistas históricos de México, sino también un cinéfilo consumado y un experto en vinos, licores y aguardientes. Su conocimiento sobre bebestibles es amplio no sólo desde el punto de vista histórico, sino práctico, pues tiene una cava tan variada como selecta. En fechas recientes hemos coincidido para desarrollar un proyecto editorial común, y hace pocos días, en una de esas digresiones que tiene toda conversación amistosa, caímos en el tema de los cocteles. También allí es un conocedor, y tanto despertó mi interés en la materia que abrí un paréntesis en la revisión del libro que editamos y anoté, por ahora, los nombres y las características de los tres cocteles que Fernando ha inventado. Los enumero y los describo:

1) Coctel Santana. Su nombre es un tributo al guitarrista jalisciense. Lo creó hace cuarenta años, en una reunión celebrada en casa del ingeniero Valente Arellano (padre del famoso torero). Entre otras muchas botellas, por allí había un vodka que, dice, se puso de moda por aquellos años, el Wyborowa, que mezcló con licor de cereza transparente marca Marie Brizard. El resultado, comenta Del Moral, fue de tal delicadeza que se convirtió de golpe en un éxito, tanto que todavía lo sigue preparando en sus reuniones.

2) Coctel Bala Villista. Lo inventó en el DF, para que sus amigos chilangos accedieran al conocimiento de nuestro sotol. Data de 1978, y su composición combina el mencionado agave con el jugo de caña.

3) Coctel Sueños de Kurosawa. Admirador del director nipón, en 2002 tuvo la idea de homenajearlo con una mezcla de sake, Campari y hielo frappe. Lleva sake por obvias razones, y Campari por su intenso rojo, color destacado en las películas del maestro japonés.

No los probé, pero Fernando prometió que en uno de esos intervalos que nos deje la chamba editorial, hará la alquimia necesaria para emprender el tour Santana-Villa-Kurosawa.

domingo, enero 15, 2012

Itinerario de Juegos de amor y malquerencia



Ayer sábado me estaba chingando unos mezcales de Nombre de Dios, Durango, con el investigador y arqueólogo fílmico Fernando del Moral, quien en la plática instaló sobre la mesa el tema de mi novela Juegos de amor y malquerencia. Bienqueredor de lo nuestro, Fer hizo un elogio del relato y destacó su cinematográfico sabor a polvo lagunero, lo que le agradecí. Luego, como quien no quiere la cosa sacó un dato típico de su manía arqueológica: “La novela está cumpliendo diez años en enero de 2012”. Me asombró la precisión del dato, y como lo puse en tenue duda Fer trajo el libro y vimos la página legal. Ya con la prueba en la mano, confirmé que en efecto la primera edición de Juegos de amor y malquerencia apareció con esa fecha, enero de 2002, en las prensas del gobierno guanajuatense como parte de la Colección La Rana (el libro se llamaba Fervor de Santa Teresa, pues con ese título ganó el premio nacional de novela Jorge Ibargüengoitia 2001). Fernando añadió: “Aprovechemos pues el mezcal para brindar por el aniversario”, y entonces chocamos los caballitos, brindis al que sumaron sus mezcales el ingeniero Rafael Osorno y Chito, hermano de Fer.
El onomástico me contentó, pues Juegos de amor y malquerencia es un libro que sigue regalándome buenas noticias. Pese a que va en su cuarta edición, es casi inconseguible. Hace poco un buen amigo halló ejemplares en el DF, compró diez y los regaló, no sin avisarme por mail que los destinatarios del obsequio habían sido lectores de grandes ligas, como Hugo Hiriart. Mi amigo es, debo enfatizarlo porque es cierto, notable historiador literario y, debido a ello, un lector insaciable. En carta de hace algunos días me describió lo que hizo recién por Juegos…: “Si en estos días regalé diez ejemplares de Juegos de amor y malquerencia fueron pocos. Hasta ahora no sólo no ha habido quejas, faltaba más; lo sorprendente es la unanimidad: una vez iniciada la lectura, hasta el fin; y una vez que llegan al final, dos opciones, complementarias no excluyentes: ¡Qué chingonería!, una. Y la otra: ¿Quién es (o de dónde sacaste a) este cabrón?”. Imagínense pues lo agradecido que estoy con mi generoso amigo y con ese libro que ha caminado solo o casi solo, con sus puros huaraches de llanta.
Tengo la costumbre de ofrecer algo más o menos bien peinado (escrito, quiero decir) en las presentaciones de mis libros; he ubicado eso en una especie de subgénero llamado “itinerario”. Su característica más saliente es la de explicar al público, desde la perspectiva del autor, la cocina del libro, su sentido, los detalles generales que lo hicieron posible. Así entonces, hace varios años, cuando presenté Juegos… en la ya desaparecida Feria del Libro de Torreón, escribí lo que aquí viene, su “itinerario”. Creo que lo publiqué en Acequias, revista de la UIA Laguna, pero no está en el blog. Agradezco a Fer del Moral que con su oportuna referencia me haya permitido revivir uno de pocos recuerdos verdaderamente gratos que me ha dejado la literatura. Le agradezco también, más todavía, los mezcales duranguenses de ayer.

Itinerario de Juegos de amor y malquerencia

Los estímulos para la invención pueden ser, por lo menos en apariencia, insignificantes, y esto quiere decir que en ocasiones una microscópica chispa logra detonar explosiones de considerable tamaño. Escribí Juegos de amor y malquerencia gracias al golpe propiciado por una fotografía, la de diez sujetos que nos miran orgullosos desde una plataforma de ferrocarril. La vi en julio, agosto o septiembre de 2000, no recuerdo con precisión, pero con nitidez vive en mi memoria el impacto casi narcótico que poco después me impulsaría a escribir una ficción cuyos actores posan desde el pretérito en aquella imagen, para mí, memorable. Cuando hice el primer escrutinio de la foto, le comenté a Sergio Antonio Corona, mi compañero de trabajo en el Archivo Histórico de la UIA Laguna, que detrás de dicha imagen se escondía un artefacto literario. En tal momento yo no sabía de qué tipo —¿cuento, novela?—, pero de inmediato estuve seguro de que la foto era un punto de partida extraordinario, la catapulta de un relato que con el tiempo cuajó sin refrigerar.
Su escritura comenzó en septiembre-octubre del 2000. Eché de un jalón, y sin pensarlo demasiado, las primeras quince cuartillas, acaso las más importantes del librito, pues ellas marcan el tono de lo que viene después. Más por razones laborales que por gusto o falta de voluntad, suspendí el trabajo varios meses; volví a hincarle el cráneo en la semana santa del 2001. Con el segundo impulso tuve más de la mitad de la novela, pero de nuevo la abandoné, ahora por un par de meses. En las vacaciones de verano del 2001 me encerré dos semanas en la calurosa y tétrica buhardilla y le di cierre al texto cuyo título definitivo, deliberadamente ambiguo, es Fervor de Santa Teresa; luego, sin sopesarlo mucho, arrebatadamente, casi como la había desahogado, tenté a la maldita suerte en el IV Concurso Nacional de Novela “Jorge Ibargüengoitia” que cerraba su convocatoria en agosto. Un mes después, el 27 de septiembre, recibí la noticia: Juegos de amor y malquerencia había pegado jonrón y me esperaban el 4 de octubre en Guanajuato.
Por muchas razones me alegró la noticia. La principal es simple: Juegos de amor y malquerencia es el libro que he trabajado envuelto en la mayor alucinación, envuelto en un placentero estado de éxtasis que para mí ha sido lo más parecido a la felicidad literaria. Rememoro esos momentos, esas horas en el cuarto de azotea y con la computadora ardiendo por el endemoniado calorón del julio lagunero. Fue hermoso ver el fluido de palabras, sentir cómo desde la mente y del corazón se deslizaba por los brazos hasta llegar al teclado y luego al monitor. Al principio pretendí ceñirme a la verdad de los datos a mi alcance —investigué un poco para diseñar el contexto—, pero pronto renuncié a esa posibilidad y me dejé vencer por lo que la imaginación, como siempre la loca de la casa, aportó en cada segmento de la historia.
¿Qué me propongo con Juegos...? Que yo sepa, nada de trascendencia, salvo entretener, jugar con las palabras, inventar, divertir un rato a los piadosos lectores que en el futuro se animen a encarar este pequeño mecano de palabras. Tal vez algún despistado encuentre cierto encanto al escuchar con sus ojos el tono de este relato adrede escrito deficientemente. He allí el juego. La idea de corrección escrita es violentada hasta sus penúltimas consecuencias. Si escribir bien es escribir como académico de la lengua —lo cual, hablo en serio, no es tan difícil—, escribir bien en literatura no necesariamente es escribir con corrección. En contextos determinados por el ludismo y la osadía, escribir mal, muy mal, puede significar escribir bien, muy bien, o sea eficazmente. Con esto no me estoy refiriendo a Juegos..., por supuesto, sino a la común necesidad literaria de revolcar el español, de zarandearlo y exprimirlo para que diga con sonoridad diferente lo que de una manera correcta no podría. Y aquí recuerdo a mi gordo Lezama: “¿Lo que más admiro de un escritor? (...) Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje”, o al Octavio Paz de “Las palabras”, ese flechazo ya legendario y ars poetica contenida en una cápsula:

Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrásalas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.

Sin aspirar a tanto y sin obedecer del todo los violentos imperativos del Nobel mexicano, Juegos... deshuesa a su modo la sintaxis correcta y quiere diseñar, con lenguaje rupestre, un paraestilo presuntamente elegante, supuestamente persuasivo pero fallido en tanto se ciñe al propósito esbozado en el prólogo de la narración. En otras palabras, el estilo de Juegos... —acaso su única gracia, si es que tiene una— pretende embonar con el proyecto general del relato apegado lo más posible a la prescripción de Vargas Llosa en sus Cartas a un joven novelista: en literatura, el estilo eficaz no depende de lo que reglamenten los excelentísimos señores de la Real Academia, sino de la especificidad de lo narrado, como si a cada historia le correspondiera un determinado manejo de los instrumentos verbales. Por otra parte, mi novela es tan corta que si traigo cualquier párrafo prácticamente adelanto el bocado completo. Mejor esperar a que la benevolencia de la imprenta haga el favor, y cuando eso suceda entonces sí callar, no defenderla nunca más y anhelar en secreto que los lectores no bostecen como hipopótamos a la mitad de mi Juegos...

Comarca Lagunera, 1, noviembre y 2001

domingo, diciembre 19, 2010

Un siglo de Lezama



Una lástima no tener a la mano la obra de Lezama Lima para consultarla mientras escribo a las prisas este recordatorio de su cumpleaños número cien. Un 19 de diciembre de hace exactamente un siglo nació en La Habana quien se convertiría en uno de los escritores más singulares de América Latina: José Lezama Lima. Allí mismo murió en 1976; salió a lo mucho dos veces de la isla pero su resonancia en el mundo de las letras fue tan amplia que todavía es considerado el más grande barroco latinoamericano de la historia.
No es más conocido, leído o emulado porque, creo, el registro de su escritura ha caído en desuso en las décadas recientes. Digamos que en estas épocas domina un estilo ligero, más bien plano, el más fácilmente asimilable por el lector apresurado y nada dispuesto a gastar tiempo en machincuepas sintácticas o en imágenes poéticas que supongan alguna complicación. Vivimos un momento hedónico en todo: si alguien propone que hagamos política para lograr un cambio social, lo juzgamos loco pues nadie está dispuesto a sacrificar su tranquilidad por una idea, por importante que parezca. Si alguien recuerda que cierto cine europeo es mejor que el norteamericano, lo tomamos por mariguano ya que aquel es “lento” y denso y éste es ágil y entretenido. Así, cuando alguien recomienda un libro en estas épocas más vale que no elija el de un barroco, pues todos esperan un tip que no cometa la impertinencia de enredarnos en berenjenales.
Lezama Lima, pues, no goza hoy y acaso no gozó nunca de multitudes. Su obra es, un poco como la de Borges o Reyes, aunque de otra manera, una obra para escritores, quienes al cabo suelen ser los que más aprecian a los colegas que desbrozan y despejan brechas nuevas o le añaden un timbre especial a lo ya muy conocido. Eso fue lo que logró Lezama Lima: el barroquismo elevado al cubo era hasta él un asunto del pasado, un estilo que tenía como hitos a Góngora y Sor Juana y carecía de cultores más cercanos a nosotros en el tiempo. En eso apareció, casi de la nada, el gordo Lezama Lima, quien vinculó un pensamiento espeso de imágenes poéticas con una expresión (hablada y escrita) no barroca, sino hiperbarroca, exuberante hasta lo selvático.
Su virtud le trajo seguidores, lectores de culto, algunos de ellos lujosísimos como Cortázar, Vargas Llosa o Monsiváis, pero también le acarreó repulsas. Para sus no lectores, Lezama Lima es un ilegible, un oscuro, un escritor de formas inextricables. Yo estoy a medio camino entre los que lo veneran y los que lo rechazan: el barroquismo siempre me ha gustado y por ello me presumo permanente feligrés de Góngora, Quevedo, Carpentier, Lemebel y otros pocos que han hecho de ese modo, el barroco, un modo eminente del español. Me gustan esos sensuales de la palabra, esos escritores que le buscan música a las letras y lo hacen, si es posible, con retorcimientos y rodeos (en estos días, y aprovecho el caso para demostrar lo que afirmo, convivo con una hermosa novela barroca de un escritor monstruo injustamente olvidado en nuestro país; me refiero al libro A sangre y fuego, de Manuel Echeverría, novela y autor que me tienen leyendo de rodillas).
Aunque no lo parezca, Lezama Lima opera distinto en cada uno de los géneros que abrazó. La complejidad mayor, en forma y fondo, está en su poesía; sus versos se dejan leer como sonido, pero es indudable que esconden, como poderoso coco, su pulpa y su licor. En sus ensayos ocurre algo parecido: Lezama Lima se mueve por los temas como murciélago en las cavernas: no necesita luz para dar con el destino donde reposará su análisis. Donde es más accesible, sin que esto signifique total comodidad, es en su narrativa. Para leer Paradiso, por ejemplo, es necesario no desistir en las primeras páginas, pescar el timbre y lo demás, la belleza total, cae por su propio y deslumbrante peso.
Hay un cuarto género encarado por Lezama Lima: el epistolar. Lo comenté hace relativamente poco, en la reseña sobre el libro Más allá de Paradiso, del profesor Gabriel Castillo, nuestro más asiduo comensal en los banquetes lezamianos. En sus cartas a José Rodríguez Feo, publicadas por ERA, el gordo es una delicia juguetona, un amigo que hace fiesta en cada misiva, un modelo de corresponsal que invita a imitarlo aunque ya no escribamos cartas cartas, sino desprolijos mails.
A un siglo de su nacimiento, y desde la trinchera incómoda del Vips que hoy me sirve de oficina, esto puedo decir, modesto pero sincero, para no olvidar el centenario de un escritor que, nos guste o no, está en la selección ideal de América Latina: el barroco de barrocos José Lezama Lima.
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Nota del editor: el 21 de diciembre de 2010 recibí una carta del fotógrafo Iván Cañas en la que me comenta ser el autor de la imagen que encabeza este post. La sesión fotográfica se dio una tarde habanera de 1969. En aquella ocasión, Cañas tomó dos rollos (qué raro suena ahora eso de los "rollos") del autor de Paradiso en su vida cotidiana: Lezama en su biblioteca, Lezama junto a su esposa María Luisa, Lezama en un parque, Lezama en un balcón, Lezama con el puro a todo humo... Agradezco a Iván Cañas el permiso para usar la foto del famoso escritor con el habanazo en primer plano.
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Mañana, presentación de La luz y la guerra
Mañana lunes 20 de diciembre será presentado La luz y la sombra: el cine de la Revolución mexicana, publicado por el Conaculta en su colección Arte e imagen. Esta presentación se celebrará en la librería Gandhi (bulevar Independencia 3775 oriente, Torreón) a las 19:30 horas. Los escritores y académicos torreonenses Fernando Fabio Sánchez y Gerardo García Muñoz idearon y coordinaron este trabajo colectivo que sin duda hace un aporte fundamental a la investigación académica sobre el cine con temática de la Revolución mexicana. Acompañaremos con comentarios el maestro Fernando del Moral y yo.
Entre la acabada introducción y las secciones apendiculares, La luz y la guerra contiene los siguientes ensayos “Vistas de modernidad y guerra: el documental mexicano antes y después de la Revolución”, de Fernando Fabio Sánchez; “Eisenstein y la Revolución mexicana”, de Aurelio de los Reyes; “La Revolución mexicana en celuloide: la trilogía de Fernando Fuentes como otra construcción de la historia”, de Julia Tuñón; “Evocaciones de la Revolución en las adaptaciones cinematográficas de Los de abajo”, de Matthew Bush; “Más antiguo que su patria: Pancho Villa, el (anti)héroe revolucionario de la cinematografía nacional”, de Fernando Fabio Sánchez y Gerardo García Muñoz; “La Revolución domesticada: Flor Silvestre y Enamorada de Emilio El Indio Fernández”, de Jean Franco; “La escondida de Roberto Gavaldón: el espectáculo, María Félix y el glamour de la Revolución mexicana”, de Zuzana M. Pick; “Adelitas y coronelas: un panorama de las representaciones clásicas de la soldadera en el cine de la Revolución mexicana”, de Stephany Slaughter; “Once upon a time in the… West: el cine norteamericano de la Revolución mexicana”, de Adela Pineda Franco; “Remitidos al silencio: los filmes censurados de la Revolución y La sombra del caudillo de Julio Bracho”, de Héctor Domínguez Ruvalcaba; “La Revolución del echeverrismo”, de Gerardo García Muñoz; “Emiliano Zapata y el fluctuante archivo de la imagen: del héroe trágico a la nostalgia neoliberal”, de Ignacio Corona.
Como lo comenté en una entrevista a Ángel Reyna, este libro de 688 páginas es un paquete de dinamita, sin duda el trabajo de su tipo y temática más ambicioso que hasta el momento hayan orquestado académicos laguneros. Los interesados en la Revolución, en el cine y en la literatura deben tenerlo en sus bibliotecas.
La invitación a la presentación es libre. Habrá brindis. Organizan el Icocult Laguna y la librería Gandhi.

miércoles, diciembre 15, 2010

Invitación: La luz y la guerra




Presentación de La luz y la guerra



El próximo lunes 20 de diciembre será presentado el libro La luz y la guerra, compilación de ensayos sobre el cine con temática de la Revolución mexicana escrito y coordinado por los académicos torreonenses Fernando Fabio Sánchez y Gerardo García Muñoz. La sede será la librería Gandhi de Torreón (bulevar Independencia 3775 oriente) a las 7:30 de la tarde; los autores serán acompañados por Fernando del Moral, investigador especializado en cine histórico, y Jaime Muñoz Vargas, escritor. Esta actividad es organizada por el Icocult Laguna y la librería Gandhi.
La Revolución mexicana fue el primer conflicto bélico cuya grandilocuente e incómoda belleza fue exhibida comercialmente en cines de todo México y, después, del mundo entero. En los albores de la industria cinematográfica mundial, la Revolución mexicana se entrecruzó con géneros vinculados con el filme de aventuras y la comedia campirana. Más tarde, los artistas e intelectuales alineados con los preceptos del muralismo y la Novela de la Revolución, tuvieron un rol fundamental en la arquitectura del relato visual de la guerra. Aún así, el cine puso de manifiesto que la idea de la Revolución nunca fue una sola: estuvo formada por una acumulación de fragmentos, dicotomías y afirmaciones contradictorias que no se narraron de manera estable, ni se interpretaron del mismo modo en todos los espacios geográficos, posiciones sociales, genéricas y raciales.
La luz y la guerra: el cine de la Revolución mexicana no intenta enjuiciar ni salvar películas, ya sea por adhesión o resistencia a la cultura oficial, ni tampoco por su calidad técnica o estética. Se interesa en las cintas porque son el sueño de luz y pasado en que vivió una nación; un sueño actualizado constantemente en la oscuridad y el instante: la guerra que continuó en la pantalla pese al hecho de que ya había dejado de existir.
En cuanto a los autores, Fernando Fabio Sánchez (Torreón, Coahuila, 1973) ha publicado el libro de cuentos Los arcanos de la sangre (1997), el de poesía Posesión de naves (1999), y dos libros de ensayo: Muerte, sucesión y sueño (2000) y Clásicos en el destierro (2000). Sus textos ensayísticos han formado parte de revistas y libros en México, Estados Unidos e Inglaterra. En 1998 ganó el premio nacional de ensayo Abigael Bohórquez. Es doctor en letras latinoamericanas por the University of Colorado at Boulder. Actualmente es profesor de literatura y cine latinoamericanos en The Portland State University, Oregon, Estados Unidos. Su más reciente libro apareció originalmente en inglés y es el ensayo Artful Assassins: Murder as Art in Modern Mexico, Vanderbilt University Press. En este momento prepara varios libros, académicos y de ficción, cuyo tema principal es la violencia y el crimen.
Gerardo García Muñoz nació en Torreón en 1959. Doctor en letras latinoamericanas por Arizona State University, actualmente es catedrático en Prairie View A&M University. Ha publicado los libros El sueño creador: el ABC de la invención (1994) sobre la novela La invención de Morel del escritor argentino Adolfo Bioy Casares; La vigilia del Almirante (1997); Julio Ramón Ribeyro: cinco claves de su cuentística (2003), y la monografía Las paráfrasis plásticas de Alberto Gironella (1997). Sus artículos sobre literatura mexicana han aparecido en las revistas Semiosis, Texto crítico, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, Studies in Latin American Popular Culture, Chasqui, Hispania y Revista de la Universidad de México. Su libro más reciente es El enigma y la conspiración: del cuarto cerrado al laberinto neopoliciaco. Sus áreas de interés son la literatura policiaca, el cuento posmoderno, la novela de la Revolución y la narrativa penitenciaria.
Fernando del Moral González (Torreón, Coahuila, 1950). Ensayista e investigador de cine, fotografía e historia. Autor de la presentación de Hojas de cine. Testimonios y documentos del nuevo cine latinoamericano. Volumen II, coedición de la SEP, UAM y Fundación Mexicana de Cineastas, 1988; y los prólogos de Miradas a la realidad Volumen II. Entrevistas a documentalistas mexicanos de José Rovirosa, CUEC-UNAM, 1992; y Coahuila y sus protagonistas en el cine de Alfredo Galindo, Gobierno de Coahuila, 2006, segunda edición. Coautor de los libros Carranza, vigencia de una obra; Madero, iniciador de la revolución; Ramos Arizpe, padre del federalismo y Zaragoza, héroe del 5 de mayo, publicados por el Gobierno de Coahuila de 2001 a 2004; de 160 años de fotografía en México (coedición de Conaculta, Editorial Océano y Fundación Cultural Televisa, 2004); y de CREFAL: Instantes de su historia. Memoria gráfica 1951-2008, Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y el Caribe, 2009. Por su trabajo como autor ha sido incluido en la antología de Ensayistas de Tierra Adentro de José María Espinasa, Fondo Editorial Tierra Adentro, Conaculta, 1994.
Por último, Jaime Muñoz Vargas (Gómez Palacio, Durango, 1964) es escritor, maestro, periodista y editor. Radica en la ciudad de Torreón, al norte de México. Entre otros libros, ha publicado las novelas El principio del terror, Juegos de amor y malquerencia y Parábola del moribundo, además de los libros de cuentos El augurio de la lumbre, Las manos del tahúr, Ojos en la sombra, Monterrosaurio y Leyenda Morgan (cinco casos de sensacional policiaco); algunos de sus microrrelatos fueron incluidos en la antología La otra mirada (2005) publicada en Palencia, España. Ha ganado los premios nacionales de Narrativa Joven (1989), de novela Jorge Ibargüengoitia (2001), de cuento de San Luis Potosí (2005), de narrativa Gerardo Cornejo (2005) y de novela Rafael Ramírez Heredia (2009). Escribe la columna “Ruta Norte” para el periódico La Opinión Milenio. Artículos, reseñas y cuentos suyos han aparecido en revistas y periódicos de México, Argentina y España.