domingo, enero 15, 2012

Itinerario de Juegos de amor y malquerencia



Ayer sábado me estaba chingando unos mezcales de Nombre de Dios, Durango, con el investigador y arqueólogo fílmico Fernando del Moral, quien en la plática instaló sobre la mesa el tema de mi novela Juegos de amor y malquerencia. Bienqueredor de lo nuestro, Fer hizo un elogio del relato y destacó su cinematográfico sabor a polvo lagunero, lo que le agradecí. Luego, como quien no quiere la cosa sacó un dato típico de su manía arqueológica: “La novela está cumpliendo diez años en enero de 2012”. Me asombró la precisión del dato, y como lo puse en tenue duda Fer trajo el libro y vimos la página legal. Ya con la prueba en la mano, confirmé que en efecto la primera edición de Juegos de amor y malquerencia apareció con esa fecha, enero de 2002, en las prensas del gobierno guanajuatense como parte de la Colección La Rana (el libro se llamaba Fervor de Santa Teresa, pues con ese título ganó el premio nacional de novela Jorge Ibargüengoitia 2001). Fernando añadió: “Aprovechemos pues el mezcal para brindar por el aniversario”, y entonces chocamos los caballitos, brindis al que sumaron sus mezcales el ingeniero Rafael Osorno y Chito, hermano de Fer.
El onomástico me contentó, pues Juegos de amor y malquerencia es un libro que sigue regalándome buenas noticias. Pese a que va en su cuarta edición, es casi inconseguible. Hace poco un buen amigo halló ejemplares en el DF, compró diez y los regaló, no sin avisarme por mail que los destinatarios del obsequio habían sido lectores de grandes ligas, como Hugo Hiriart. Mi amigo es, debo enfatizarlo porque es cierto, notable historiador literario y, debido a ello, un lector insaciable. En carta de hace algunos días me describió lo que hizo recién por Juegos…: “Si en estos días regalé diez ejemplares de Juegos de amor y malquerencia fueron pocos. Hasta ahora no sólo no ha habido quejas, faltaba más; lo sorprendente es la unanimidad: una vez iniciada la lectura, hasta el fin; y una vez que llegan al final, dos opciones, complementarias no excluyentes: ¡Qué chingonería!, una. Y la otra: ¿Quién es (o de dónde sacaste a) este cabrón?”. Imagínense pues lo agradecido que estoy con mi generoso amigo y con ese libro que ha caminado solo o casi solo, con sus puros huaraches de llanta.
Tengo la costumbre de ofrecer algo más o menos bien peinado (escrito, quiero decir) en las presentaciones de mis libros; he ubicado eso en una especie de subgénero llamado “itinerario”. Su característica más saliente es la de explicar al público, desde la perspectiva del autor, la cocina del libro, su sentido, los detalles generales que lo hicieron posible. Así entonces, hace varios años, cuando presenté Juegos… en la ya desaparecida Feria del Libro de Torreón, escribí lo que aquí viene, su “itinerario”. Creo que lo publiqué en Acequias, revista de la UIA Laguna, pero no está en el blog. Agradezco a Fer del Moral que con su oportuna referencia me haya permitido revivir uno de pocos recuerdos verdaderamente gratos que me ha dejado la literatura. Le agradezco también, más todavía, los mezcales duranguenses de ayer.

Itinerario de Juegos de amor y malquerencia

Los estímulos para la invención pueden ser, por lo menos en apariencia, insignificantes, y esto quiere decir que en ocasiones una microscópica chispa logra detonar explosiones de considerable tamaño. Escribí Juegos de amor y malquerencia gracias al golpe propiciado por una fotografía, la de diez sujetos que nos miran orgullosos desde una plataforma de ferrocarril. La vi en julio, agosto o septiembre de 2000, no recuerdo con precisión, pero con nitidez vive en mi memoria el impacto casi narcótico que poco después me impulsaría a escribir una ficción cuyos actores posan desde el pretérito en aquella imagen, para mí, memorable. Cuando hice el primer escrutinio de la foto, le comenté a Sergio Antonio Corona, mi compañero de trabajo en el Archivo Histórico de la UIA Laguna, que detrás de dicha imagen se escondía un artefacto literario. En tal momento yo no sabía de qué tipo —¿cuento, novela?—, pero de inmediato estuve seguro de que la foto era un punto de partida extraordinario, la catapulta de un relato que con el tiempo cuajó sin refrigerar.
Su escritura comenzó en septiembre-octubre del 2000. Eché de un jalón, y sin pensarlo demasiado, las primeras quince cuartillas, acaso las más importantes del librito, pues ellas marcan el tono de lo que viene después. Más por razones laborales que por gusto o falta de voluntad, suspendí el trabajo varios meses; volví a hincarle el cráneo en la semana santa del 2001. Con el segundo impulso tuve más de la mitad de la novela, pero de nuevo la abandoné, ahora por un par de meses. En las vacaciones de verano del 2001 me encerré dos semanas en la calurosa y tétrica buhardilla y le di cierre al texto cuyo título definitivo, deliberadamente ambiguo, es Fervor de Santa Teresa; luego, sin sopesarlo mucho, arrebatadamente, casi como la había desahogado, tenté a la maldita suerte en el IV Concurso Nacional de Novela “Jorge Ibargüengoitia” que cerraba su convocatoria en agosto. Un mes después, el 27 de septiembre, recibí la noticia: Juegos de amor y malquerencia había pegado jonrón y me esperaban el 4 de octubre en Guanajuato.
Por muchas razones me alegró la noticia. La principal es simple: Juegos de amor y malquerencia es el libro que he trabajado envuelto en la mayor alucinación, envuelto en un placentero estado de éxtasis que para mí ha sido lo más parecido a la felicidad literaria. Rememoro esos momentos, esas horas en el cuarto de azotea y con la computadora ardiendo por el endemoniado calorón del julio lagunero. Fue hermoso ver el fluido de palabras, sentir cómo desde la mente y del corazón se deslizaba por los brazos hasta llegar al teclado y luego al monitor. Al principio pretendí ceñirme a la verdad de los datos a mi alcance —investigué un poco para diseñar el contexto—, pero pronto renuncié a esa posibilidad y me dejé vencer por lo que la imaginación, como siempre la loca de la casa, aportó en cada segmento de la historia.
¿Qué me propongo con Juegos...? Que yo sepa, nada de trascendencia, salvo entretener, jugar con las palabras, inventar, divertir un rato a los piadosos lectores que en el futuro se animen a encarar este pequeño mecano de palabras. Tal vez algún despistado encuentre cierto encanto al escuchar con sus ojos el tono de este relato adrede escrito deficientemente. He allí el juego. La idea de corrección escrita es violentada hasta sus penúltimas consecuencias. Si escribir bien es escribir como académico de la lengua —lo cual, hablo en serio, no es tan difícil—, escribir bien en literatura no necesariamente es escribir con corrección. En contextos determinados por el ludismo y la osadía, escribir mal, muy mal, puede significar escribir bien, muy bien, o sea eficazmente. Con esto no me estoy refiriendo a Juegos..., por supuesto, sino a la común necesidad literaria de revolcar el español, de zarandearlo y exprimirlo para que diga con sonoridad diferente lo que de una manera correcta no podría. Y aquí recuerdo a mi gordo Lezama: “¿Lo que más admiro de un escritor? (...) Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje”, o al Octavio Paz de “Las palabras”, ese flechazo ya legendario y ars poetica contenida en una cápsula:

Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrásalas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.

Sin aspirar a tanto y sin obedecer del todo los violentos imperativos del Nobel mexicano, Juegos... deshuesa a su modo la sintaxis correcta y quiere diseñar, con lenguaje rupestre, un paraestilo presuntamente elegante, supuestamente persuasivo pero fallido en tanto se ciñe al propósito esbozado en el prólogo de la narración. En otras palabras, el estilo de Juegos... —acaso su única gracia, si es que tiene una— pretende embonar con el proyecto general del relato apegado lo más posible a la prescripción de Vargas Llosa en sus Cartas a un joven novelista: en literatura, el estilo eficaz no depende de lo que reglamenten los excelentísimos señores de la Real Academia, sino de la especificidad de lo narrado, como si a cada historia le correspondiera un determinado manejo de los instrumentos verbales. Por otra parte, mi novela es tan corta que si traigo cualquier párrafo prácticamente adelanto el bocado completo. Mejor esperar a que la benevolencia de la imprenta haga el favor, y cuando eso suceda entonces sí callar, no defenderla nunca más y anhelar en secreto que los lectores no bostecen como hipopótamos a la mitad de mi Juegos...

Comarca Lagunera, 1, noviembre y 2001