sábado, enero 21, 2012
Soneto de Quevedo
Publiqué el relato “Soneto de Quevedo” en algún número de Estepa del Nazas, revista literaria del Teatro Isauro Martínez. Poco antes o poco después, creo que también salió en la tolvanera, suplemento cultural de la revista brecha de Torreón. Sospecho que tiene cerca de quince años y jamás he vuelto a publicarlo. Lo escribí, recuerdo, después de una conversación con Gerardo García Muñoz, quien aproximadamente desde 1988 es mi amigo y compinche literario. El tema de aquel diálogo fue, obvio, la posibilidad y la imposibilidad de la traducción. Decidí escribir el relato para reflexionar sobre un asunto, la traducción, que desde hace varios años, o desde siempre, ha desvelado a los teóricos de la literatura. Sólo expongo, por supuesto, algunas generalidades, nada que no pueda inferir quien reflexione un poco en los entresijos del oficio de traductor. Otro detalle: en 1991 o 92 asistí como gustoso oyente a una sesión de taller literario guiada por el poeta, editor y traductor chihuahuense Enrique Servín. Nunca olvidé que en su dinámica de trabajo leía breves y hermosos poemas en italiano y los comentaba a sus alumnos, por lo que debía, claro, traducir de botepronto. Luego de platicar con García Muñoz, me vino a la cabeza el trabajo de Servín, y allí, en aquellas dos experiencias y alguito más —mi imaginación—, se basa el relato que aquí traigo. Su prosa es mi prosa de 1995, aunque levemente maquillada para no fomentar tantas lástimas. Con esto prosigo el plan de rescatar textos de un servidor que quedaron albergados (encarcelados) en revistas y periódicos cuyo destino fue, como suele suceder con muchos materiales hemerográficos, el total olvido. Ponerlos en el blog es una especie de rescate, nada de valor, un mero ejercicio personal, aunque compartido, de reacomodo y redifusión. Gracias como siempre a quienes, por cualquier medio y con cualquier grado de generosidad, le hagan eco a este post.
Soneto de Quevedo
El taller es una miscelánea y hay de todo: jóvenes impetuosos que para mañana quieren agenciarse el premio nacional, señores que descubrieron su vocación a los cuarenta, muchachas que andan en esto mientras un novio no les arrebate y les rompa las cuartillas, y uno que otro chico entusiasta y de talento. Nos vemos los sábados a las diez. La población es inestable y lo mismo asisten seis o quince. Confieso que esas mañanas me agradan: beber café, oír de un principiante la lectura de sus indecisas historias o de sus versitos empachados con esdrújulas, explicar al detalle lo que dignifica una estrofa, recomendar la lectura de cierto autor, tolerar necedades y cobrar un sueldo en esta ínsula de la universidad. Tal es la dinámica de nuestro taller literario. En el mesón ocupo la cebecera norte y los participantes saben que soy a veces duro pero siempre franco. Me gusta explicar, leer en voz alta y a buen ritmo, por ejemplo, una página de Reyes o una fábula de Arreola. Me agrada dejar en claro esto: la carrera literaria necesita es-cri-to-res, no charlatanes. Eso es lo bueno de las sesiones. Uno siente el ejercicio de un socrático magisterio y las tres horas del sábado se van de prisa y llevadas por el embrujo de las palabras, las escapadizas palabras que los talleristas empiezan a domesticar.
De todo, lo más delicioso para mí es el ejercicio de la lectura que a veces hago en inglés frente a los alumnos. A ellos también les seduce escuchar algún pasaje de Shakespeare y traducirlo idea tras idea. Claro, en el traslado los participantes se dan cuenta de lo difícil que es la traducción. Con una fotostática en la mano de cada tallerista, leo a Whitman en su lengua original y todos sienten, aunque algunos no lo entiendan, el ancho tono del maestro de Long Island. Luego vamos a mi traducción y, por supuesto, ya no es lo mismo. De hecho, cuando leemos a Whitman en su lengua original me llevo la versión de Borges y la otra de Francisco Alexander, ambas lejanísimas del aliento que el maestro de la “turbia barba” (el adjetivo es ajeno) le inyectó a sus salmos.
Ciertos sábados, las sesiones de traducción las preparaba por si los participantes no producían nada en la semana, lo que ocurría con frecuencia. A veces sólo un poemita de fulana, una ocurrencia de zutano, y eso era todo, lo que nos dejaba hasta dos horas para gastarlas en la literatura que nos apeteciera. Entonces leíamos algún clásico español o ejercitábamos nuestra lectura en inglés y hacíamos su respectivo traslado al castellano. No faltó, por supuesto, que alguno de los muchachos llevara letras de rock para entrenarnos en el doblaje de esos bocaditos. Uno de los chicos —su nombre es Roberto Sepúlveda y es el poseedor de mayor talento inquisitivo— recordó que muchos escritores ya habían criticado la validez de cualquier traducción literaria. Hasta ese momento omití toda disquisición en torno al tema no por negligencia, sino para no enredarlos con densas explicaciones que los hubieran hecho desconfiar de cualquier palabra proveniente de otra lengua. Además, los muchachos parecían contentos con una creencia: cuando leíamos Hojas de hierba traducido a nuestro idioma leíamos en verdad a Whitman, y nunca quise desengañarlos. Pero Sepúlveda, que era tremendamente inquieto, propuso lo contrario: ¿y si en vez de traer a Whitman rumbo al español nos llevamos, por ejemplo, a Quevedo hacia el inglés? Tuve entonces que intervenir, pues el joven estaba casi en las fronteras de una reflexión que desde hace tiempo escarbaba en los cimientos del arte trasladatorio. Expliqué lo evidente: toda traducción es, en esencia, un texto lateral, un escolio, una variación del modelo primigenio. Si leemos la Divina o el Fausto en español, leemos en realidad, muchachos, a los traductores de esas obras, y si leemos El Quijote, entonces sí accedemos al código armado por Cervantes. Claro que si nos vamos más lejos, comenté, toda lectura es un acto de traducción, incluso la que hacemos en el idioma propio. Como somos individuos, cada usuario de, por ejemplo, Al filo del agua asume esta novela de manera distinta, es decir, la traslada a su código afectivo y racional, a su condición subjetiva. Vi las caras de los chicos y decidí dejar allí el embrollo; ellos no tenían la culpa de tanta maroma ante la verdad o la mentira de las traducciones y preferí no aterrizar en la tragedia inevitable. Pero Sepúlveda no cejó: profe, ¿qué hay de mi propuesta, por qué no ensayamos mi petición, traducir del español al inglés? Le contesté que sí, que claro, que escogiera un texto. Rápido sacó de su morralito una edición azul-verde y lujosa: Antología poética de Quevedo, RBA Editores, reconocí el libro porque yo también lo tenía en mi biblioteca; todos esperábamos con inquietud mientras el joven buscaba, dijo, la página 44 que contenía “Desde la Torre”, el magnífico soneto del español. Cuando lo halló, me extendió el libro y solicitó que leyera y explicara íntegro el poema. Así lo hice: eran catorce lindos versos, sobre todo los primeros cuatro, verdaderamente deslumbrantes. A petición de los oyentes, lo repetimos otras dos veces:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la imprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.
Éste es nuestro texto base, acoté. Luego leí el asterisco y las tres notas que, preparadas por José Mª Pozuelo, Catedrático de la Universidad de Murcia, adoban el pie de esa página 44: “*Dice González de Salas: ‘Algunos años antes de su prisión última me envió este excelente soneto desde la Torre’. La Torre de Juan Abad era residencia de descanso de Quevedo, hacienda suya en la provincia de Ciudad Real. 2. ‘Alude con donaire a que los tuvo repartidos en diferentes partes’ (GS) 7. ‘Entiende que también los poetas’ (GS) 13. Cálculo: ‘la piedra pequeña, por la cual los antiguos romanos ajustaban los números’ (vid J. O. Crosby: En torno a la poesía de Quevedo. Madrid, 1967, p. 41). (Nota de J. M. Blecua, 1972.)” Cuando decidimos iniciar la traducción reparamos en una ausencia notable: Carlos Jiménez, el tallerista más ducho con el inglés, no asistió ese sábado. Luego de un análisis no muy meticuloso de cada verso, el primer resultado, según nuestro modesto inglés, fue el siguiente:
Completamente solo en estos páramos
con algunos libros llenos de sabiduría
existo en diálogo con los muertos
y oigo con mis pupilas a los que ya se han ido.
Están siempre dispuestos aunque a veces no les comprenda
mis tópicos contradicen o estimulan
y con silenciosa melodía entreverada
conversan en vigilia a la existencia fabulosa.
Ya perdidos los magnánimos espíritus
del ofensivo tiempo, vindicante,
por la sabia prensa son salvados, ¡ea magno José!
Inevitable se va todo momento
la piedrecilla, sin embargo, suma ganancia
si nos eleva con reflexiones y con piensos.
¡Qué horror!, dije al final del apresurado trasiego. ¡Eso estaba lejísimos de ser Quevedo! Más bien, la versión era una apresurada caricatura de Quevedo, un esperpento que mancillaba el buen nombre del satírico madrileño. Somos pésimos traductores, dije para mí pero en voz alta. Sin embargo, y eso lo discutimos todos, el poema de Quevedo, para trasladarlo sin que perdiera ninguna de sus prendas, ninguna de sus rimas, ninguno de sus ritmos, debía quedar exactamente así:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos...
Eso es imposible, comenté. Toda traducción tiene que ser, necesariamente, otro texto, y al ser otro ya no es el mismo. Perogrullo deambulaba por allí. Todavía no salíamos de la primera impresión cuando Sepúlveda propuso algo más: trasladar al español nuestro poema en inglés. Para evitar una previsible trampa, comentó, era fundamental la participación de un traductor que no conociera la versión original. Pensó que el personaje ideal podría ser Fabián Jiménez. Todos estuvimos de acuerdo y decidimos esperar una semana.
Un sábado más tarde, los talleristas y yo volvimos a vernos. Fabián estaba, ahora sí, entre nosotros. Desde el principio, le pedimos la traducción al español de un poema que sólo teníamos en inglés. Fanático de las letras de U2 y de AC/DC, la empresa le agradó para lucir sus dotes con el idioma que depuró con el método Inglés sin barreras. Mientras todos los demás empezamos a leer unas líneas de Monterroso sobre la traducción, Fabián se aplicó a la tarea recién encomendada. Al concluir, en diez minutos apenas, pidió la atención del respetable y leyó esto con lúdica solemnidad:
En este desierto estoy alejado
tengo algunos cuantos libros pero todos buenos
vivo charlando con los difuntos
y los escucho con mis ojos...
Por allí siguió, y todos presentimos lo obvio: la versión podría multiplicarse al infinito junto con su caricatura. Oscilar del español al inglés al español al inglés al español... en cada fluctuación el poema se iría demacrando hasta no ser nada semejante al original. Ya no aguanté más y dije: un soneto puede ser, por la labor de traducción, miles de sonetos en otro u otros idiomas. Un soneto en español puede ser otro soneto en español si lo traemos de una de sus infinitas traducciones. Un soneto puede ser, gracias a la infinita combinación de los signos, miles de sonetos si del español lo llevamos al inglés, del inglés al francés, del francés al alemán, del alemán al chino, del chino al náhuatl, del náhuatl al griego moderno, del griego moderno al papiamento y del papiamento a la nada. Un soneto puede ser el mismo soneto sólo si leemos ese soneto. Entonces arribamos a la tragedia, al sentimiento que provoca toda imposibilidad y toda desmesura. La traducción perfecta es imposible. Lo posible es, a lo mucho, una traducción tan imperfectamente bella como infinita. Si no poseemos inglés, italiano, francés, alemán, ruso, no leeremos jamás Otelo, la Divina, Gargantúa, Fausto, Crimen y castigo... Eso es demasiado para cualquiera, mucho más para unos chicos que apenas entran a la amargura y a la felicidad de la vida literaria. Nosotros tenemos a Cervantes, a Góngora, a Quevedo, o a Neruda y a García Márquez y a Paz, los ingleses tienen a Shakespeare y a Whitman, los italianos a Dante y a Papini, así como cierta tribu de Australia tiene la leyenda —intraducible para nosotros— de un ser pernicioso llamado Molonga, o así como los aborígenes encontrados por Pigafetta y Magallanes en Brasil se bastaban con doce remotos vocablos para enunciar todo un universo que nosotros nunca entenderemos cabalmente porque sus palabras, además de ser diferentes en un idioma y en otro, transportan en sí mismas un mundo diferente, una cosmovisión diferente.
Volví a La palabra mágica, el libro de Monterroso que a propósito llevé para esa sesión porque contenía un ensayito sobre el tema; leí: "Hay errores de traducción que enriquecen momentáneamente una obra mala. Es casi imposible encontrar los que pueden empobrecer una de genio. Ni el más torpe traductor logrará entorpecer del todo una página de Cervantes, de Dante o de Montaigne. Por otra parte, si determinado texto es incapaz de resistir erratas o errores de traducción, ese texto no vale gran cosa. Los ripios con que el argentino Bartolomé Mitre se ayudó no enriquecen la Divina comedia, pero tampoco la echan a perder. No se puede.
“En todo caso, es mejor leer a un autor importante mal traducido que no leerlo en absoluto. ¿Qué le va a suceder a Shakespeare si su traductor se salta una palabra difícil? Pero existen los que no lo leen porque alguien les dijo que estaba mal traducido. Y los que esperan leer bien el francés para leer a Rabelais. Ridículo. Da igual leerlo en español. No se vale despreciar las traducciones de Chaucer cuando uno apenas puede con el Arcipreste de Hita. Por principio, toda traducción es buena”. Allí me detuve a respirar y cerré con algo que quiso parecer un colofón de burlas veras:
—Resígnense, muchachos. Por lo menos existe esta certeza: Hallábame a la mitad de la carrera de nuestra vida es uno de nuestros múltiples Alighieris. Lo difícil es saber si algún día tendremos Finnegans Wake en español o si Cheleule en realidad es un demonio de los antiguos patagones, como entendió el cavaliere Pigafetta.