miércoles, enero 11, 2012
Querido Perro Negro
Hoy a las cinco de la tarde, hace dos horas, murió Manuel Solís, amigo matamorense (de Matamoros, Coahuila) radicado en Gómez Palacio, Durango. Su muerte me apena por tres razones: la primera, porque si bien era un hombre adulto, pasaba apenas de los cincuenta; la segunda, porque conozco a su amable familia y, la tercera, porque en los cinco o seis años recientes nadie, absolutamente nadie tuvo la vocación, la paciencia y el afecto para leer todo lo que hallaba escrito por éste que ahora escribe sobre él. Manuel era profesor y había trabajado en política. Sé que era jubilado, que deja una esposa y tres hijos, que en Matamoros le sobreviven sus padres y sus hermanas. Era un camarada muy enfático, le gustaban la oratoria y la declamación, por lo que alguna vez, al notar mi desapego de esas prácticas, me regañó zumbonamente, entre risas y maldiciones que sabía decir muy bien, jocoso.
Su afecto y su respeto a mi trabajo me desbordaban. Nunca supe cómo maniobrar ante todos los elogios que dedicaba a mis páginas, a mis textos. Me llamaba con cierta frecuencia sólo para decir que había releído tal o cual cuento o tal o cual artículo, y que lo había recomendado a tal o cual amigo. Sé que compró libros míos y los regaló como si fueran buenos. Fue, pues, Manuel, un tipo que quiso mi trabajo, que lo respetó y lo difundió como pocos en mi vida de escritor.
Su mayor gesto de amabilidad lo tuvo, si mal no recuerdo, hace como cuatro o cinco años. Luego de remodelar la biblioteca-oficina de su casa, me invitó a inaugurarla. Con su ceremoniosidad habitual, divertido, hablando siempre, como decía Reyes, “de burlas veras”, terminada la cena quiso que pasáramos a ver su nuevo espacio. Risueñamente cortamos un listón e ingresamos al pequeño recinto. Mi sorpresa se dio cuando me dijo que mirara hacia una pared donde había colocado una placa de madera con un microtexto de mi cosecha: “Fracasé. Soy, como todo mundo lo sabe, un perfecto desconocido”. Reímos mucho con su puntada y nos tomamos fotos. Hizo lo que nadie: que me tocara con un sombrero negro de cantante norteño.
La historia de nuestro primer contacto me deja todavía pasmado. Estaba yo muy tranquilo en mi oficina de la UIA Laguna, trabajando; era, creo, 2004 o 2005. De pronto sonó el teléfono y escuché una voz desconocida, pausada, segura, enfática. Preguntó si yo era yo, le respondí que sí y comenzó a hablar más o menos con estas palabras que no cito, claro, de manera textual: Permítame que le diga algo y por favor no me interrumpa. Así empezó y por supuesto temí que se viniera encima una avalancha de reproches por alguno de mis textos, pues me pasaba con alguna frecuencia que me reclamaran por un texto, como a cualquiera que escribe en revistas o periódicos. Permítame que le diga algo y por favor no me interrumpa, dijo pues, y prosiguió: tengo como dos semanas buscándolo. Llamé al periódico y no quisieron darme su teléfono. Llamé a los centros culturales, y tampoco. He preguntado aquí y allá por usted y nadie me quiso dar datos para localizarlo. He estado pues varios días como pendejo buscando y buscando dónde dar con usted, hasta que por fin alguien me dijo que trabajaba en la Ibero, por eso le llamo a este teléfono. Pues bien, fíjese que hace algunas semanas leí su cuento “Diez años de ingenuidad” en una revista y de inmediato lo releí un par de veces. Dije: “Este güey es un chingón”, y me puse a buscar más trabajos suyos. Hallé algo, poco, colaboraciones en periódicos y eso, y conforme más lo leía, más confirmaba: “Este cabrón escribe como yo quisiera escribir”. Pero pensé: seguramente es un pinche mamón, como casi todos los escritores, y eso lo fui confirmando cuando me negaron su teléfono en todos lados. Pues bien, señor Muñoz, debe saber que me vale madre si usted es un mamón o no, pues de todos modos lo admiro y quiero decirle que lo que usted escribe es lo que yo siempre he querido leer. Al fin lo encontré. Considéreme su amigo y su lector, pues me vale madre que usted sea como sea.
Algo así, que me dejó pasmado. No voy a incurrir en la falsa modestia de afirmar que jamás había escuchado un elogio. Sí, así hayan sido pocos y tibios, sí había escuchado elogios a mi trabajo, pero la avalancha de piropos a mis textos, los detalles que me citaba de memoria, la manera extraña (entre tosca y afectuosa) de abordarme, hicieron de aquella llamada una llamada desconcertante. Le dije lo que otros, supongo, me han oído y comprobado: que no me creo nada y que puedo conversar así nomás con quien sea. En otras palabras, que yo no había sido culpable de su búsqueda infructuosa y que a partir de ese momento podía llamarme cuando quisiera.
Eso ocurrió. Manuel me llamaba al celular y siempre, siempre, era para alentarme, jamás para lo contrario. Iba a las presentaciones de mis libros, compraba más de un ejemplar para usarlo como obsequio más adelante, hablaba de mí aquí y allá, que eso también lo comprobé, pues no fueron pocos los que me dijeron algo parecido a esto: “Me habló muy bien de usted Manuel Solís”.
Una vez, cuando presenté mi libro Las manos del tahúr (primera edición, pues en noviembre de 2011 salió la segunda) en el fóyer del Teatro Martínez, Manuel tomó la palabra y sólo la usó para decir maravillas sobre mí. Siempre he pensado que sus afirmaciones estaban mediadas por el afecto, que no eran reales, pero de todos modos, al sentirlas sinceras, motivaban y seguirán motivando mi agradecimiento. Fue allí cuando se aventó el apodo con el que nos identificábamos. Dijo algo así: que yo era como ciertos perros callejeros que se manejan con destreza y se ganan el respeto de sus congéneres, que yo era un “perro negro”. Todos reímos, pero me gustó la comparación, ser de golpe un pinche perro negro de esos que, a decir de Manuel, saben cómo moverse entre las calles.
A mediados del año pasado, Manuel cayó gravemente enfermo. Se recuperó a medias y logramos hablar por teléfono. Lo escuché optimista, alegre, deseoso de continuar la lucha por su plena recuperación. Siguió elogiándome, leyendo lo que en 2011 pude subir al blog. Jamás cedía: yo era su escritor de cabecera y jamás supe agradecerle suficientemente esa extraña deferencia en un mundo lleno de no lectores, ni míos ni de nadie.
Hoy, conmovido por su muerte, agradecido hasta los huesos con ese amigo que me animaba siempre a seguir escribiendo pasara lo que pasara, le dedico estas modestas palabras que ya no leerá, pero que son las más suyas que he escrito.
Gracias, Perro Negro. Tarde o temprano allá nos vemos.