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miércoles, agosto 13, 2025

Sobre bebidas


 











Conversaba recién sobre mi percepción de las bebidas que he visto cerca e incluso consumido como habitante en este recoveco del mundo. Han sido pocas, pero ya tengo edad suficiente para comentar/comparar algunas peculiaridades que forzosamente se han modificado con lentitud, a veces sin notarse (tanto es así que los jóvenes creen, por ejemplo, que siempre se han tomado micheladas o infusión de matcha, bebida que acá llegó apenas ayer).

Recuerdo que en las reuniones festivas de mi niñez, hablo de la década de los setenta, los señores bebían cerveza y cuando se ponían elegantes le entraban al brandy rebajado con Coca o agua mineral. Los rangos de calidad en ese bebedizo pasaban del Don Pedro al Presidente hasta llegar al más modesto: Viejo Vergel. Recuerdo que quienes aportaban una “ramona” de aquel espantoso líquido se convertían en los ases de la fiesta.

La cerveza siguió su camino mientras el brandy cedió su lugar al whisky y un poco al ron y al tequila, bebida esta última que en mi infancia y juventud asociábamos con la pobreza. Tomarse un San Matías (le decíamos San Matón) era corriente, naco. A finales del siglo pasado el tequila fue subiendo de rango, y por estos rumbos tuvo y tiene ya apretada competencia de aguardientes como el mezcal y el sotol.

Los vinos no tienen mucho tiempo en convivencia con nosotros. Hace treinta años apenas eran consumidos, pero poco a poco han ganado terreno sobre todo por su asociación con el estatus y el buen gusto gastronómicos, de modo que se les ingiere en muchos casos sólo para afectar refinamiento. Nada como opinar sobre vinos con cara de conocedor para dar (o al menos para tratar de dar) el gatazo como persona de “alto pedorraje”, como decía Renato Leduc.

Por otro lado, el café predominante de mi niñez era el instantáneo. Con la llegada de las cafeteras caseras de jarrita de vidrio y filtro de papel apareció, aunque en menor grado, el insumo de café molido, de grano, y salvo los restaurantes, no se ingería fuera de casa. Hoy, junto con un montón de infusiones exóticas, es uno de los negocios de bebidas más exitosos, y ya no se le prepara de manera simple (como “americano”), sino en combinaciones que lo encarecen a grados escandalosos, lo que el consumidor acepta sin hacer gestos porque esto también, desde el vaso rotulado, da la impresión de mayor estatus.

Por último en este breve apunte, la cerveza, hoy mezclada y deformada con ingredientes que incluyen salsas, verduras, mariscos, ¡dulces! y líquidos como el Clamato que los puristas de la cheve, no sin razón, aborrecen.

miércoles, octubre 16, 2024

Del cafecito


 







No hace tanto, quizá dos décadas o poco más, el café era una bebida ya habitual, pero no lo que es ahora: una potencia económica y ubicua, un producto que atraviesa todas las franjas sociales e, incluso, casi etarias, pues si no me engaño en este momento ya lo sirven hasta en biberones. Exagero, claro, pero no ha de ser tanto, así que desde hace mucho dejó de ser, como en mi infancia, una bebida casi exclusiva de los rucos.

Cuando abrí los ojos a la vida cotidiana no había más café que el soluble, el instantáneo. Supongo que en los restaurantes o en las cafeterías —que no estaban al alcance de mi edad— hacían del otro, del de grano pulverizado al que después era necesario pasar por un filtro de papel. De éste no se tomaba en las casas. El café que vi de pequeño era el Nescafé (y similares, como Marino o Monky) de fresco para el que nomás es necesario calentar agua. Sé que este café es considerado basura por los “sommeliers” actuales de la infusión, pero es el que tomaban mis padres y las personas como mis padres, toda la gente adulta que recuerdo. El aparato llamado “cafetera” (en cualquiera de sus modalidades eléctricas) se popularizó casi desde los ochenta y eso nomás en ciertos entornos de clase media para arriba, pues en las familias menos pudientes, hasta hoy, el frasco de instantáneo es un producto casi infalible en la despensa. La prueba de la parafina de que el café soluble es patrimonio popular la vemos en muchas gorderías: si uno pide allí café, no falta que le traigan agua caliente y el famoso frasco. así que esperar en esos lugares un café de angora es incurrir en una exquisitez indigna del establecimiento.

Más o menos sobre esto, hace años escuché una afirmación muy atinada a mi amigo Max Rivera, crítico lagunero de cine: todos los productos que se preparan con base en el agua son un negociazo. El principal es, lo comenté en un apunte de hace varios años, el agua. En efecto, el agua, que sin duda es preparada con agua, es tal vez el producto más ventajoso del mundo y puntos circunvecinos. Pero no se diga la cerveza, la gaseosa, el té, el jugo con supuesta fruta y todo aquello que se ha inventado como ingesta líquida basada en el agua. El café no es la excepción: seguro se trata de un negocio rotundo, y en algunos casos, si se le viste de esnobismo y se le convierte en signo de estatus, más que eso, pues todo es cuestión de que el vaso exhiba una determinada marca para que alcance el precio de un elíxir medieval, alquímico. Como tantas cosas en el mundo consumista de hoy, lo que en esos cafés cobran no es el café, sino la mamonería, el lujo de tirar crema para decir sin decir, vasito cool en mano, que uno sí sabe.

jueves, enero 19, 2012

Un viejo en el café



Aquel viejo mira al vacío en el café.

No tiene un libro, un periódico,
sólo una taza y las manos anudadas
óseas, quietas por el cansancio o la serenidad.

Nada lo perturba
y así, inmóvil como piedra de montaña,
ve el flujo del tiempo desde sus ojos sin brillo.

Nada se mueve
la taza asciende cada cinco minutos
a una boca que no habla.

El viejo parece ya no estar
y ser apenas el débil recuerdo de un viejo en el café
hasta que ocurre un pequeño milagro:
la mesera vuelve con la jarrita
el viejo acepta y en sus ojos nace algo
sus labios dicen sí
sonríen apenas
y el viejo deja de ser piedra de montaña
y a sus ojos
—fijos en las caderas de la joven que se aleja
sin esperanza, fascinados—
retorna un brillo.