Se supone que a esta hora ya estoy en Buenos Aires; participo en su Feria del Libro. Me invitó Raúl Brasca, y a propósito traigo algo que quiero terminar este año: un librito donde comentaré brevemente algunas dedicatorias que conservo como un lujo; son como cuarenta, todas están en libros, de puño y letra de los autores. Ya escribí el texto sobre la de Brasca, y es éste:
Hacia 2005 hallé en Torreón Antología del cuento breve y oculto, libro de Raúl Brasca armado en colaboración con Luis Chitarroni. Poco después supe que Brasca fue uno de los fundadores de Maniático textual, revista cuyo nombre parece insuperable para definir al lector voraz, enfermizo. De antemano sabía que Brasca era amigo de mi amigo David Lagmanovich, y que se trataba del quizá y sin quizá más reconocido cultor del microrrelato en la Argentina actual. Para prueba estaban sus libros, un buen número de racimos cargados de historias brevísimas y afortunadas. Cuando en 2007 asistí a las Jornadas de Minificción organizadas por la Universidad Nacional de Tucumán en la que ofreció una conferencia verdaderamente magistral sobre su especialidad (“Del préstamo a la apropiación: lo apócrifo como recurso en la escritura de microficciones”), me asombró que, entre la selva erudita de sus referencias, Brasca pudiera intercalar buenas puntadas, ocurrencias dichas con inteligente desenfado, todo con una pronunciación de la erre un poco a lo Cortázar. Tuve además la suerte de alternar con él en una mesa, aquella en la que varios escritores leímos microrrelatos y en la que me fue mucho mejor de lo que yo jamás hubiera podido imaginar. Gracias a esa mesa, creo, Brasca tuvo la gentileza de regalarme Todo tiempo futuro fue peor, uno de sus libros, lo que yo reciproqué de inmediato con uno de los míos y en cuya dedicatoria cerré diciendo “Con un abrazo mexicano”. Brasca, un tipo muy inteligente y sobrado por ello de sentido del humor, tomó también su pluma y garabateó unas palabras para mí en la portadilla de su libro. Con una sonrisa que en general es habitual en su trato con los otros, el microficcionista se despidió en su autógrafo “Con un abrazo argentino”. Ese abrazo lo conservo, con gusto y orgullo, hasta la fecha.
Traigo otro ejemplo, el que recuerda a Carlos Montemayor:
Conocí a Carlos Montemayor en 1994 o 95. Fue en Chihuahua, en la antigua, céntrica y grata casita del poeta y traductor Enrique Servín. Fue la primera y acaso la única ocasión en la que conviví con escritores chihuahuenses en su medio. Fue una especie de velada en la que sólo había algo de trago, no mucho, y pequeños grupos que conversaban en cada rincón de aquella casa. Alguien, tal vez el mismo Servín, no sé, era responsable de un proyecto editorial que publicaba obra literaria en ediciones bilingües tarahumara-español; estaba pues allí una autora indígena, vestida con su atuendo original, su banda roja en el pelo negrísimo, silenciosa, hierática. Como había poco mobiliario, muchos se sentaban en el suelo, recargados a la pared, y charlaban. Recuerdo que así, en el suelo, fui a dar al lado de Carlos Montemayor, con quien platiqué por primera vez. No sé qué pude articular frente a él, quien me pareció muy serio, pero amable. No olvido, eso sí, que le pregunté por su encuentro con Borges, como lo testimoniaba una foto que vi en el libro con el diálogo del argentino con el chileno Valdemar Verdugo. Sin énfasis, me comentó algo, que vio a Borges apenas unos minutos, pues era un escritor muy acosado por la prensa. Años después, en 2003, volví a charlar con Montemayor, cuando presentó Las armas del alba en Torreón. Cenamos, todo pago, en el Garufa, junto a Saúl Rosales, Miguel Báez y Claudia Máynez. Allí me dedicó su libro, y le pedí que saludara a mi esposa, su paisana. Lo volví a ver un par de veces más: en 2007, en Gómez Palacio, y en Torreón el 6 de febrero de 2010, 22 días antes de su muerte. En esa ocasión comí con él, lo entrevisté, le tomé fotos y le dediqué dos de mis libros. Es un orgullo saber que lo traté. Es un orgullo saber que tengo un libro con su afectuosa dedicatoria.
Hacia 2005 hallé en Torreón Antología del cuento breve y oculto, libro de Raúl Brasca armado en colaboración con Luis Chitarroni. Poco después supe que Brasca fue uno de los fundadores de Maniático textual, revista cuyo nombre parece insuperable para definir al lector voraz, enfermizo. De antemano sabía que Brasca era amigo de mi amigo David Lagmanovich, y que se trataba del quizá y sin quizá más reconocido cultor del microrrelato en la Argentina actual. Para prueba estaban sus libros, un buen número de racimos cargados de historias brevísimas y afortunadas. Cuando en 2007 asistí a las Jornadas de Minificción organizadas por la Universidad Nacional de Tucumán en la que ofreció una conferencia verdaderamente magistral sobre su especialidad (“Del préstamo a la apropiación: lo apócrifo como recurso en la escritura de microficciones”), me asombró que, entre la selva erudita de sus referencias, Brasca pudiera intercalar buenas puntadas, ocurrencias dichas con inteligente desenfado, todo con una pronunciación de la erre un poco a lo Cortázar. Tuve además la suerte de alternar con él en una mesa, aquella en la que varios escritores leímos microrrelatos y en la que me fue mucho mejor de lo que yo jamás hubiera podido imaginar. Gracias a esa mesa, creo, Brasca tuvo la gentileza de regalarme Todo tiempo futuro fue peor, uno de sus libros, lo que yo reciproqué de inmediato con uno de los míos y en cuya dedicatoria cerré diciendo “Con un abrazo mexicano”. Brasca, un tipo muy inteligente y sobrado por ello de sentido del humor, tomó también su pluma y garabateó unas palabras para mí en la portadilla de su libro. Con una sonrisa que en general es habitual en su trato con los otros, el microficcionista se despidió en su autógrafo “Con un abrazo argentino”. Ese abrazo lo conservo, con gusto y orgullo, hasta la fecha.
Traigo otro ejemplo, el que recuerda a Carlos Montemayor:
Conocí a Carlos Montemayor en 1994 o 95. Fue en Chihuahua, en la antigua, céntrica y grata casita del poeta y traductor Enrique Servín. Fue la primera y acaso la única ocasión en la que conviví con escritores chihuahuenses en su medio. Fue una especie de velada en la que sólo había algo de trago, no mucho, y pequeños grupos que conversaban en cada rincón de aquella casa. Alguien, tal vez el mismo Servín, no sé, era responsable de un proyecto editorial que publicaba obra literaria en ediciones bilingües tarahumara-español; estaba pues allí una autora indígena, vestida con su atuendo original, su banda roja en el pelo negrísimo, silenciosa, hierática. Como había poco mobiliario, muchos se sentaban en el suelo, recargados a la pared, y charlaban. Recuerdo que así, en el suelo, fui a dar al lado de Carlos Montemayor, con quien platiqué por primera vez. No sé qué pude articular frente a él, quien me pareció muy serio, pero amable. No olvido, eso sí, que le pregunté por su encuentro con Borges, como lo testimoniaba una foto que vi en el libro con el diálogo del argentino con el chileno Valdemar Verdugo. Sin énfasis, me comentó algo, que vio a Borges apenas unos minutos, pues era un escritor muy acosado por la prensa. Años después, en 2003, volví a charlar con Montemayor, cuando presentó Las armas del alba en Torreón. Cenamos, todo pago, en el Garufa, junto a Saúl Rosales, Miguel Báez y Claudia Máynez. Allí me dedicó su libro, y le pedí que saludara a mi esposa, su paisana. Lo volví a ver un par de veces más: en 2007, en Gómez Palacio, y en Torreón el 6 de febrero de 2010, 22 días antes de su muerte. En esa ocasión comí con él, lo entrevisté, le tomé fotos y le dediqué dos de mis libros. Es un orgullo saber que lo traté. Es un orgullo saber que tengo un libro con su afectuosa dedicatoria.