Aborrezco los espectáculos montados para el turismo lego. Por eso en Buenos Aires no me ha dado por asistir, y no lo haré jamás, a una exhibición de tango-fantasía. Siento que allí dan rata por liebre, que la lentejuela y el artificio se imponen y marginan lo que de auténtico le queda al baile definidor de la Argentina. Tal fue la razón por la que acepté ir el jueves a una “milonga”, es decir, a un sitio donde los porteños se congregan para bailar tango, sólo para bailar tango, sin turismo propenso a lo que caiga. Me invitó la escritora Laura Nicastro, una mujer espléndida y amable; a ella la conocí luego de la lectura del 3 de mayo en la Feria del Libro, y junto a Quique Ruslender, su pareja, me oyó decir que algo le sé al tango-canción, al tango-canción nomás, pues para bailar (hasta una cumbia) tengo menos talento que un mamut.
La invitación de Laura me llegó vía mail el miércoles, y es ésta; la cito porque me ahorra describir lo que en efecto vi: “En cuanto a encontrarnos mañana jueves en la tanguería/milonga, te propongo que sea a las 20.30. La dirección es La Rioja 1180 (esto sería La Rioja y San Juan). Respecto de hasta cuándo quedarse, eso lo decide cada asistente de acuerdo con su vida personal: hay gente que no trabaja por la mañana y se queda hasta las 3; otros se levantan temprano y se retiran a las 23, etc. Voy a dejar avisado a la señora de la boletería para que preguntes por Quique o por mí. Seguramente estarás en la mesa de él porque en estos lugares las mesas se distribuyen por sexo: las nenas con las nenas y los nenes con los nenes... salvo que sean parejas, en cuyo caso están sentados a la misma mesa y bailan entre ellos dos en exclusiva (y ya fue uno de los tantos códigos de la danza del tango). Otro de los códigos es el cabeceo. En realidad, todo empieza por el contacto visual. Mujeres y hombres hacemos ‘paneo de cámara’; en ese paneo, puedo captar que me mira un caballero, él me invitará a bailar con un cabeceo. Si me interesa bailar con él por el motivo que sea, asiento con la cabeza o hago algún gesto aprobatorio. Entonces él se levanta, viene hasta mi mesa y recién entonces me paro y comenzamos a bailar. El cabeceo es el invento más maravilloso para elegirse como compañeros de baile: si el candidato no me interesa, miro para otro lado, como si no lo hubiera visto y él no queda públicamente desairado. Se considera una descortesía venir a sacar a la mesa, porque está obligando a aceptar a la mujer o él corre el riesgo de que lo rechace públicamente y deba volver a su sitio cabizbundo, meditabajo y con el rabo entre las patitas. Otra descortesía es, una vez terminada la tanda (3 o 4 piezas seguidas) dejar a la mujer parada en medio de la pista; no, el hombre debe acompañarla hasta su silla y después él regresa a su lugar”.
Suena fácil. Vi de veras lo que me anticipa Laura en su carta, el cabeceo de los señores, la aceptación de las mujeres, las tandas de tres canciones y una pausita como de un minuto entre tandas, la ausencia de aplausos entre tema y tema, el cadencioso oleaje de las parejas alrededor de la pista. Lo que más me asombró, además de lo difícil que se ve bailar ese ritmo endemoniado, fue un detalle que me dio la clave para entender por qué en México jamás bailaremos tango como en las milongas porteñas: es, por así decirlo, la promiscuidad dancística. Aunque una pareja vaya en pareja, puede/debe sentarse en mesas distintas, y, aunque baile algunas tandas, sus integrantes, hombre y mujer, bailan con otras mujeres y otros hombres, lo que sería intolerable en nuestra cultura. ¿Cómo —diría un macho mexicano estándar—, mi vieja va a bailar con otro cabrón? O ¿cómo —diría una mujer mexicana estándar—, mi viejo va a bailar con una volada? Jamás, sería la respuesta en ambos casos.
Otro detalle digno de ser resaltado es la capacidad que tiene la milonga para provocar entrecruzamientos. No sé cómo explicarlo con exactitud. La edad de la concurrencia anda en un promedio de sesenta años; vi pues que hombres de setenta, incluso de ochenta años, “cabeceaban” a muñecas bravas de cincuenta, y ellas, sin pestañear, aceptaban el convite. También a la inversa: jóvenes de cincuenta que cabeceaban a mujeres de setenta o más, y bailaban como si se amaran. Igual en términos de clase: jueces, filósofos, obreros, médicos, burócratas, todos bailando, todos igualados por el tango. Muy extraño fue esto para un mexicano alelado por códigos desconocidos. Todavía siento que estuve metido en un brumoso cuento de Roberto Arlt.
La invitación de Laura me llegó vía mail el miércoles, y es ésta; la cito porque me ahorra describir lo que en efecto vi: “En cuanto a encontrarnos mañana jueves en la tanguería/milonga, te propongo que sea a las 20.30. La dirección es La Rioja 1180 (esto sería La Rioja y San Juan). Respecto de hasta cuándo quedarse, eso lo decide cada asistente de acuerdo con su vida personal: hay gente que no trabaja por la mañana y se queda hasta las 3; otros se levantan temprano y se retiran a las 23, etc. Voy a dejar avisado a la señora de la boletería para que preguntes por Quique o por mí. Seguramente estarás en la mesa de él porque en estos lugares las mesas se distribuyen por sexo: las nenas con las nenas y los nenes con los nenes... salvo que sean parejas, en cuyo caso están sentados a la misma mesa y bailan entre ellos dos en exclusiva (y ya fue uno de los tantos códigos de la danza del tango). Otro de los códigos es el cabeceo. En realidad, todo empieza por el contacto visual. Mujeres y hombres hacemos ‘paneo de cámara’; en ese paneo, puedo captar que me mira un caballero, él me invitará a bailar con un cabeceo. Si me interesa bailar con él por el motivo que sea, asiento con la cabeza o hago algún gesto aprobatorio. Entonces él se levanta, viene hasta mi mesa y recién entonces me paro y comenzamos a bailar. El cabeceo es el invento más maravilloso para elegirse como compañeros de baile: si el candidato no me interesa, miro para otro lado, como si no lo hubiera visto y él no queda públicamente desairado. Se considera una descortesía venir a sacar a la mesa, porque está obligando a aceptar a la mujer o él corre el riesgo de que lo rechace públicamente y deba volver a su sitio cabizbundo, meditabajo y con el rabo entre las patitas. Otra descortesía es, una vez terminada la tanda (3 o 4 piezas seguidas) dejar a la mujer parada en medio de la pista; no, el hombre debe acompañarla hasta su silla y después él regresa a su lugar”.
Suena fácil. Vi de veras lo que me anticipa Laura en su carta, el cabeceo de los señores, la aceptación de las mujeres, las tandas de tres canciones y una pausita como de un minuto entre tandas, la ausencia de aplausos entre tema y tema, el cadencioso oleaje de las parejas alrededor de la pista. Lo que más me asombró, además de lo difícil que se ve bailar ese ritmo endemoniado, fue un detalle que me dio la clave para entender por qué en México jamás bailaremos tango como en las milongas porteñas: es, por así decirlo, la promiscuidad dancística. Aunque una pareja vaya en pareja, puede/debe sentarse en mesas distintas, y, aunque baile algunas tandas, sus integrantes, hombre y mujer, bailan con otras mujeres y otros hombres, lo que sería intolerable en nuestra cultura. ¿Cómo —diría un macho mexicano estándar—, mi vieja va a bailar con otro cabrón? O ¿cómo —diría una mujer mexicana estándar—, mi viejo va a bailar con una volada? Jamás, sería la respuesta en ambos casos.
Otro detalle digno de ser resaltado es la capacidad que tiene la milonga para provocar entrecruzamientos. No sé cómo explicarlo con exactitud. La edad de la concurrencia anda en un promedio de sesenta años; vi pues que hombres de setenta, incluso de ochenta años, “cabeceaban” a muñecas bravas de cincuenta, y ellas, sin pestañear, aceptaban el convite. También a la inversa: jóvenes de cincuenta que cabeceaban a mujeres de setenta o más, y bailaban como si se amaran. Igual en términos de clase: jueces, filósofos, obreros, médicos, burócratas, todos bailando, todos igualados por el tango. Muy extraño fue esto para un mexicano alelado por códigos desconocidos. Todavía siento que estuve metido en un brumoso cuento de Roberto Arlt.