jueves, mayo 20, 2010

Laguna enlutada



Es ineludible tratar, así sea elípticamente, al tema lagunero más importante de su historia reciente; me refiero, por supuesto, a la cobertura que ha recibido nuestra región en la presente semana. Anticipo que, atenido a un monitoreo exprés de los medios, mi conclusión es ésta: importa más el secuestro/desaparición de un político famoso y de sórdida trayectoria que otro asunto escalofriante y de récord. No hay comparación, pese a lo lamentable que en efecto es la privación de la libertad del susodicho político. Es claro, a estas alturas demasiado claro: a La Laguna le falta el antiglamour del DF, Juárez o Tijuana, por eso allá sí se apersonan secretarios de estado y hasta el presidente en funciones cuando la ocasión lo requiere con urgencia al menos para cuidar las formas. ¿Y aquí? Aquí nada. Aquí hay que enterrar a los muertos y ya, no más, luego a tratar de seguir viviendo como si nada, como si no sufriéramos un caos que hubiera redefinido los postulados de Kafka.
Pues sí: qué ganas de escribir sobre el Santos y su finalísima de hoy, qué deseos de seguir con la inagotable literatura como si cualquier cosa. No, hay que hacer aunque sea un breve y discreto alto en el camino de lo grato y de lo hermoso para insinuar, apenas insinuar, que tras los acontecimientos no ha elevado la voz en firme ninguna autoridad, ninguna, en promesa de justicia y quizá en procura de usufructo político. Que no sea el desborde de un río, una epidemia, la inauguración de una escuela en zona desvalida, el remozamiento del demacrado entorno físico, la atención a los ancianos desamparados. En todo eso sí se apersona la autoridad, la autoridad de carne y hueso, para que la raja mediática le toque sin ninguna duda. Pero lo otro, eso que es impronunciable y que nos agravia a todos, y nos asusta a todos, y nos desmoraliza a todos, eso no demanda el concurso de la autoridad. En este caso, sólo dos o tres declaraciones gaseosas, inconsistentes, o ninguna, como fue el caso del Ejecutivo federal que a La Laguna no mandó ni una coronita floral de la calle Blanco, una coronita que fuera testimonio de su repudio al mal y de solidaridad con los deudos, los deudos que en este caso, quiero pensar, somos todos los laguneros por más que el parte diga diez, cuatro, ocho, dos muertos. Lo importante en este caso es que son muchos; no son muchos, son demasiados, porque demasiados es más que muchos, demasiados significa más de los que cualquiera puede asimilar como suficientes para que la autoridad ya no “tome cartas en el asunto” y en verdad haga algo, algo que comience por hacerse presente ante los deudos para expresarles que la responsabilidad de las autoridades empieza con el abrazo fraterno que en ese gesto comienza a restañar, si eso es posible, la herida y generar confianza.
Cuando tal hecho no ocurre, ¿qué confianza puede tenerse en la autoridad? ¿Qué rayos importan las declaraciones sobre inauguración de obras y todo lo demás si lo básico, lo elemental, lo fundamental, la vida, está siendo atropellado a quemarropa, a mansalva, con excesos jamás vistos en un país que se ufana de de democrático? Ya no se pide el consuelo de la justicia, pues ella, la mujer de la balanza y la venda en los ojos, hace mucho que fue asesinada en Juárez o en cualquier otro lugar del país; se pide, al menos, un mendrugo de respeto a la ciudadanía, respeto que comienza por estar allí, al lado de quienes han sufrido una pérdida que sólo puede paliar la presencia física de los responsables directos de la seguridad, los gobernantes elegidos por el pueblo, los hombres que, se supone, detentan legalmente el instrumento de la seguridad y pueden ejercer la fuerza en caso de estropicios contra la población.
Aterra el terror. Es lógico que la gente lo padezca, pues está prácticamente incapacitada por la ley y por la lógica para defenderse. Su única defensa es, y esto hay que ponerlo en duda, el encierro, la negación de la convivencia pública. Aterra el terror, cierto, pero más aterra ver que ante los hechos la autoridad actúa como si compartiera el legítimo miedo de la población; desaparece, se oculta en una declaración cliché y de inmediato corre a resguardarse en el atole de las obras de gobierno. Bienvenidas las obras, pero ellas no significarán gran cosa si no van acompañadas del luto solidario, de la presencia inmediata junto a las víctimas y de la declaración incontrovertible y verdaderamente humana sobre la necesidad de imponer la paz.