domingo, mayo 16, 2010

Cierre de bitácora



Llegué ayer y ayer mismo, ya aquí, escribí que a mis interlocutores argentinos les parecían exagerados todos mis relatos sobre lo que ocurre en México. Los entiendo. Para un extraño debe ser difícil comprender que un país al que siempre imaginaron estable ahora pase los pésimos momentos que yo trataba de describir sin echarle demasiada e innecesaria crema a los tacos. Por ejemplo, no podían creer (los ojos se les hacían de plato) que en los noticieros, como si fuera dato de la bolsa de valores, hubiera un conteo cuyo promedio es de cuarenta muertos diarios. ¿Y la autoridad no hace nada?, me preguntaban. Tampoco podían creer la saña; decían desconcertados: bueno, supongamos que alguien mata a alguien de un balazo, ¿qué necesidad hay luego de desmembrarlo o de disolverlo en ácido? Igualmente, no creían en la parálisis de la sociedad. Preguntaban: ¿y nadie hace nada?
Viajé con la idea de que allá vivían enterados de lo mal que la estamos pasando en México. Pensé que 22 mil muertos en lo que va del sexenio eran motivo suficiente de preocupación. Erré en los cálculos. La globalización de la economía no se traduce necesariamente en globalización de la inquietud por ciertos temas. Si a eso le sumamos que los propios argentinos también padecen graves problemas, para mí fue lógico después que nuestros muchísimos muertos no hubieran repercutido más allá de las fronteras de nopal.
Pasa hasta con nosotros. ¿Qué hacemos ahora cuando leemos o escuchamos que hallaron el cadáver de un sujeto en la cajuela de un coche? ¿Nos interesa su nombre, su origen, su ocupación, su familia, los posibles móviles de la agresión que lo victimó? Creo que ya no. Le damos vuelta a la página y el muerto vale tanto o menos que una nota informativa sobre la descompostura de bebederos en la alameda. Toda información repetitiva se desgasta, ¿y qué noticia más repetitiva en México que la referida a muertos y otra vez muertos?
En los quince días recientes que pude respirar una atmósfera sin tanto olor a pólvora informativa sufrí, por qué no confesarlo, un sentimiento de pena doble: por un lado, me torturó la idea de no tener cerca por esos días a mis mujeres, y, por el otro, su equivalente de tenerlas expuestas a nuestro país. Soy de los que ha leído un poco sobre experiencias violentas en otros espacios y sé por tanto que en épocas de fascistización galopante (la Argentina sufrió eso del 76 al 82) nadie debe estar confiado.
Tras regresar, e incluso un poco antes, he recibido cartas y ahora recién llamadas telefónicas de aliento y agradecimiento. Cito particularmente la carta de Alejandro Pérez Merodio y la llamada del ingeniero Jorge Ramírez; ambos me comunican que han leído con gusto la bitácora de viaje. A ellos, y tal vez a otros como ellos que quizá me leyeron por estos días, les comento ahora que, como muchos periodistas de la localidad, quisiera y quiero meter más la cuchara en otros temas ajenos a la frivolidad de la literatura y del viaje. De más está decir lo que cualquiera con sentido común podría conjeturar. Esto puede, por supuesto, sonar a pose, a que uno se las da de interesante. Qué suene como suene, pero ahora aquí la vida no vale nada y es mejor dar la impresión de banal que de muerto.
En este nuevo periplo sentí que en la Argentina nunca comprendieron bien a bien mis descripciones. Todo, creo, lo percibían desmesurado, irreal, como fantasiosa escena de Dante. Por los nexos establecidos, sé que ahora algunos de mis nuevos amigos de allá tienen la dirección de mi blog y acaso le darán un esporádico vistazo a lo que escribo para La Opinión. A ellos les informo que llegué bien, muy contento, el viernes 14 de mayo a mediodía. A ellos les comento que me dio mucho gusto saludarlos, conocerlos, tratarlos. También a ellos les reitero que volveré pronto, tal vez en mayo de 2011. Por último, a ellos también les hago saber que en la noche de mi llegada hubo una nueva masare en un antro (así llaman acá a los bares) de la comarca lagunera. La información es vaga (dicen que ocho muertos y quince heridos), pero suficiente para saber que el infierno tan temido sigue igual. O peor, si eso es posible.