Cuando apenas tenía 23 años, Héctor Libertella ganó el Premio Paidós 1968 con El camino de los hiperbóreos. Tras ese hit, el narrador nacido en Bahía Blanca ubicó su nombre entre los más sobresalientes de la nueva narrativa argentina. Sus libros, siempre raros desde los mismos títulos (¡Cavernícolas!, El paseo internacional del perverso, Memorias de un semidiós, entre otros), sirvieron para granjearle amplio prestigio en su país, sólo en su país, pues no creo que su lúcida obra sea conocida más allá de la Argentina.
Es pertinente decir que en su país nomás, y no tanto como para imaginarlo leído por multitudes. Nació en el 45, murió en 2006. Entre esas dos fechas, además de escribir, fue editor, maestro, exiliado, conversador empedernido, símbolo de marginalidad, traductor e investigador. Entre sus labores editoriales, colaboró para el FCE en México y Monte Ávila en Venezuela. Durante sus últimos años fue el animador principal del bar Varela, Varelita, sitio donde derramaba conversada inteligencia.
Es un autor de los llamados “de culto”, es decir, de los leídos por una secta de fieles, de seguidores que lo conocen de pe a pa. Libertella no creía en el estrellato literario; la fama, pera él, era un destino triste para el escritor. Por eso afirmó: “Allí donde hay un interlocutor, uno solo, ahí se constituye un mercado. ¿Qué quiere decir esto? Los transpiradores se pasan la vida buscando vender miles de ejemplares a cambio del diez por ciento de los bolsillos de sus lectores. Pero con un simple susurro al oído del emperador Octavio Augusto, Cayo Clinio Mecenas colocó a Virgilio en el palacio. Y el mercado unipersonal de Virgilio hasta terminó siendo más grande que el del popular y esforzado Petronio. Hoy en Argentina tal vez convenga llevar sólo 300 ejemplares al hueso del ghetto literario, en lugar de treinta mil a la adiposis masiva”.
Era un hombre de enfoques atípicos, un gustoso de la boutade desconcertante: “Para entender la situación del país, les recomiendo a mis amigos no leer historia o política, sino alquilar seis o siete westerns en el videoclub. En las leyes del Lejano Oeste hay una verdad en clave de ficción que nos explica mejor que ninguna biblioteca”, decía.
La capacidad libertelleana para enfocar distinto se nota claramente en El lugar que no está allí, nouvelle en la que juega con un narrador que es y no es Antonio Pigafetta, el hombre que narró la primera vuelta al mundo encomendada a Farnando de Magallanes por la corona española. Esta es una de las dos novelitas póstumas de Libertella, un juguete literario que, como todos los suyos, escapa a las clasificaciones fáciles, a los cánones tanto del mercado como de la academia. La acabo de leer, por cierto.
Parece de entrada un relato histórico, una recreación de lo que escribe Pigafetta sobre la andanza náutica de la expedición magallánica. Poco a poco advertimos que no es eso, o que sí es, pero también una especie de sueño de Pigafetta soñando que navega para dar la vuelta al mundo. El texto apela tenuemente al estilo retórico de la época, a las peculiaridades sintácticas no gobernadas todavía por academias, pero al mismo tiempo sentimos que alguien de esta época se asoma en los párrafos con una irónica risilla de gnomo. En otras palabras, El lugar que no está ahí trabaja con la materia de la ambigüedad, es una novela en la que sentimos el mareo y la desesperación de una escritura que se encuentra a medio camino entre la vigilia y el sueño.
Extrañamente, la breve novela no permite saber a las claras en qué punto se encuentra la voz narrativa, quién relata y por qué relata. En ese sentido, es como si un afantasmado testigo de la aventura marina nos metiera en su mundo alucinado. Extrañamente también, la breve novela nos atrae, nos paraliza y nos obliga a seguir la ruta de la narración como si nosotros, los lectores, también fuéramos víctimas del espejismo que es navegar sin un destino claro. En suma, Libertella ha creado una metáfora sobre el conocimiento, sobre la búsqueda del conocimiento que en esencia es, siempre, un pobre tanteo en la oscuridad a la que vivimos encadenados.Héctor Libertella, un escritor de escaso público, ha merecido el respeto de pocos que lo han sabido apreciar como lo que fue: un excepcional. Con eso le hubiera bastado, pues pensaba: “Si uno tiene muchos lectores, hay que empezar a desconfiar de lo que está haciendo”.
Es pertinente decir que en su país nomás, y no tanto como para imaginarlo leído por multitudes. Nació en el 45, murió en 2006. Entre esas dos fechas, además de escribir, fue editor, maestro, exiliado, conversador empedernido, símbolo de marginalidad, traductor e investigador. Entre sus labores editoriales, colaboró para el FCE en México y Monte Ávila en Venezuela. Durante sus últimos años fue el animador principal del bar Varela, Varelita, sitio donde derramaba conversada inteligencia.
Es un autor de los llamados “de culto”, es decir, de los leídos por una secta de fieles, de seguidores que lo conocen de pe a pa. Libertella no creía en el estrellato literario; la fama, pera él, era un destino triste para el escritor. Por eso afirmó: “Allí donde hay un interlocutor, uno solo, ahí se constituye un mercado. ¿Qué quiere decir esto? Los transpiradores se pasan la vida buscando vender miles de ejemplares a cambio del diez por ciento de los bolsillos de sus lectores. Pero con un simple susurro al oído del emperador Octavio Augusto, Cayo Clinio Mecenas colocó a Virgilio en el palacio. Y el mercado unipersonal de Virgilio hasta terminó siendo más grande que el del popular y esforzado Petronio. Hoy en Argentina tal vez convenga llevar sólo 300 ejemplares al hueso del ghetto literario, en lugar de treinta mil a la adiposis masiva”.
Era un hombre de enfoques atípicos, un gustoso de la boutade desconcertante: “Para entender la situación del país, les recomiendo a mis amigos no leer historia o política, sino alquilar seis o siete westerns en el videoclub. En las leyes del Lejano Oeste hay una verdad en clave de ficción que nos explica mejor que ninguna biblioteca”, decía.
La capacidad libertelleana para enfocar distinto se nota claramente en El lugar que no está allí, nouvelle en la que juega con un narrador que es y no es Antonio Pigafetta, el hombre que narró la primera vuelta al mundo encomendada a Farnando de Magallanes por la corona española. Esta es una de las dos novelitas póstumas de Libertella, un juguete literario que, como todos los suyos, escapa a las clasificaciones fáciles, a los cánones tanto del mercado como de la academia. La acabo de leer, por cierto.
Parece de entrada un relato histórico, una recreación de lo que escribe Pigafetta sobre la andanza náutica de la expedición magallánica. Poco a poco advertimos que no es eso, o que sí es, pero también una especie de sueño de Pigafetta soñando que navega para dar la vuelta al mundo. El texto apela tenuemente al estilo retórico de la época, a las peculiaridades sintácticas no gobernadas todavía por academias, pero al mismo tiempo sentimos que alguien de esta época se asoma en los párrafos con una irónica risilla de gnomo. En otras palabras, El lugar que no está ahí trabaja con la materia de la ambigüedad, es una novela en la que sentimos el mareo y la desesperación de una escritura que se encuentra a medio camino entre la vigilia y el sueño.
Extrañamente, la breve novela no permite saber a las claras en qué punto se encuentra la voz narrativa, quién relata y por qué relata. En ese sentido, es como si un afantasmado testigo de la aventura marina nos metiera en su mundo alucinado. Extrañamente también, la breve novela nos atrae, nos paraliza y nos obliga a seguir la ruta de la narración como si nosotros, los lectores, también fuéramos víctimas del espejismo que es navegar sin un destino claro. En suma, Libertella ha creado una metáfora sobre el conocimiento, sobre la búsqueda del conocimiento que en esencia es, siempre, un pobre tanteo en la oscuridad a la que vivimos encadenados.Héctor Libertella, un escritor de escaso público, ha merecido el respeto de pocos que lo han sabido apreciar como lo que fue: un excepcional. Con eso le hubiera bastado, pues pensaba: “Si uno tiene muchos lectores, hay que empezar a desconfiar de lo que está haciendo”.