Me fue muy bien en la mesa de la Feria del Libro de Buenos Aires. Recibí buenos comentarios y, como me ha pasado siempre acá, una calidez que contradice el prejuicio que solemos tener sobre los argentinos. Pura buena actitud, pura camaradería. Fue una sesión maratónica de las llamadas Segundas Jornadas de Microficción en esa Feria. La actividad comenzó a las 6:30 del 3 de mayo y duró casi cuatro horas; concluyó hasta las 10. Fue muy grato ver un salón para 200 personas casi lleno; la mayor parte del público era joven como de prepa y universidad. Luego de eso, como veinte de los participantes derivamos en un restaurantito donde dimos cuenta de una ronda deliciosa de empanadas, vino, café y “gaseosas”, como les llaman acá a nuestros refrescos. Fui el único extranjero que participó en las Jornadas, pues de última hora el venezolano Gabriel Jiménez Emán no pudo hacer el viaje.
Esta es mi primera visita a la Feria; luego trataré de hacer una mejor descripción, pero adelanto que es grande, sí, aunque mucho menos que la de Guadalajara. La FIL es descomunal, una de las más grandes del mundo, así que la Feria Argentina parece un tanto chica, como una cuarta parte de su congénere mexicana. Eso no significa que no organice muchas actividades importantes alrededor del libro. Para dar una idea de los prestigios literarios que acá andan, basta mencionar a Vila-Matas y Baricco, entre los extranjeros, o a Sylvia Iparraguirre y Felipe Pigna, a quienes pude saludar (con más calma, énfasis y afecto a “la Iparraguirre”, pues es amiga de varios amigos míos, una estrella de la narrativa argentina, una hermosa y distinguida mujer, autora, entre otros, de La tierra del fuego, y esposa además de un, para mí, cuentista-monstruo llamado Abelardo Castillo). En fin; a ver si mañana me adentro más en el tema de la Feria. Ya veré, pues ando en ajetreos que no me permiten saber de qué voy escribir o, en el peor de los casos, si podré hacerlo.
Por ahora, quisiera comentar algo que quizá nos pasa a todos cuando nos vamos encariñando con un espacio. Este es mi tercer periplo por acá, y no sé si he idealizado a Buenos Aires. Esa impresión tengo ahora. En el primer viaje, todo lo sentí limpio, ordenado. Fue en 2004; aquí cumplí cuarenta años, recuerdo, pues hice una estancia como de veinte días y se atravesó el 23 de mayo.
Luego, en 2007, igual. Coincidí con Fernando Fabio Sánchez, escritor lagunero, y recorrimos kilómetros y kilómetros de ciudad, todo con la sensación, la certeza, más bien, de que Baires es una urbe distinguida, cosmopolita, agradable a cualquier fuereño.
Ahora, no sé por qué, esa idealización o lo que sea ha topado con el desconcierto: ¿esta es la ciudad que visité hace pocos años? No me parece. Ignoro si es porque en aquellos viajes venía algo cegado por la novedad o si en verdad la cosa anda muy mal por acá. Explico. Sé que vi pobres, muchos pobres, en los recorridos anteriores, pero ahora noto más. Y aparte de eso (un rasgo común de nuestras sufridas repúblicas), una suerte de agudo descuido del aseo público. En la limpieza de las ciudades creo advertir más de lo que suele pensarse: una ciudad limpia logra esa imagen porque además de un servicio público satisfactorio cuenta con el aporte de los ciudadanos. Creo notar una relación entre tranquilidad económica y tratamiento adecuado de los desechos. Acá, al contrario, percibo que la ciudad está más sucia, con puntos donde se acumulan bolsas destripadas, papeles, cartones, envases vacíos de todo tipo. Un taxista me comentó que las autoridades dejan las bolsas a merced de los menesterosos, quienes las esculcan en las madrugadas y dejan un reguero de mugre a toda hora. Mal, muy mal en todos los sentidos, si eso es cierto. Mal, claro, que haya tantos menesterosos, seres con la vida derrumbada, sin nada más que la esperanza de pepenar lo que sea entre la inmundicia de la urbe. Y mal también que la escoria se desparrame así, burdamente. No quiero difamar a Buenos Aires, pero siento que esta vez no luce tan bella como la vi hace seis y tres años. Algo pasó. No sé qué fue. Me apena mucho.
Esta es mi primera visita a la Feria; luego trataré de hacer una mejor descripción, pero adelanto que es grande, sí, aunque mucho menos que la de Guadalajara. La FIL es descomunal, una de las más grandes del mundo, así que la Feria Argentina parece un tanto chica, como una cuarta parte de su congénere mexicana. Eso no significa que no organice muchas actividades importantes alrededor del libro. Para dar una idea de los prestigios literarios que acá andan, basta mencionar a Vila-Matas y Baricco, entre los extranjeros, o a Sylvia Iparraguirre y Felipe Pigna, a quienes pude saludar (con más calma, énfasis y afecto a “la Iparraguirre”, pues es amiga de varios amigos míos, una estrella de la narrativa argentina, una hermosa y distinguida mujer, autora, entre otros, de La tierra del fuego, y esposa además de un, para mí, cuentista-monstruo llamado Abelardo Castillo). En fin; a ver si mañana me adentro más en el tema de la Feria. Ya veré, pues ando en ajetreos que no me permiten saber de qué voy escribir o, en el peor de los casos, si podré hacerlo.
Por ahora, quisiera comentar algo que quizá nos pasa a todos cuando nos vamos encariñando con un espacio. Este es mi tercer periplo por acá, y no sé si he idealizado a Buenos Aires. Esa impresión tengo ahora. En el primer viaje, todo lo sentí limpio, ordenado. Fue en 2004; aquí cumplí cuarenta años, recuerdo, pues hice una estancia como de veinte días y se atravesó el 23 de mayo.
Luego, en 2007, igual. Coincidí con Fernando Fabio Sánchez, escritor lagunero, y recorrimos kilómetros y kilómetros de ciudad, todo con la sensación, la certeza, más bien, de que Baires es una urbe distinguida, cosmopolita, agradable a cualquier fuereño.
Ahora, no sé por qué, esa idealización o lo que sea ha topado con el desconcierto: ¿esta es la ciudad que visité hace pocos años? No me parece. Ignoro si es porque en aquellos viajes venía algo cegado por la novedad o si en verdad la cosa anda muy mal por acá. Explico. Sé que vi pobres, muchos pobres, en los recorridos anteriores, pero ahora noto más. Y aparte de eso (un rasgo común de nuestras sufridas repúblicas), una suerte de agudo descuido del aseo público. En la limpieza de las ciudades creo advertir más de lo que suele pensarse: una ciudad limpia logra esa imagen porque además de un servicio público satisfactorio cuenta con el aporte de los ciudadanos. Creo notar una relación entre tranquilidad económica y tratamiento adecuado de los desechos. Acá, al contrario, percibo que la ciudad está más sucia, con puntos donde se acumulan bolsas destripadas, papeles, cartones, envases vacíos de todo tipo. Un taxista me comentó que las autoridades dejan las bolsas a merced de los menesterosos, quienes las esculcan en las madrugadas y dejan un reguero de mugre a toda hora. Mal, muy mal en todos los sentidos, si eso es cierto. Mal, claro, que haya tantos menesterosos, seres con la vida derrumbada, sin nada más que la esperanza de pepenar lo que sea entre la inmundicia de la urbe. Y mal también que la escoria se desparrame así, burdamente. No quiero difamar a Buenos Aires, pero siento que esta vez no luce tan bella como la vi hace seis y tres años. Algo pasó. No sé qué fue. Me apena mucho.