Córrale, todavía quedan ejemplares de Nomádica 40, que contiene, entre otros, “Los osos y su mirada”, comentario de Paco Valdés Perezgasga sobre el Ursus americanus de la Sierra Picachos, en Nuevo León; y “Adaptaciones de los chapulines” de la Reserva de la Biosfera de Mapimí (en este caso como tema biológico, no político). Además, como en algunos números recientes de Nomádica he tratado de establecer una vinculación entre literatura y flora/fauna, comparto aquí el más reciente que espero sirva de gancho y no de lo contrario; lleva el título que encabeza esta entrega de Ruta Norte:
En la visita que hizo a Torreón hacia octubre de 2007, René Avilés Favila me dejó, aparte de una grata impresión de conversador repleto de anécdotas e información sobre los pequeños y grandes enconos del mundillo cultural capitalino, un par de libros. Uno de ellos fue la edición, todavía fresca de tinta en aquel momento, de El bosque de los prodigios (bestiario prehispánico y otras aberraciones), obra que sin duda pertenece a la genealogía que en América Latina tiene como piedra angular al Manual de zoología fantástica, de Borges. Ya en otro momento dentro de estas páginas nomádicas he recordado que en México hay, por lo menos, dos autores que no están tan a la zaga del escritor argentino: Juan José Arreola, con su Bestiario, y Eduardo Lizalde, con su Manual de flora fantástica. A ellos podemos agregar, aunque el registro de sus microprosas es algo distinto, La oveja negra y demás fábulas, de Augusto Monterroso.
La peculiaridad de El bosque de los prodigios (libro que por cierto se suma a la reunión de las obras completas que Editorial Patria viene haciendo de Avilés Fabila) está planteada en el subtítulo. Si Borges comenta los rasgos de muchos seres de diferentes mitologías y Arreola escoge bestias de distintos nichos ambientales, el autor de Los juegos centra su mirada en la exuberancia de las mitologías americanas antes de la llegada de los españoles. No le faltan, pues, prodigios a su obra, ya que si algo tuvieron las culturas precolombinas fueron seres imaginarios que “encarnaban” seres y fenómenos visibles e invisibles.
Apegado al registro asentado por Borges en su Manual…, Avilés Fabila aborda con ironía a cada uno de sus seres. El diapasón o tono de esta prosa, creo, tuvo como principal difusor a Borges en Latinoamérica, pero en más de una ocasión se ha insistido que ese enfoque socarrón es una herencia de Marcel Schwob, de suerte que, por ejemplo, la Historia universal de la infamia es impensable sin las Vidas imaginarias escritas por el francés. A esa cadena de influencias se suma El bosque… de Avilés Fabila, y dado que domina bien el registro irónico, las numerosas entidades mágicas que pueblan su libro nos llevan de la mano hacia esa forma de la escritura que parece estar lejos del humor, pero que definitivamente lo busca y lo alcanza. Veamos algunos casos:
En “El árbol asesino” (ya el mismo título refleja el ameno disparate), se afirma que “Ninguno de ellos proyectaba sombra y las plantas no crecían a su alrededor. Una especie de pino de ramas oscuras, largas y flexibles que se agitaban como tentáculos de pulpo. Al tener cerca a su víctima, humana o animal, los brazos lo atrapaban y le sorbían la sangre. Por ello no requerían de agua para sobrevivir”.
El libro alcanza puntos de hilarante ebullición en más de una página. Y es justificable: al aplicar al mundo prehispánico la lógica cartesiana que supuestamente ya tenemos, el resultado es la risa; en “El pez de agua”, el autor resume lo que describió un fraile franciscano: “Es un pez que tiene todas las características del medio donde habita: el agua. Es inodoro, incoloro y carece de sabor, lo que significa que las carnes, la sangre y la osamenta del animal son de agua y en consecuencia no es posible verlo. Alguna vez, narra el religioso, lo tuvo en las manos, lo sintió, entre desconcertado y asqueado y violentamente lo devolvió a su elemento. Le pareció una ‘cosa del diablo’, pues se trataba de un ‘pez invisible a los ojos’, una criatura demoniaca”.
Más allá de la documentación existente, como no es un libro de historia ni de zoología el lector acepta el convenio de las hipérboles o las conjeturas sobre los seres enlistados, de ahí que, como en “El guajolote parlante de los aztecas”, importe menos la referencia documental, si la hay, que los rasgos atribuidos al animal por la conseja populachera: “Ave codiciada (…) los mexicas o los tlaxcaltecas llegaban a adquirirla en el mercado de Tlatelolco. Muchos guajolotes parlantes eran dueños de un gran repertorio de palabras escuchadas a lo largo de su vida. Entre más vocablos sabían, más alto era el precio solicitado”.
Más de un placer depara El bosque de los prodigios al lector que allí se adentre. No vacilo en concluir que este libro no desmerece frente a sus notables antecesores.
En la visita que hizo a Torreón hacia octubre de 2007, René Avilés Favila me dejó, aparte de una grata impresión de conversador repleto de anécdotas e información sobre los pequeños y grandes enconos del mundillo cultural capitalino, un par de libros. Uno de ellos fue la edición, todavía fresca de tinta en aquel momento, de El bosque de los prodigios (bestiario prehispánico y otras aberraciones), obra que sin duda pertenece a la genealogía que en América Latina tiene como piedra angular al Manual de zoología fantástica, de Borges. Ya en otro momento dentro de estas páginas nomádicas he recordado que en México hay, por lo menos, dos autores que no están tan a la zaga del escritor argentino: Juan José Arreola, con su Bestiario, y Eduardo Lizalde, con su Manual de flora fantástica. A ellos podemos agregar, aunque el registro de sus microprosas es algo distinto, La oveja negra y demás fábulas, de Augusto Monterroso.
La peculiaridad de El bosque de los prodigios (libro que por cierto se suma a la reunión de las obras completas que Editorial Patria viene haciendo de Avilés Fabila) está planteada en el subtítulo. Si Borges comenta los rasgos de muchos seres de diferentes mitologías y Arreola escoge bestias de distintos nichos ambientales, el autor de Los juegos centra su mirada en la exuberancia de las mitologías americanas antes de la llegada de los españoles. No le faltan, pues, prodigios a su obra, ya que si algo tuvieron las culturas precolombinas fueron seres imaginarios que “encarnaban” seres y fenómenos visibles e invisibles.
Apegado al registro asentado por Borges en su Manual…, Avilés Fabila aborda con ironía a cada uno de sus seres. El diapasón o tono de esta prosa, creo, tuvo como principal difusor a Borges en Latinoamérica, pero en más de una ocasión se ha insistido que ese enfoque socarrón es una herencia de Marcel Schwob, de suerte que, por ejemplo, la Historia universal de la infamia es impensable sin las Vidas imaginarias escritas por el francés. A esa cadena de influencias se suma El bosque… de Avilés Fabila, y dado que domina bien el registro irónico, las numerosas entidades mágicas que pueblan su libro nos llevan de la mano hacia esa forma de la escritura que parece estar lejos del humor, pero que definitivamente lo busca y lo alcanza. Veamos algunos casos:
En “El árbol asesino” (ya el mismo título refleja el ameno disparate), se afirma que “Ninguno de ellos proyectaba sombra y las plantas no crecían a su alrededor. Una especie de pino de ramas oscuras, largas y flexibles que se agitaban como tentáculos de pulpo. Al tener cerca a su víctima, humana o animal, los brazos lo atrapaban y le sorbían la sangre. Por ello no requerían de agua para sobrevivir”.
El libro alcanza puntos de hilarante ebullición en más de una página. Y es justificable: al aplicar al mundo prehispánico la lógica cartesiana que supuestamente ya tenemos, el resultado es la risa; en “El pez de agua”, el autor resume lo que describió un fraile franciscano: “Es un pez que tiene todas las características del medio donde habita: el agua. Es inodoro, incoloro y carece de sabor, lo que significa que las carnes, la sangre y la osamenta del animal son de agua y en consecuencia no es posible verlo. Alguna vez, narra el religioso, lo tuvo en las manos, lo sintió, entre desconcertado y asqueado y violentamente lo devolvió a su elemento. Le pareció una ‘cosa del diablo’, pues se trataba de un ‘pez invisible a los ojos’, una criatura demoniaca”.
Más allá de la documentación existente, como no es un libro de historia ni de zoología el lector acepta el convenio de las hipérboles o las conjeturas sobre los seres enlistados, de ahí que, como en “El guajolote parlante de los aztecas”, importe menos la referencia documental, si la hay, que los rasgos atribuidos al animal por la conseja populachera: “Ave codiciada (…) los mexicas o los tlaxcaltecas llegaban a adquirirla en el mercado de Tlatelolco. Muchos guajolotes parlantes eran dueños de un gran repertorio de palabras escuchadas a lo largo de su vida. Entre más vocablos sabían, más alto era el precio solicitado”.
Más de un placer depara El bosque de los prodigios al lector que allí se adentre. No vacilo en concluir que este libro no desmerece frente a sus notables antecesores.