No recuerdo la página, pero sí el pasaje. Está en El pez en el agua, de Mario Vargas Llosa. Al referirse a ciertos amigos o conocidos suyos, intelectuales para más señas, el peruano recordó que solían hacer bromas crueles, juegos de palabras despiadados, malévolas comparaciones. Eso se daba, por supuesto, en un contexto de conversación relajada, amistosa, un terreno donde el humor negro goza de muy buena recepción entre los intelectuales. Al escribir eso, y sin asumir una etiqueta (la de “intelectual”) que forzosamente suena ridícula cuando alguien se la aplica a sí mismo, pensé que muchos de mis amigos y yo solemos hacer lo mismo: quien escribe, quien lee, quien de alguna manera anda metido en trotes de crítica y creación acostumbra hacer comentarios inhumanos sobre todo, de ahí que muchas veces resulte chocante a la gente alejada de ese mundillo.
Con recursos pobres de imaginación y de escritura, he incurrido e incurriré en el desliz del humor negro narrativo. Sin embargo, hay dos o tres temas en los que no me permito el lujo de esa desfachatez. Uno de ellos, ahora convertido en la peor de las miserias nacionales, es el de la violencia. Como cualquier mexicano más o menos bien nacido, meneo y meneo la cabeza en señal de negación, como quien concluye con impotencia que esto está ahora más allá de la comprensión, que esto ya no es vida, que estamos no cerca del infierno, sino en él. En él, cierto, porque poco a poco quedamos arrinconados, metidos en cubiles, con el pánico anudado en los cogotes. ¿En qué momento, como se pregunta Santiago Zavala en Conversación en La Catedral, se jodió lo que se nos jodió? ¿Qué hemos hecho mal para merecer esta endiablada caricatura de país?
Comento lo del humor ácido y la antisolemnidad hiriente que goza de amplia aceptación en el gremio de los intelectuales porque si en un ambiente de esos alguien recuerda la Cartilla moral de Alfonso Reyes no pasará, lo aseguro, un segundo antes de que los sarcasmos despiadados le lluevan sobre la mollera. Me temo, sin embargo, que debemos ocupar la cabeza en algo que de verdad nos vuelva la mirada al nacionalismo más elemental, al mínimo sentido de patria que hasta los más relajados deben observar si no queremos que el país se nos escurra de las manos, si es que no se ha escurrido ya sin que nos hayamos dado cuenta.
Este es el párrafo de presentación sobre el contexto de aquel tratadito alfonsino: “A solicitud de Jaime Torres Bodet, entonces secretario de Educación Pública, Alfonso Reyes redactó, en 1944, un breve texto que llamó Cartilla moral. La cartilla resume algunas de las más ilustres opiniones sobre la materia, de pensadores de la Grecia Clásica, por ejemplo, a la que don Alfonso era tan aficionado, y está escrita con sencillez, cortesía y claridad tan deliberadas que se antoja hecha para ser leída en voz alta a los niños o a educandos adultos. No es, ciertamente, un escrito moderno o de actualidad, pero tiene, en cambio, una gravedad rotunda que añade al valor de la exposición ética la ilustración histórica indirecta de la solemnidad con que, hasta hace relativamente poco tiempo, se trataron estas cuestiones. La cartilla se ofrece al maestro y a todas las personas, pues, no tanto como un cuerpo de doctrina, sino como testimonio pedagógico de uno de nuestros mejores escritores, Alfonso Reyes, de quien se ha dicho que fue ‘la versión mexicana de la cultura universal’”.
Podemos abrir con utilidad cualquier parte de la Cartilla moral, aunque ya no sirva de mucho; pese a ello, en medio del caos, sin brújula, entre los rumores y la sangre, Alfonso Reyes sigue siendo un bálsamo, un tónico contra la total desesperanza.
Con recursos pobres de imaginación y de escritura, he incurrido e incurriré en el desliz del humor negro narrativo. Sin embargo, hay dos o tres temas en los que no me permito el lujo de esa desfachatez. Uno de ellos, ahora convertido en la peor de las miserias nacionales, es el de la violencia. Como cualquier mexicano más o menos bien nacido, meneo y meneo la cabeza en señal de negación, como quien concluye con impotencia que esto está ahora más allá de la comprensión, que esto ya no es vida, que estamos no cerca del infierno, sino en él. En él, cierto, porque poco a poco quedamos arrinconados, metidos en cubiles, con el pánico anudado en los cogotes. ¿En qué momento, como se pregunta Santiago Zavala en Conversación en La Catedral, se jodió lo que se nos jodió? ¿Qué hemos hecho mal para merecer esta endiablada caricatura de país?
Comento lo del humor ácido y la antisolemnidad hiriente que goza de amplia aceptación en el gremio de los intelectuales porque si en un ambiente de esos alguien recuerda la Cartilla moral de Alfonso Reyes no pasará, lo aseguro, un segundo antes de que los sarcasmos despiadados le lluevan sobre la mollera. Me temo, sin embargo, que debemos ocupar la cabeza en algo que de verdad nos vuelva la mirada al nacionalismo más elemental, al mínimo sentido de patria que hasta los más relajados deben observar si no queremos que el país se nos escurra de las manos, si es que no se ha escurrido ya sin que nos hayamos dado cuenta.
Este es el párrafo de presentación sobre el contexto de aquel tratadito alfonsino: “A solicitud de Jaime Torres Bodet, entonces secretario de Educación Pública, Alfonso Reyes redactó, en 1944, un breve texto que llamó Cartilla moral. La cartilla resume algunas de las más ilustres opiniones sobre la materia, de pensadores de la Grecia Clásica, por ejemplo, a la que don Alfonso era tan aficionado, y está escrita con sencillez, cortesía y claridad tan deliberadas que se antoja hecha para ser leída en voz alta a los niños o a educandos adultos. No es, ciertamente, un escrito moderno o de actualidad, pero tiene, en cambio, una gravedad rotunda que añade al valor de la exposición ética la ilustración histórica indirecta de la solemnidad con que, hasta hace relativamente poco tiempo, se trataron estas cuestiones. La cartilla se ofrece al maestro y a todas las personas, pues, no tanto como un cuerpo de doctrina, sino como testimonio pedagógico de uno de nuestros mejores escritores, Alfonso Reyes, de quien se ha dicho que fue ‘la versión mexicana de la cultura universal’”.
Podemos abrir con utilidad cualquier parte de la Cartilla moral, aunque ya no sirva de mucho; pese a ello, en medio del caos, sin brújula, entre los rumores y la sangre, Alfonso Reyes sigue siendo un bálsamo, un tónico contra la total desesperanza.