A estas alturas ya podemos cifrar el caso del legionario mayor en una ley, la Ley Marcial: a toda represión se le opone una fuerza contraria igual a la debilidad de la ya de por sí debilucha carne. No es física, y la ley puede sonar a boutade simple y llanamente porque eso pretende ser, aunque se ponga cejijunta y embusteramente doctoral. Más allá de que el fenómeno haga ley o no, lo cierto es que resulta verdaderamente perro arrecholar en los tapancos del alma los méndigos apetitos del quiubolequé. El botón máximo que hoy puede sonrojar a la cristiandad, acaso con sincera pena, es el de Marcial Maciel Degollado, chucha cuerera, como sabemos, de la orden religiosa Legionarios de Cristo.
Ayer, todos los espacios noticiosos de internet adelantaron lo que hoy aparece en las páginas de los periódicos: que el michoacano (o sea Maciel, no otro michoacano) nos salió más cogeloncito de lo que creíamos. Pero nadie se sorprendería con ese cable, dado que, como se supo años atrás, el famoso líder espiritual le atizaba con fe a ciertas prácticas que asustarían incluso al Maligno, dado que involucraban a inocentes de corta edad. Así pues, el condimento principal de la nota que este día recorre el mundo es la paternidad subterránea de Maciel, su tenencia de una “amante”.
A estas alturas, pues, la reputación de Maciel ha quedado convertida en lazo de cochino, sin agraviar a los cochinos. Los errores, reconocidos por el Vaticano y por la orden, hunden en el desprestigio la figura de este personaje que en unos pocos meses pasó de ser mandón poderosísimo a víctima de su poder económico y de su moral supuestamente blindada contra todo ataque de la tentación. Maciel tiene, a su favor, la muerte que lo arropó en 2008, lo que le evita la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. En su contra, sin embargo, pesa un feo tatuaje histórico que marca como pocos el rostro de una obra que, se quiera o no, queda mancillada por las trapacerías sexuales de su creador y cabecilla.
Sin moralina, por supuesto, debemos admitir que una canita al aire se la echa hasta el más macizo de los macizos, pero que un religioso tan estricto y conservador sea hoy suma y exemplo de degenerados raya en lo grotesco. La cloaca que despide pestíferos efluvios —las andanzas barbazules de Maciel— ha sido iluminada poco a poco, de suerte que, para muchos, Maciel es paradigma de desviados, un Anacleto Morones de (alza)cuello blanco: “Informaciones aparecidas en prensa y bitácoras en Internet de medios católicos habían señalado que Maciel, de nacionalidad mexicana, había tenido una doble vida durante muchos años y algunos miembros de la orden habrían dicho en privado que tuvo una relación de la que nació al menos un hijo”.
El caso Maciel, antes sólo abusador de menores y ahora también padre (en dos de los principales sentidos de la palabra “padre”) sordero, pone otra vez sobre la mesa de debates la pertinencia de aplicar, con todo rigor, leyes laicas a los sacerdotes pederastas, más, mucho más si tienen un grado jerárquico como el alcanzado alguna vez por el hijo ¿predilecto? de Cotija. Ya no es aceptable, entonces, esto: “En el 2006, el Papa Benedicto XVI ordenó a Maciel que se retirara a una vida de ‘oración y penitencia’, tras años de acusaciones de que había acosado sexualmente a seminaristas durante décadas. En ese momento, se convirtió en una de las personalidades más destacadas en ser acusada por abusos sexuales”. Si gusta, el alto clero puede decir misa, pero la “oración” y la “penitencia” deben hacerse a la sombra, tras los barrotes de una cárcel como cualquier otra, no bajo el manto protector de una institución que, al solapar y/o acolchonar los castigos, lo único que hace es convertirse en cómplice de patanes. Monstruoso el caso de Maciel: tan lejos de dios; tan cerca de tantas solitarias tentaciones.
Ayer, todos los espacios noticiosos de internet adelantaron lo que hoy aparece en las páginas de los periódicos: que el michoacano (o sea Maciel, no otro michoacano) nos salió más cogeloncito de lo que creíamos. Pero nadie se sorprendería con ese cable, dado que, como se supo años atrás, el famoso líder espiritual le atizaba con fe a ciertas prácticas que asustarían incluso al Maligno, dado que involucraban a inocentes de corta edad. Así pues, el condimento principal de la nota que este día recorre el mundo es la paternidad subterránea de Maciel, su tenencia de una “amante”.
A estas alturas, pues, la reputación de Maciel ha quedado convertida en lazo de cochino, sin agraviar a los cochinos. Los errores, reconocidos por el Vaticano y por la orden, hunden en el desprestigio la figura de este personaje que en unos pocos meses pasó de ser mandón poderosísimo a víctima de su poder económico y de su moral supuestamente blindada contra todo ataque de la tentación. Maciel tiene, a su favor, la muerte que lo arropó en 2008, lo que le evita la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. En su contra, sin embargo, pesa un feo tatuaje histórico que marca como pocos el rostro de una obra que, se quiera o no, queda mancillada por las trapacerías sexuales de su creador y cabecilla.
Sin moralina, por supuesto, debemos admitir que una canita al aire se la echa hasta el más macizo de los macizos, pero que un religioso tan estricto y conservador sea hoy suma y exemplo de degenerados raya en lo grotesco. La cloaca que despide pestíferos efluvios —las andanzas barbazules de Maciel— ha sido iluminada poco a poco, de suerte que, para muchos, Maciel es paradigma de desviados, un Anacleto Morones de (alza)cuello blanco: “Informaciones aparecidas en prensa y bitácoras en Internet de medios católicos habían señalado que Maciel, de nacionalidad mexicana, había tenido una doble vida durante muchos años y algunos miembros de la orden habrían dicho en privado que tuvo una relación de la que nació al menos un hijo”.
El caso Maciel, antes sólo abusador de menores y ahora también padre (en dos de los principales sentidos de la palabra “padre”) sordero, pone otra vez sobre la mesa de debates la pertinencia de aplicar, con todo rigor, leyes laicas a los sacerdotes pederastas, más, mucho más si tienen un grado jerárquico como el alcanzado alguna vez por el hijo ¿predilecto? de Cotija. Ya no es aceptable, entonces, esto: “En el 2006, el Papa Benedicto XVI ordenó a Maciel que se retirara a una vida de ‘oración y penitencia’, tras años de acusaciones de que había acosado sexualmente a seminaristas durante décadas. En ese momento, se convirtió en una de las personalidades más destacadas en ser acusada por abusos sexuales”. Si gusta, el alto clero puede decir misa, pero la “oración” y la “penitencia” deben hacerse a la sombra, tras los barrotes de una cárcel como cualquier otra, no bajo el manto protector de una institución que, al solapar y/o acolchonar los castigos, lo único que hace es convertirse en cómplice de patanes. Monstruoso el caso de Maciel: tan lejos de dios; tan cerca de tantas solitarias tentaciones.