Dos efemérides se juntan este 12 de febrero: el 200 aniversario del nacimiento de Charles Darwin y el 25 luctuoso de Cortázar. Esa es la razón del título siamés que encabeza esta incómoda entrega de Ruta Norte, incómoda porque poco o nada hay de común entre el más grande naturalista de la historia y una de las cumbres de la literatura contemporánea. Pese al riesgo de preparar una ensalada que no quede bien ni con la biología ni con la literatura, atrevo una modesta recordación de tan admirados personajes.
Salvo los conocimientos elementales que me ayudan a distinguir entre un caballo y un perico y un tiburón, ignoro todo lo concerniente a la fascinante especialidad de la ciencia biológica. Por selección natural, es decir, porque nunca tuve aptitudes para ello, fui desplazado de esa asignatura desde la mismísima secundaria, así que soy como plancton en materia de capacidad para la biología. Eso no fue obstáculo para que hace varias eras geológicas, como a mis 25 o 26, yo leyera con gusto de aficionado norteño El origen de las especies en la edicioncita popular que todavía conservo. Fue de esas pocas lecturas hechas sin apetito literario, sólo por el afán de, en aquel caso, entablar trato directo con las teorías de una lumbrera. Una especie de gen escaso en mi ser, pero algo influyente, me mueve a ver con interés, desde chico, documentales sobre la vida en la naturaleza. No olvido, por ejemplo, el programa Reino salvaje que transmitían, todavía en blanco y negro, en cadena nacional cuando yo era niño e inmortal. Hoy, ya con más variedad en el bufet, no soy tan mal televidente de Animal Planet, Nat Geo, Discovery Channel y el Canal del Congreso, donde con frecuencia sintonizo programación sobre fauna en estado silvestre. Eso explica por qué la figura de Darwin se me impone; aunque pocos lo recuerden en su cumpleaños, ese viejo Santoclós de la genialidad científica es sin duda el mandón de la disciplina que abrazó. Aunque antes de sus aportes hay un conocimiento acumulado de innegable importancia, fue el biólogo inglés quien partió de un hachazo la historia del saber naturalista, pues sus conclusiones sentaron la base para un entendimiento de la vida y la evolución sin supersticiones chicas y grandes que lo mismo explicaban la presencia del hombre con encueradas parejas primigenias o con seres paridos por la luna mañosamente embarazada por el sol. Como en otros casos parecidos de científicos superdotados, la obra de Darwin es una hazaña de la inteligencia humana, un enorme e inextinguible poema nacido de la duda.
No menor a Darwin, aunque en otros trajines, Julio Cortázar se nos adelantó (perdón por la imagen de orador pagado en sepelio mexicano) en 1984. La suya es, como bien lo saben quienes leen literatura no mercenaria, una obra innovadora, refrescante, atrevida desde cualquier ángulo. Cortázar es a las letras castellanas lo que Picasso es a la pintura moderna: un eterno gambusino, un buscador incesante de formas originales. Pero el cronopio argentino era más que cáscara, desde luego, al grado de que, aunque maravilloso en el plano de lo formal, al mismo tiempo es emoción, humanidad, sangre y hueso. Sus cuentos —he dicho siempre que ellos contituyen su mejor aporte— son una prueba irrecusable de que el juego puede estar presente en todo momento, pero sin dejar al margen el apetito por hallar en las historias un fleco de la cruda realidad, por más fantasioso que luzca sobre la página. Y digo “realidad” no en el sentido panfletario de la palabra, pues Cortázar siempre estuvo muy lejos de la literatura misional; si alguna tuvo, su misión fue hacer buena literatura, destruir/construir la forma y hundir la vista, con dolor y asombro, en los entresijos de la condición humana.
Sé que la mezcolanza Darwin-Cortázar es algo osada. No importa: los genios habitan la misma eternidad.
Salvo los conocimientos elementales que me ayudan a distinguir entre un caballo y un perico y un tiburón, ignoro todo lo concerniente a la fascinante especialidad de la ciencia biológica. Por selección natural, es decir, porque nunca tuve aptitudes para ello, fui desplazado de esa asignatura desde la mismísima secundaria, así que soy como plancton en materia de capacidad para la biología. Eso no fue obstáculo para que hace varias eras geológicas, como a mis 25 o 26, yo leyera con gusto de aficionado norteño El origen de las especies en la edicioncita popular que todavía conservo. Fue de esas pocas lecturas hechas sin apetito literario, sólo por el afán de, en aquel caso, entablar trato directo con las teorías de una lumbrera. Una especie de gen escaso en mi ser, pero algo influyente, me mueve a ver con interés, desde chico, documentales sobre la vida en la naturaleza. No olvido, por ejemplo, el programa Reino salvaje que transmitían, todavía en blanco y negro, en cadena nacional cuando yo era niño e inmortal. Hoy, ya con más variedad en el bufet, no soy tan mal televidente de Animal Planet, Nat Geo, Discovery Channel y el Canal del Congreso, donde con frecuencia sintonizo programación sobre fauna en estado silvestre. Eso explica por qué la figura de Darwin se me impone; aunque pocos lo recuerden en su cumpleaños, ese viejo Santoclós de la genialidad científica es sin duda el mandón de la disciplina que abrazó. Aunque antes de sus aportes hay un conocimiento acumulado de innegable importancia, fue el biólogo inglés quien partió de un hachazo la historia del saber naturalista, pues sus conclusiones sentaron la base para un entendimiento de la vida y la evolución sin supersticiones chicas y grandes que lo mismo explicaban la presencia del hombre con encueradas parejas primigenias o con seres paridos por la luna mañosamente embarazada por el sol. Como en otros casos parecidos de científicos superdotados, la obra de Darwin es una hazaña de la inteligencia humana, un enorme e inextinguible poema nacido de la duda.
No menor a Darwin, aunque en otros trajines, Julio Cortázar se nos adelantó (perdón por la imagen de orador pagado en sepelio mexicano) en 1984. La suya es, como bien lo saben quienes leen literatura no mercenaria, una obra innovadora, refrescante, atrevida desde cualquier ángulo. Cortázar es a las letras castellanas lo que Picasso es a la pintura moderna: un eterno gambusino, un buscador incesante de formas originales. Pero el cronopio argentino era más que cáscara, desde luego, al grado de que, aunque maravilloso en el plano de lo formal, al mismo tiempo es emoción, humanidad, sangre y hueso. Sus cuentos —he dicho siempre que ellos contituyen su mejor aporte— son una prueba irrecusable de que el juego puede estar presente en todo momento, pero sin dejar al margen el apetito por hallar en las historias un fleco de la cruda realidad, por más fantasioso que luzca sobre la página. Y digo “realidad” no en el sentido panfletario de la palabra, pues Cortázar siempre estuvo muy lejos de la literatura misional; si alguna tuvo, su misión fue hacer buena literatura, destruir/construir la forma y hundir la vista, con dolor y asombro, en los entresijos de la condición humana.
Sé que la mezcolanza Darwin-Cortázar es algo osada. No importa: los genios habitan la misma eternidad.