Sonaré profano, pero no importa. En la semana que hoy termina se fue uno de esos tipos que no dejan dudas en materia de superioridad. Creo no equivocarme (y si yerro que me perdonen los entendidos) cuando digo que Pavarotti estaba un peldaño o dos o tres o más encima de los más grandes y todos los peldaños que uno quiera arriba de los cantantes terrenales. Su voz, un prodigio que estaba más allá de lo racionalmente concebible, era capaz de interpretar lo que fuera con una gracia que de tan poderosa a mí me llega a parecer ajena al mundo. De ahí el título de estas palabras: la inhumana voz de Pavarotti no se detenía ante nada, por eso el divo podía hacer lo que quisiera con sus públicos, embelesarlos hasta el arrodillamiento.
Se le reprocha a Pavarotti haberse rebajado de más al canto de temas populares. Los puristas creen que exageró al pisar foros atiborrados de público lego y de aprovecharse de los medios de comunicación actuales, eso para satisfacer su ego un tanto infantil y para agrandar sin freno sus cuentas bancarias. Sea lo que fuere, cantando “Una furtiva lágrima” u “O sole mio” frente a públicos informados o simplones, el monstruo tenía la habilidad de nunca defraudar, de nunca emitir de su garganta una sola nota fuera de la grandeza a la que estuvo condenado. Con o sin información musical, el público de sus conciertos y de sus (video)grabaciones era/es testigo de la perfección pura. Lo que a mí más me apabulla de ese gordo no es tanto la impecabilidad de sus interpretaciones, la consumación esférica de cada uno de sus emprendimientos sonoros, sino el hecho de que concluyera cada pieza sin despeinarse, como si no hubiera logrado algo inalcanzable para la totalidad de los mortales. Gracias al video, cada vez que puedo ver acercamientos al tenor me quedo helado: no es la voz, de por sí elevada al punto más alto que haya podido alcanzar la belleza del canto, sino el rostro impasible del artista lo que me deja muerto en la lona. En los momentos más difíciles de cada canción apenas se puede ver un leve rictus de esfuerzo en las pobladas cejas del italiano. Nada de hinchazones, nada de enrojecimientos faciales, nada de sudoración excesiva, nada de ojos llorosos. Y al final, luego de haber puesto su voz por encima del cielo en cada tema, recibía cataratas de aplausos y él apenas levantaba los brazos y dejaba ver en su cara una sonrisa muy cercana a la inocencia y al desenfado.
Esa facilidad para hacer lo más difícil como quien tararea en la ducha es la marca inconfundible del genio. Por ello el caso Pavarotti sólo se puede comparar a otros ejecutantes de otras disciplinas. El tipo es al canto lo que Einstein a la física, lo que Picasso a la pintura, lo que Mozart a la música, lo que Aristóteles a la filosofía, lo que Napoleón a la estrategia militar, lo que Borges a la literatura, lo que —y suplico perdón por la frivolidad de los siguientes correlatos— Pelé o Maradona al futbol, lo que Jordan al básquet, lo que Brando a la actuación. Fue pues el italiano uno de esos casos de superioridad irrebatible, de facilidad extrema para trabajar con lo imposible y hacerlo parecer más sencillo que comerse un pan.
La crítica más celosa de la pureza en la que deben encerrarse los cantantes de ópera nunca dejó de reconocer la grandeza de Pavarotti, de ahí que mirara a otra parte cuando el artista ofrecía uno de esos recitales masivos en los que cundían temas reconocibles por el oído inexperto. Esto puede tener dos lecturas: una, que el inmenso cantante se rebajaba a malgastar su arte con la chusma; y dos, que Pavarotti le abrió una ventana muy ancha al bel canto, lo puso al menos por instantes al alcance de cualquiera y ahora, gracias a las nuevas tecnologías, miles de personas guardan un mayor respeto al canto ejecutado con técnicas más exigentes.
En este tiempo ya muy poco dado al asombro, Pavarotti es de los contados hombres que hacen obligatorios la perplejidad y el agradecimiento. ¿A quién debemos dar las gracias por habernos obsequiado ese inmenso pedazo de tenor? No sé, pero gracias gracias gracias a quien sea por el regalo de aquella inhumana voz.