Para la edad que tiene o dice tener, Torreón es ya una ciudad con demasiados logros cosechados, eso nadie lo duda. Comparada con sus congéneres de la comarca, es en muchos o en todos los rubros la más desarrollada, la más grande, la que ostenta mayores signos de progreso. Nadie le regatea ese mérito. Es, entonces, una ciudad muy joven, ni siquiera adolescente, pero ya puede presumir ante muchos municipios del país que posee lo que tantos no han logrado: industria, comercio, vialidades, equipos deportivos profesionales, un montón de universidades públicas y privadas, hoteles, restaurantes, clubes, artistas, empresarios, teatros, políticos y, en suma, todo lo que, se supone, es digno de resaltar en tiempos de aniversario. Muy bien. Perfecto.
He declarado hace poco y lo repito hoy, en esta fecha esperada: es un orgullo y una tranquilidad vivir aquí. Mientras en otras partes de México, del mundo debo decir, la gente vive bajo la amenaza permanente de tsunamis, terremotos, ciclones, huracanes, tornados, sequías, diluvios, inundaciones, heladas, plagas, epidemias, bombazos, minas personales y demás desaguisados naturales y humanos, en La Laguna sólo nos acalambramos de vez en cuando con tolvaneras y aguaceros que en diez minutos hacen estragos en nuestro drenaje pluvial, pero sin costo de vidas.
Si tenemos esa circunstancia y esos bienes (bendiciones, dirían los creyentes), ¿qué nos falta para tener una ciudad perfecta o casi perfecta, al menos con la perfección siempre incompleta de las obras realizadas por el hombre? Creo no decir un disparate cuando afirmo que lo único que nos falta, más que mirar al pasado, es poner la vista en el futuro. ¿Seguiremos gozando de todo lo que bien o mal tenemos si seguimos festejando a ciegas nuestro calidad de emprendedores, acríticamente y sin ver jamás al porvenir? Sospecho que no, y es por eso que la celebración del centenario, más que ofrecernos la oportunidad de cantar loas a las vías del tren o a los héroes que nos dieron ciudad, es el momento más adecuado para pensar en estrategias que garanticen a nuestros hijos la preservación de lo que todavía tenemos y la recuperación de lo que hemos perdido.
Por tal razón escucho siempre atentamente a quienes desde cualquier posición ven más allá de lo inmediato, de lo nostálgicamente hueco. Escucho, por ejemplo, a Paco Valdés, que no deja día sin advertirnos que el principal recurso del mundo, el agua, lo estamos aniquilando impunemente y puede llegar la hora en la que supliquemos por un metrito cúbico. Escucho, por ejemplo, a Saúl Rosales, que en nuestras conversaciones reitera siempre la necesidad de que los torreonenses demos el paso que transforme a nuestras artes de pueblerinas a modernas. Escucho, por ejemplo, al doctor Corona Páez, que cree posible una vida académica verdaderamente progresista en La Laguna. Escucho, por ejemplo, a Fernando González, quien pese a las críticas propone que a la pirotecnia del centenario siga de inmediato la tarea de pensar en nuestro futuro.
Resumo: hay que festejar estos cien años, y con mucho orgullo, pero no hay que perder de vista la deuda que tenemos desde ahora con nuestro mañana.
He declarado hace poco y lo repito hoy, en esta fecha esperada: es un orgullo y una tranquilidad vivir aquí. Mientras en otras partes de México, del mundo debo decir, la gente vive bajo la amenaza permanente de tsunamis, terremotos, ciclones, huracanes, tornados, sequías, diluvios, inundaciones, heladas, plagas, epidemias, bombazos, minas personales y demás desaguisados naturales y humanos, en La Laguna sólo nos acalambramos de vez en cuando con tolvaneras y aguaceros que en diez minutos hacen estragos en nuestro drenaje pluvial, pero sin costo de vidas.
Si tenemos esa circunstancia y esos bienes (bendiciones, dirían los creyentes), ¿qué nos falta para tener una ciudad perfecta o casi perfecta, al menos con la perfección siempre incompleta de las obras realizadas por el hombre? Creo no decir un disparate cuando afirmo que lo único que nos falta, más que mirar al pasado, es poner la vista en el futuro. ¿Seguiremos gozando de todo lo que bien o mal tenemos si seguimos festejando a ciegas nuestro calidad de emprendedores, acríticamente y sin ver jamás al porvenir? Sospecho que no, y es por eso que la celebración del centenario, más que ofrecernos la oportunidad de cantar loas a las vías del tren o a los héroes que nos dieron ciudad, es el momento más adecuado para pensar en estrategias que garanticen a nuestros hijos la preservación de lo que todavía tenemos y la recuperación de lo que hemos perdido.
Por tal razón escucho siempre atentamente a quienes desde cualquier posición ven más allá de lo inmediato, de lo nostálgicamente hueco. Escucho, por ejemplo, a Paco Valdés, que no deja día sin advertirnos que el principal recurso del mundo, el agua, lo estamos aniquilando impunemente y puede llegar la hora en la que supliquemos por un metrito cúbico. Escucho, por ejemplo, a Saúl Rosales, que en nuestras conversaciones reitera siempre la necesidad de que los torreonenses demos el paso que transforme a nuestras artes de pueblerinas a modernas. Escucho, por ejemplo, al doctor Corona Páez, que cree posible una vida académica verdaderamente progresista en La Laguna. Escucho, por ejemplo, a Fernando González, quien pese a las críticas propone que a la pirotecnia del centenario siga de inmediato la tarea de pensar en nuestro futuro.
Resumo: hay que festejar estos cien años, y con mucho orgullo, pero no hay que perder de vista la deuda que tenemos desde ahora con nuestro mañana.