Estuve en la presentación a la que se refiere Vicente Alfonso en la crónica que copio aquí abajito. Es una chulada. La manera de morder, o querer morder, de nuestros oficiales de tránsito merece figurar en un cuadro de honor.
Libros y corrupción de agentes en Torreón
Vicente Alfonso / 22 de septiembre de 2007
Dicen los que saben que el relato policíaco se caracteriza por sus fuertes dosis de misterio y por exhibir la corrupción cada vez más frecuente en nuestra sociedad. En esos renglones hay entre los agentes de vialidad de Torreón casos muy refinados, de una prepotencia casi sutil. El jueves por la noche presenté El Síndrome de Esquilo, volumen de cuentos coeditado por Centenario de Torreón A.C., la Dirección de Cultura y Editorial Ficticia. Aprovecho el espacio para agradecer no sólo a estas instituciones que hicieron posible la publicación, también a quienes asistieron y se llevaron el síndrome a sus casas.
Como suele suceder en estos casos, el Ayuntamiento ofreció un pequeño convivio para celebrar la aparición del libro. Nada ostentoso: bocadillos, ensalada, vino tinto. Regresaba luego a mi casa, que es la de ustedes, cuando tuve la mala suerte de topar con la patrulla de vialidad 35515, placa 07-163. Al volante, un oficial que dijo llamarse Miguel Santacruz (en realidad se llama Martín Marentes, agente 25114). Atendiendo a su vocación, los tripulantes me espetaron el clásico “oríllese a la orilla”. ¿De dónde viene?, preguntó uno. Le expliqué mientras me miraba con gesto socarrón. Yo ni sabía por qué me habían detenido.“Aunque viniera de misa, joven”, dijo Marentes, “el problema es que trae usted aliento a alcohol”. Después agregó, en voz baja y mirando al vacío: “Pero usted dígame cómo le hacemos...” (y otra vez gesto socarrón, luego una leve sonrisita). Para no hacer el cuento largo, diré que, como no le hicimos de ninguna forma, los agentes amenazaron con llevarme a los separos que están en Colón y Revolución, a darle un beso al alcoholímetro.
Como no hubo negocio, hasta allá fuimos. Prepotencias e ironías de por medio (“ni modo, joven, lo vamos a tener que dejar aquí encerrado toda la noche”), el aparato marcó que mi nivel de alcohol era de .05, es decir muy por debajo del límite permitido (para la falta administrativa debe rebasarse un nivel de .4, o sea siete veces más). La prueba se hizo dos veces, el mismo resultado. La aplicó el doctor Evaristo Romero, tipo respetuoso, carta cabal diría el Piporro.
Tomado, pues, no estaba. Diluida la hipótesis del peligroso-alcohólico-al-volante, el agente Marentes Muñoz procedió —verbo tan policíaco— a levantarme una multa “por falta de precaución” (falta 15). Al preguntarle en qué consistía mi error, se contradijo tantas veces que le entendí lo mismo que a Bush justificando la guerra en Irak. Lo triste es que en el tiempo que duró mi aventura pude darme cuenta de que al menos otros tres ciudadanos enfrentaban el mismo problema que yo.
Dije antes que muchas novelas policíacas se basan en una cadena de enigmas y corruptelas. El “performance” del agente Marentes contiene dosis suficientes de ambos: Pedir dinero, así sea con eufemismos, es un delito, señor oficial. También hay misterios en el caso: ¿por qué no dar su nombre? ¿Por qué amedrentar con los separos, por qué aplicarles el alcoholímetro y, superada la prueba, multarlos por una razón distinta? ¿No amerita la imprudencia una infracción directa, por qué amenazar con encierro?
Termino con una sugerencia para Marentes y otros agentes de vialidad con afán recaudatorio: hagan redadas afuera de la Casa del Cerro, del Teatro Isauro, del Museo Arocena y otros espacios que programan presentaciones de libros, pues al final siempre hay vino de honor. Pero lleven camiones, pues a estas actividades, por fortuna, va cada vez más gente.
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