Muchos de mis amigos y mis dos fieles lectores creen que, de los argentinos, mis referentes más sólidos son Borges y Cortázar, en ese orden. No los contradigo, pero yo añadiría, al menos, dos nombres más: Rodolfo Walsh y el inmenso Roberto Arlt, quien apenas vivió 42 años (del 1900 a 1942) y en ese lapso hizo lo suficiente para ser considerado un chinguetas, un picudo entre los más picudos. De todo lo que escribió, vuelvo seguido a sus Aguafuertes porteñas, el modelo que tengo en la cabeza cuando pienso en la calaña de mi columna. Son una maravilla, y cualquier columnista bien nacido se sentiría honrado, lo aseguro, de escribir un párrafo de aquellos, tan llenos de garra, humor, punch, calle, vida en suma.
Arlt fue un tipazo. Cuando algo no le parecía, con su prosa de cañón lo hacía cajeta, como ocurrió con la opinión de un tal Monner Sans, quien afirmó esto: “En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la Academia ni a su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos... La moda del ‘gauchesco’ pasó; pero ahora se cierne otra amenaza, está en formación el ‘lunfardo’, léxico de origen espurio, que se ha introducido en muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado cultivadores en los barrios excéntricos de la capital argentina. Felizmente, se realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos”.
La respuesta de Arlt fue/es un ejemplo perfecto y envidiable de dinamitación: “¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo he llegado al final de su reportaje, es decir, a esa frasecita: ‘Felizmente se realiza una obra depuradora en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos’, me he echado a reír de buenísima gana, porque me acordé que a esos ‘valores’ ni la familia los lee, tan aburridores son. ¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí —no recuerdo el nombre— que escribe en purísimo castellano y para decir que un señor se comió un sandwich, operación sencilla, agradable y nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: ‘y llevó a su boca un emparedado de jamón’”.
Y más adelante: “Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en una gramática canónica las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos. Cuando un malandrín que le va a dar una puñalada en el pecho a un consocio, le dice: ‘te voy a dar un puntazo en la persiana’, es mucho más elocuente que si dijera: ‘voy a ubicar mi daga en su esternón’. Cuando un maleante exclama, al ver entrar a una pandilla de pesquisas: ‘¡los relojié de abanico!’, es mucho más gráfico que si dijera: ‘al socaire examiné a los corchetes’. Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a la gramática, tendrían que haberla respetado nuestros tatarabuelos, y en progresión retrogresiva, llegaríamos a la conclusión que, de haber respetado al idioma aquellos antepasados, nosotros, hombres de la radio y la ametralladora, hablaríamos todavía el idioma de las cavernas”.
Arlt fue un tipazo. Cuando algo no le parecía, con su prosa de cañón lo hacía cajeta, como ocurrió con la opinión de un tal Monner Sans, quien afirmó esto: “En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la Academia ni a su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos... La moda del ‘gauchesco’ pasó; pero ahora se cierne otra amenaza, está en formación el ‘lunfardo’, léxico de origen espurio, que se ha introducido en muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado cultivadores en los barrios excéntricos de la capital argentina. Felizmente, se realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos”.
La respuesta de Arlt fue/es un ejemplo perfecto y envidiable de dinamitación: “¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo he llegado al final de su reportaje, es decir, a esa frasecita: ‘Felizmente se realiza una obra depuradora en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos’, me he echado a reír de buenísima gana, porque me acordé que a esos ‘valores’ ni la familia los lee, tan aburridores son. ¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí —no recuerdo el nombre— que escribe en purísimo castellano y para decir que un señor se comió un sandwich, operación sencilla, agradable y nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: ‘y llevó a su boca un emparedado de jamón’”.
Y más adelante: “Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en una gramática canónica las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos. Cuando un malandrín que le va a dar una puñalada en el pecho a un consocio, le dice: ‘te voy a dar un puntazo en la persiana’, es mucho más elocuente que si dijera: ‘voy a ubicar mi daga en su esternón’. Cuando un maleante exclama, al ver entrar a una pandilla de pesquisas: ‘¡los relojié de abanico!’, es mucho más gráfico que si dijera: ‘al socaire examiné a los corchetes’. Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a la gramática, tendrían que haberla respetado nuestros tatarabuelos, y en progresión retrogresiva, llegaríamos a la conclusión que, de haber respetado al idioma aquellos antepasados, nosotros, hombres de la radio y la ametralladora, hablaríamos todavía el idioma de las cavernas”.