Apenas ayer, como si fuera un tenue augurio de lo que pasaría en Puebla, dije: “¿Para qué apoquinarle al fisco si vamos a transitar por carreteras que de todos modos cobran cuota…?” Por supuesto me refería a esa no muy ancha franja ocupada por los mexicanos que estiran su poder adquisitivo para darse “lujos”, para pagar lo que, se supone, debería estar allí por default si los impuestos de veras trabajaran en favor de la raza cósmica. Esos mexicanos, además de pagar impuestos a regañadientes y mentando madres como quien reza un credo, viajan por carreteras de cuota, pagan servicios médicos privados aunque tengan (in)Seguro Social, hacen malabares para pagar escuelas privadas y en general nunca reciben (porque les sería negada si la piden) ayuda del Pronasol. Esos mexicanos se libran, por deseo de estatus e instinto de supervivencia, de los “servicios” ofrecidos por el Estado y financiados con el dinero recaudado gracias a la hacienda pública.
Pero hay otro bonche inmenso de compatriotas (digo esta palabra y me acuerdo siempre de Zedillo) que ni a pujidos podría evadir la infraestructura del gobierno, como les ocurrió a las víctimas del deslave del miércoles en San Miguel Eloxochitlán. Obligados a usar camiones de vigésimo novena categoría, obligados a transitar por carreteras endemoniadas por estrechas, cacarizas y sinuosas, obligados a padecer la maldición de la pobreza y el aislamiento, no dejan de jugarse el pellejo cuando de viajar se trata.
Claro que toda carretera implica un riesgo, y es precisamente por eso que lo ideal es extremar las medidas de seguridad en cualquier zona del camino, más en aquellos trechos que por la intrincada orografía requieran un cuidado extraordinario, como sucede en el caso de las carreteras sureñas. Pero nada de eso se hace; al contrario, la regla es dejar que las carreteras, ya de por sí modestas, se deterioren y alcancen mayúsculas cotas de peligrosidad, como aconteció en aquel tramo poblano.
Advertidas del riesgo que suponía atravesar por ese punto, las autoridades jamás hicieron nada para disminuir las posibilidades de desastre. Más que pensar a tiempo y luego invertir en infraestructura adecuada, el góber prefirió apersonarse en la zona para autoexculparse con el cuento (éste sí chino) de que la naturaleza “no avisa”, y retador casi amenaza a los reporteros y les pregunta que si alguien sabe en dónde será el próximo desaguisado, “que me lo diga”.
De qué sirvió avisarle, si de todos modos no hizo nada en San Miguel Eloxochitlán. Más sencillo para él es desafiar a los reporteros, seguir siendo, como dice mi cuate Domingo Deras, el gorila sin jaula de la polaca nostra.