Finalmente, luego de mucho estar en ella y de relativizar antiguos y necios absolutos, la literatura es para mí “las literaturas”. Aunque por formación y deformación estoy casado con cierto tipo de textos, abro con gozo obras que no rondan el ámbito de mis preferencias. Soy, pues, de los que tratan de recorrer todo el buffet (proyecto imposible, por cierto) y disfrutan cada plato como si fuera el del estribo.
Por actuar de ese modo me he llevado sorpresas memorables. Una de ellas, la más reciente, la viví en Durango capital. Me sucedió con El hombre que cazaba ballenas (Producciones Duranghetto, Durango, 2007, 56 pp.), un libro pequeño y de edición humilde, pero de muy subido calibre expresivo. Es, para decirlo ya, un poemario bukowskiano, el más contundente hijo que ha dado la influencia del viejo Charles en las latitudes del estado alacranero.
Su autor, el poeta y narrador duranguense Jesús Marín, ha puesto dinamita en los versos de El hombre que cazaba ballenas. Deambular por estas páginas es recordar que la literatura puede llegar a ser apabullante cuando detrás de cada palabra se agazapan unos ojos que miran con crudeza los tics de la sociedad en la que nos movemos.
La violencia de los versos acuñados por Marín ostenta una acidez que atraviesa cualquier blindaje moral: es la palabra dicha como en estado de indiferencia total a los tabúes, a los miedos y a las perversidades de la autoridad, cualquiera que sea. El poeta manda en su reino, y por ello no se detiene ante nada. Ni lo concreto no lo abstracto lo paralizan: es un ser todopoderoso mientras articula cada letra, y lanza versos al aire como quien tira cohetes al pajar de los convencionalismos sociales más sagrados.
Es Marín, por todo, un poeta maldito natural, sin poses, es el desenfado de un huracán que impío arrasa al lector sin reparar incluso en las delicadezas de la forma poética. Y, pese a todo, después de su furia, después de su diluvio de injurias, como el agua que aniquila y luego da vida, su poesía deja al espíritu liberado de prejuicios, listo para nuevas siembras.
El hombre que cazaba ballenas está dividido en XXVII cantos; en todos hay explosión, como en el XVII, una sentida letanía al indispensable néctar de cebada: “Ven, hermano / únete a la peda. / Ven, hermano / no te arrepientas de nada. / Chupemos hasta reventar / no te arrepientas de nada // Caguama sagrada: alúmbrame / Six: ofréceme la gloria. / Veinticuatro: aumenta la sed en mí. / Cartón de media: disipa las tinieblas. / Barril: reviéntame. // Oh Victoria: ruega por nosotros. / Carta Blanca bendita: no nos abandones. / Santa Indio: ampáranos. / Coronita: ten piedad. / Noche Buena: creemos en ti. / Bohemia: socórrenos. / Pacífico: pacifícanos. / Dos Equis ámbar: suplica por nuestra jodidez. // Santa libación de nuestras desgracias: / Ruega por nosotros. / Eterna borrachera del olvido: / Ruega por nosotros”. Así, El hombre que cazaba ballenas, al dispensar elogios al mundo de lo sórdido, al saturnal de Baco y de Eros y del “error”, rinde tributo a la sinceridad y hace pinole los muros de la simulación.
Pero insisto: detrás del cántico demoledor hay un susurro de vida, un homenaje a la belleza del placer que se expresa con libertad y sabiduría; por ello, en el pasaje XXVII, su cierre, declara: “No me gusta la gente / supongo que tampoco yo a ellos. // Prefiero la soledad del mar / el murmullo de las ballenas. // Prefiero despertarme / día a día / en islas cada vez más lejanas. // No me gusta la gente / me mira con miedo / con desconfianza / tipo pelón / loco y negro. // Déjenme en paz / con mi amargura / con mi locura. (…) ¿Has caminado por la plaza / a las tres de la madrugada? / alumbrado de soledad / mirando las antiguas danzas de palomillas / alrededor de un farol incandescente; / escuchando el aullido de los suicidas. // Acuéstate en el pasto / húmedo de la madrugada / cierra los ojos / vuelve a sonreír como cuando tenías siete años. / Vuelve a ver el rostro amado de tu madre. // Siente su beso en la mejilla / su caricia en tu rostro. // Oh el mundo es tan hermoso”.
Parafraseo a Lezama Lima para resumir qué opino sobre Jesús Marín: su oscuridad invoca incesantemente la luz.
Por actuar de ese modo me he llevado sorpresas memorables. Una de ellas, la más reciente, la viví en Durango capital. Me sucedió con El hombre que cazaba ballenas (Producciones Duranghetto, Durango, 2007, 56 pp.), un libro pequeño y de edición humilde, pero de muy subido calibre expresivo. Es, para decirlo ya, un poemario bukowskiano, el más contundente hijo que ha dado la influencia del viejo Charles en las latitudes del estado alacranero.
Su autor, el poeta y narrador duranguense Jesús Marín, ha puesto dinamita en los versos de El hombre que cazaba ballenas. Deambular por estas páginas es recordar que la literatura puede llegar a ser apabullante cuando detrás de cada palabra se agazapan unos ojos que miran con crudeza los tics de la sociedad en la que nos movemos.
La violencia de los versos acuñados por Marín ostenta una acidez que atraviesa cualquier blindaje moral: es la palabra dicha como en estado de indiferencia total a los tabúes, a los miedos y a las perversidades de la autoridad, cualquiera que sea. El poeta manda en su reino, y por ello no se detiene ante nada. Ni lo concreto no lo abstracto lo paralizan: es un ser todopoderoso mientras articula cada letra, y lanza versos al aire como quien tira cohetes al pajar de los convencionalismos sociales más sagrados.
Es Marín, por todo, un poeta maldito natural, sin poses, es el desenfado de un huracán que impío arrasa al lector sin reparar incluso en las delicadezas de la forma poética. Y, pese a todo, después de su furia, después de su diluvio de injurias, como el agua que aniquila y luego da vida, su poesía deja al espíritu liberado de prejuicios, listo para nuevas siembras.
El hombre que cazaba ballenas está dividido en XXVII cantos; en todos hay explosión, como en el XVII, una sentida letanía al indispensable néctar de cebada: “Ven, hermano / únete a la peda. / Ven, hermano / no te arrepientas de nada. / Chupemos hasta reventar / no te arrepientas de nada // Caguama sagrada: alúmbrame / Six: ofréceme la gloria. / Veinticuatro: aumenta la sed en mí. / Cartón de media: disipa las tinieblas. / Barril: reviéntame. // Oh Victoria: ruega por nosotros. / Carta Blanca bendita: no nos abandones. / Santa Indio: ampáranos. / Coronita: ten piedad. / Noche Buena: creemos en ti. / Bohemia: socórrenos. / Pacífico: pacifícanos. / Dos Equis ámbar: suplica por nuestra jodidez. // Santa libación de nuestras desgracias: / Ruega por nosotros. / Eterna borrachera del olvido: / Ruega por nosotros”. Así, El hombre que cazaba ballenas, al dispensar elogios al mundo de lo sórdido, al saturnal de Baco y de Eros y del “error”, rinde tributo a la sinceridad y hace pinole los muros de la simulación.
Pero insisto: detrás del cántico demoledor hay un susurro de vida, un homenaje a la belleza del placer que se expresa con libertad y sabiduría; por ello, en el pasaje XXVII, su cierre, declara: “No me gusta la gente / supongo que tampoco yo a ellos. // Prefiero la soledad del mar / el murmullo de las ballenas. // Prefiero despertarme / día a día / en islas cada vez más lejanas. // No me gusta la gente / me mira con miedo / con desconfianza / tipo pelón / loco y negro. // Déjenme en paz / con mi amargura / con mi locura. (…) ¿Has caminado por la plaza / a las tres de la madrugada? / alumbrado de soledad / mirando las antiguas danzas de palomillas / alrededor de un farol incandescente; / escuchando el aullido de los suicidas. // Acuéstate en el pasto / húmedo de la madrugada / cierra los ojos / vuelve a sonreír como cuando tenías siete años. / Vuelve a ver el rostro amado de tu madre. // Siente su beso en la mejilla / su caricia en tu rostro. // Oh el mundo es tan hermoso”.
Parafraseo a Lezama Lima para resumir qué opino sobre Jesús Marín: su oscuridad invoca incesantemente la luz.