En la foto me inclino para colocarme a la altura de Roberto Fontanarrosa, el Negro. La enfermedad que lo ataca le ha impuesto una silla de ruedas. Se ve frágil, inofensivo en esa posición. Estamos en la FIL de Guadalajara 2006, luego de una mesa redonda en la que, dueño del balón verbal, el Negro portó la camiseta número 10, repartió humor por toda la cancha y emocionó a las tribunas. Los antecedentes que yo tenía sobre él eran los mismos que podía guardar cualquier mexicano afecto a la lectura de revistas, más uno extra: sabía que, además de historietista genial, era un narrador experto, un hombre de letras, aunque esta etiqueta suene tan mal, por solemne, en el caso del Negro.
Me acerqué, digo, luego de la mesa redonda y lo primero que hice fue pedirle que garabateara una dedicatoria en uno de sus libros. Me contestó que ya no podía escribir, y vi sus manos tendidas en el regazo, inmóviles. No importa, seguí, nomás déjeme hacer una foto. Hallé a cualquier persona por allí, le preparé la cámara, de inmediato me incliné para estar a la altura del maestro, y se dio el flashazo. Sólo así, por su postración en la silla y por mi ligero agachamiento, pude estar un momento “a la altura” del que es, quizá, el hombre más querido en la Argentina actual. Esa foto es, y perdón por el fetichismo, un orgullo, pues mi admiración por Fontanarrosa es inmensa.
Esa admiración, determinada por sus monos y por sus cuentos, aumentó su estatura cuando lo escuché en tres mesas más de la FIL. Escribí ya sobre eso, pero no me cansa repetirlo ahora: a nadie en el mundo he escuchado con esa facilidad para atravesar cualquier tema con un humor que mezcla inteligencia, riqueza verbal, espontaneidad, endiablada ironía, ternura y hasta algo de misterio. Eso mismo se advierte en sus textos, pero me cabe el privilegio de haber testimoniado cara a cara, en el foro público, que la palabra dicha, no escrita, tiene capacidades que los locutores de la radio y de la televisión, que los políticos, que muchos intelectuales serios y demás le han hurtado. Fontanarrosa fue en aquel momento, pues, el ejemplo vivo de que la indefensión física producto de la enfermedad es apenas un pequeño obstáculo para alguien que penetra la realidad con el estilete del ingenio expresado en forma de palabras.
En su silla de ruedas, indefenso como digo, Fontanarrosa me pareció pues un rey, un amo y señor afectuoso, un ser capaz de dar sentido a la vida por medio de la crítica a todo lo sagrado que en el mundo es. Ese amo y señor del humor, del mono y la palabra, murió el jueves 19. Desde aquí, desde La Laguna, vuele esta declaración de amor a su memoria.
Me acerqué, digo, luego de la mesa redonda y lo primero que hice fue pedirle que garabateara una dedicatoria en uno de sus libros. Me contestó que ya no podía escribir, y vi sus manos tendidas en el regazo, inmóviles. No importa, seguí, nomás déjeme hacer una foto. Hallé a cualquier persona por allí, le preparé la cámara, de inmediato me incliné para estar a la altura del maestro, y se dio el flashazo. Sólo así, por su postración en la silla y por mi ligero agachamiento, pude estar un momento “a la altura” del que es, quizá, el hombre más querido en la Argentina actual. Esa foto es, y perdón por el fetichismo, un orgullo, pues mi admiración por Fontanarrosa es inmensa.
Esa admiración, determinada por sus monos y por sus cuentos, aumentó su estatura cuando lo escuché en tres mesas más de la FIL. Escribí ya sobre eso, pero no me cansa repetirlo ahora: a nadie en el mundo he escuchado con esa facilidad para atravesar cualquier tema con un humor que mezcla inteligencia, riqueza verbal, espontaneidad, endiablada ironía, ternura y hasta algo de misterio. Eso mismo se advierte en sus textos, pero me cabe el privilegio de haber testimoniado cara a cara, en el foro público, que la palabra dicha, no escrita, tiene capacidades que los locutores de la radio y de la televisión, que los políticos, que muchos intelectuales serios y demás le han hurtado. Fontanarrosa fue en aquel momento, pues, el ejemplo vivo de que la indefensión física producto de la enfermedad es apenas un pequeño obstáculo para alguien que penetra la realidad con el estilete del ingenio expresado en forma de palabras.
En su silla de ruedas, indefenso como digo, Fontanarrosa me pareció pues un rey, un amo y señor afectuoso, un ser capaz de dar sentido a la vida por medio de la crítica a todo lo sagrado que en el mundo es. Ese amo y señor del humor, del mono y la palabra, murió el jueves 19. Desde aquí, desde La Laguna, vuele esta declaración de amor a su memoria.