miércoles, junio 18, 2025

Qué “ismo” seremos

 









Muchas veces me he preguntado qué “ismo” seremos, con qué rótulo nos ceñirá la academia del porvenir, si es que todavía podemos soñar con un porvenir para la humanidad dados los desastres que hoy atestiguamos. Me refiero a saber de antemano, desde el presente, las características que en el futuro serán detectadas en el arte del presente, particularmente en el literario. Lo que podemos ver en el presente es caos, diversidad, un sinnúmero de orientaciones que dan la impresión de inasibilidad, pero es un hecho que más adelante todo lo disperso que ahora vemos será resumido es una palabra que quizá lleve como remate el sufijo “ismo”, tal y como ocurrió con el naturalismo, modernismo, surrealismo, posmodernismo…

Dice Pospelov en el libro colectivo Sociología de la creación literaria (1971): “Después de haber evolucionado en el curso de la historia de la humanidad, el carácter intelectual de la creación literaria vino a desembocar, hace ya tres siglos, en una particularísima consecuencia: el nacimiento y desarrollo de las escuelas literarias. Estas no son simplemente aspectos sucesivos, históricamente determinados, del contenido artístico y de las formas que le corresponden. Son aspectos sucesivos de la propia creación literaria, aspectos de los que los escritores y los críticos tienen conciencia y a los que dan forma teórica en declaraciones escritas: programas, manifiestos, tratados y artículos. Esta formulación teórica va a la par con una terminología determinada que pone de relieve tal o cual aspecto de sus obras al que los escritores asignan suma importancia; es una terminología que simboliza para ellos su actividad y que los une en un mismo grupo literario. La historia de la literatura es rica en designaciones de esta especie, en ‘ismos’ de todo tipo, desde el ‘clasicismo’ hasta las innumerables escuelas ulteriores, pasando por el ‘romanticismo’ y el ‘realismo’”.

No podemos saber cómo seremos percibidos en el futuro, con qué “ismo” nos designarán, pero es un hecho cierto que, aunque nosotros no los veamos con claridad en el presente, hay gestos, guiños, acciones, fórmulas que hoy circulan en el arte como rasgos que, al naturalizarse, se invisibilizan para nosotros. Es más o menos lo mismo que pasaba, por ejemplo, con los escritores del Romanticismo: que asumían un estilo porque estaba en el ambiente, no por decisión personal.

sábado, junio 14, 2025

Vientos de represión

 









Ver el espectáculo de la represión en EUA me recuerda que el pensamiento de derecha ha ganado terreno a grandes zancadas en el alma de la humanidad. Cada vez más ultra, la derecha del mundo sostiene que su lucha se debe a que desde hace muchos años va perdiendo la “batalla cultural”, lo que para ella es evidente en la orientación dominante en las universidades, en los derechos cada vez más amplios conquistados por y para la mujer, en los subsidios del Estado a la salud y a la educación públicas, en el desarrollo de los derechos humanos y otras prerrogativas conseguidas, en teoría, por la izquierda. Es hora de voltear todo eso, subraya la derecha.

La verdad es que los supuestos triunfos de sus adversarios zurdos son pírricos, apenas un poco de lo que se ha arrebatado a la voracidad del capitalismo, el tímido “estado de bienestar” que para la derecha siempre equivale a “comunismo”, a “dictadura”, como se etiquetó al gobierno apenas socialdemócrata de AMLO. Lo cierto es que la batalla cultural en verdad va siendo ganada, con ventaja, por el pensamiento fascistoide cada vez más explícito, como lo ha observado el psicoanalista Jorge Alemán. Se nota en todos lados: en los medios de comunicación, en las redes sociales, en los simples grupos de WhatsApp que hoy son indicador del pulso comunitario. Recuerdo que durante los procesos electorales se dejan venir a borbotones el odio y el simplismo con garrote de amigos y amigas que exhiben claramente, sin tapujos, al no tan pequeño granadero que llevan dentro. Los caracteriza el uso permanente de expresiones violentas y meritocráticas, la articulación de (por llamarlos de algún modo) argumentos que sin muchas variantes podrían ser los de Trump, Milei, Abascal, Bolsonaro, Netanyahu, Macri, Bukele y demás abanderados de la libertad y la sagrada teoría del derrame. Si este discurso no gozara de solidez en la batalla cultural, ¿cómo se explica que tales sujetos hayan ganado elecciones y tengan ahora tanto peso en la vida de millones de personas?, ¿cómo se explica el holocausto en Palestina, atrocidad de atrocidades, sin que genere la indignación del planeta entero y el repudio unánime a Benjamín Netanyahu, el Eichmann judío? La batalla que van perdiendo en realidad es lo contrario: una batalla que van ganando y en la que no deben aflojar porque el objetivo es aniquilar todo derecho social, por minúsculo que sea, sin desdeñar jamás las indicaciones del manual cárcel o bala a toda protesta colectiva. La motosierra de Milei es uno de los mejores emblemas de tal emprendimiento, aunque no el único. La motosierra: vaya metáfora de la bestialidad convertida en política pública que busca acabar con el Estado con recursos del Estado.

En Estados Unidos muchos votaron el retorno de Trump. No sólo los muy ricos adhirieron a su figura, sino también miles de “pobres de derecha” seducidos por la retórica estridente del energúmeno que pernocta en la Casa Blanca. Lo impresionante es ver en esto que la gente vota a sus verdugos, a decir del politólogo brasileño Jessé Souza. Muchos ciudadanos creen, como ocurre en la Argentina, que la barbarie de los gobernantes que han elegido no llegará a cagarles la vida. Tremendo error. Muy poco después de haber asumido, como Trump y Milei ahora, esos gobernantes muestran la hilacha, sus planes despiadados contra obreros, estudiantes, científicos, jubilados, mujeres, discapacitados, enfermos, migrantes, pequeños empresarios y demás. Luego de sus triunfos electorales, no pasa mucho tiempo para que se manifieste el exceso de Estado en un solo rubro de la economía: el represivo. Todo se recorta, menos la inversión estatal en macanas, escudos, balas y gases lacrimógenos destinados a quienes abracen la mala idea de quejarse en las calles.

La etapa superior del fascismo (un fascismo que hoy se hace del poder por la vía mediático-electoral) sólo sabe ejercer el gobierno en términos depredatorios, de allí que muy pronto suelan poner en marcha protocolos de aplastamiento a la protesta social. El caso más saliente del momento es el de Milei y, de última hora, el de Trump contra los migrantes. No sé en EUA, pero en la Argentina el orate que ejerce de presidente terminará mal. Ignoro cuándo, pero apuesto lo que sea a que la economía se le vendrá al suelo porque su éxito con la inflación, el equilibrio fiscal y el control del dólar son un embuste más grande que la generosidad del FMI. De ahí la condena de esta semana a Cristina Fernández: a punta de lawfare era necesario encarcelar a la única persona capaz de abrir una opción política al tendal de miseria y descontento que dejará el gobierno cruel y ridículo del ridículo y cruel Javier Milei, un títere de la ultraderecha global que más temprano que tarde tronará como fusible.

miércoles, junio 11, 2025

Alba de la vocación

 








Recuerdo el día exacto en el que llegué por primera vez, en un vuelo de la peligrosa y desaparecida AeroCalifornia, a Tijuana. Fue el 23 de marzo de 1999. La mnemotecnia me ayudó a fijarlo: se cumplía exactamente un lustro del atentado que segó la vida de Colosio. Todo se anudaba para no olvidarlo: 23, marzo, Tijuana, Colosio. Fui en aquella ocasión a un encuentro cultural del Sistema Universitario Jesuita. Mi rol era el de coordinador del taller literario, y con mis talleristas organicé la edición de una plaquette con sus primeros textos. El título que elegí es casi el mismo que encabeza esta entrega: Alba de la semilla.

Pese a que lo concebí yo, no creo que sea malo. Suena bien, tiene el debido aire poético y, lo más importante, enunció el propósito de aquella publicación: mostrar que se trataba del amanecer de unas semillas, el amanecer de aquellos incipientes escritores. Siempre he tenido en el radar la idea sustancial de aquel viejo título: ¿en qué momento nace la vocación literaria? ¿Cómo surge y cómo se enterca en la conciencia de algunas almas indefensas? Las respuestas, obvio, no las tengo. En todo caso, tengo las mías porque en más de una ocasión he tratado de bucear en el recuerdo para tratar de hallar algo, lo que sea, sobre ese primer impulso.

Sé, por ejemplo, que antes de escribir ya era en cierto modo escritor. Lamentablemente, de tal realidad me di cuenta ya cuando escribía. En otras palabras, uno puede ser escritor sin saberlo, sobre todo en los primeros años de vida, cuando uno ni siquiera sabe dónde tiene las orejas. Digo que ya sabía por una fijación exacta: la de las palabras. En efecto, detecté que la obsesión por las palabras me acompañaba como el esqueleto desde pequeño. En mis recuerdos más remotos me aparecía la imagen de un niño asombrado por esos fugaces especímenes hechos de sonidos y de letras que, escritos, declaraban en silencio lo mismo que declaraban al pronunciarlas.

El alba de la vocación literaria —reitero que hablo de mi caso— estuvo en la extrañeza y la fascinación que me provocaba, que me provoca, un nombre propio, un adjetivo, una palabrota, un arcaísmo, una metáfora. En la profundidad del recuerdo encuentro la vocación que hasta la fecha, y hoy más que nunca, me sujeta.

sábado, junio 07, 2025

Ráscate con tus uñas

 











El filósofo italiano Diego Fusaro ha escrito un libro cuyo título no deja dudas sobre su propósito: Odio la resiliencia. Aclara en él que la palabra, hoy tan de moda, tiene un uso adecuado en el ámbito de la psicología y otro torcido en el terreno ideológico. Así sea por encima, sabemos que la resiliencia es un estado deseable y es exactamente lo que busca el tratamiento de los traumas encajados en la psique, como la muerte violenta de un ser querido. Ser resiliente en el plano psicológico es un estadio al que es conveniente llegar para salir bien librado de un atolladero emocional.

El problema con la resiliencia trasladada al espacio de lo social, es decir, convertida en ideología, es que confina al ser humano en su individualidad y muta las deficiencias de la estructura social y política en un problema que se debe encarar en solitario, con las armas que el individuo como tal tenga a la mano. Este ha sido quizá el más grande logro del neoliberalismo: crear tal desconfianza en lo colectivo, en lo público, en lo comunitario, que el ciudadano termina rechazando todo contacto con el otro para pensar en una sociedad distinta y mejor. Dicho con una frase popular, es un “ráscate con tus uñas” sin horizonte que vaya más allá del sujeto aislado.

Por supuesto, esta mirada no nace de la nada, espontáneamente. Es una creación discursiva que se afianzó como resultado de la desigualdad inherente al sistema capitalista. Como la mayoría iba a quedar fuera del bienestar, fue imperativo diseñar muros de contención al resentimiento. Por un lado, enfatizar que todo Estado es ineficaz, innecesario, prescindible, y en este mismo sentido, que cualquier forma de organización para la lucha (un partido, un sindicato…) es encabezada por corruptos; por otro, que todo éxito depende de los méritos propios. Así, cualquier fracaso es un fracaso individual y se debe únicamente al sujeto que no hizo lo necesario o lo atinado para salir adelante. Es aquí donde aparece la monstruosa noción del loser/winner que se fomenta en cursos, programas de televisión, libros, películas… Se es ganador o perdedor en función de la voluntad individual. Nada tiene que ver con esto ninguna estructura de desigualdad económica o social.

Pero los perdedores y sus resentimientos son siempre peligrosos, y en este punto aparecieron dos diques. Por un lado, la resiliencia como ideología: ante la derrota, uno se autoculpa y concluye que no hizo, repito, lo necesario o lo atinado para lograr tal o cual meta. Se acepta el fracaso y se aprende a sofocarlo, a conformarse, a colegir con la cabeza gacha que “así son las cosas”. La resiliencia en este caso es uno de los rostros de la resignación.

Pero es insuficiente, y la resiliencia abre una rendija. En el discurso contraderrota se prescribe que las crisis pueden ser leídas como una “oportunidad para reinventarse”, para buscar entre los miles de nuevos empleos que hoy existen alguno que nos permita, por fin, alcanzar el escurridizo triunfo. ¿Acaso no hemos visto lo bien que les va a los youtubers? ¿No sabemos cuánto gana aquella chica en Only Fans? ¿No tenemos todos una tía que vende más pasteles desde que los exhibe en Instagram? Sí se puede, todo es cuestión de echarle más ganas y elegir lo correcto, reiteran los manuales de autoayuda (por supuesto, el único éxito que hoy existe es el económico; todos los demás son éxitos menores, por no llamarlos fracasos).

Tanto la resignación como el reseteo de la vida son dos salidas individuales cuyo soporte es la resiliencia social. En ningún caso se escapa del individualismo: el meollo es remachar en la conciencia del ciudadano que jamás hay soluciones colectivas al drama individual.

miércoles, junio 04, 2025

Un thriller atendible

 











El menú actual de películas disponibles en no sé cuántas plataformas hace imposible no caer de vez en vez en algún producto estimable. Trato de mantenerme al margen de esa oferta que juzgo más entretenimiento que otra cosa, pero ocurre con irregular frecuencia que alguna cinta guiña el ojo y me saca de los libros. Este fin de semana vi en Netflix una muy reciente: La viuda negra (Carlos Sedes, 2025), película que más allá del lugar común encerrado en el título cuenta bien la historia (“basada en un hecho real”) de una esposa culpable de la muerte de su marido. Se trata, según la sinopsis, de un thriller en el que vemos el encontronazo de una mente manipuladora contra otra especializada en homicidios.

Resalto dos detalles de la cinta. Por un lado, su estructura. Aunque ya es habitual encontrar que el desarrollo de muchos relatos se da in medias res, expresión que significa “en medio del asunto”, no deja de ser cierto que en demasiados casos a los directores se les enreden los tiempos narrativos y todo termina siendo una ensalada difusa de historias dentro de las historias dentro de las historias. En La viuda negra no ocurre lo anterior, pues rápido nos instala en el presente marcado por el hallazgo del cadáver brutalmente apuñalado en un estacionamiento. Igualmente, pronta es la aparición de Eva, la investigadora oficial que comienza el acopio de pruebas y conjeturas. La película avanza un poco y luego da un salto temporal en el que se reconstruye la vida de Maje, la joven y guapa esposa del asesinado.

Sin rodeos, nos enteramos de lo fundamental: que pese a su fresco matrimonio, la situación no anda afectivamente bien, pues Maje es dueña de una voracidad sexual que la mueve a poner cuernos sin parar. Cuando ya ha masticado bien la idea de borrar a su cónyuge, manipula a un amante viejo y bobo, su compañero de trabajo, para que ejecute el homicidio. En un punto, más allá de la mitad de la película, el pasado se pega al presente y llegamos así a la etapa de resolución, todo con la claridad que demanda un género en el que es fácil caer en la tentación de rizar demasiado el rizo y enredar a los espectadores sin necesidad, gratuitamente.

El otro detalle que quiero destacar es la calidad de las actuaciones. Eva, la investigadora de crímenes, es encarnada con excelencia por la actriz Carmen Machi, quien da muy bien el tipo de policía dura. Maje (Ivana Baquero) está en su sitio dramático lo mismo que Tristán Ulloa (Salva). En suma, un thriller atendible sobre el desajuste y la ambición en la vida doméstica.