Me
dijo que aquel chaparro le dijo sí, amigo, lo felicito por su esposa, es una
dama inteligente y guapa, muy distinguida, y me dijo que al tipo se le veía a
leguas una necesidad de remarcar eso porque se sintió descubierto. Me dijo que
el gracioso había llegado recientemente a trabajar en la misma oficina, que se
puso tenso al elogiar, o sea, que le gustaba su mujer, la mujer de mi amigo,
quiero decir, y que por eso escogió uno de los dos caminos que se tienen cuando
un tipo es descubierto merodeando a una mujer ajena. Sí, tomó el camino del
elogio abierto, porque el otro es el del silencio culpable. Así que por eso
dijo tu mujer es una gran compañera, y agregó que responsable y cordial, no
cabe duda de que te sacaste la lotería, pocos hombres tan afortunados como tú.
El tipo tenía apenas dos meses en la oficina, era un empleado menor, pero de
todos modos tuvo arrestos para animarse a platicar con la secretaria ejecutiva
e intentar algo, lo que fuera con tal de verla. Ella es abierta, platicadora,
un pan, y le dio entrada sólo por urbanidad, lo sé, pero el tipo se emocionó y
quizá alcanzó a imaginarse un futuro en el que podía tener algo que ver con
ella. Pobre. Tras recibir su primer pago le regaló un libro de superación
personal, de esos firmados por un tal Coelho que no valen ni el papel en el
que están impresos. Hasta ahí no pasó nada, pero luego le obsequió un disco con
los hits de Roberto Carlos. Como que le gustaba regalar brasileños, pero una
cosa es obsequiar un libro chafa y otra muy distinta los hitazos de Roberto Carlos.
El tipo quería avanzar. A la tercera quincena cometió un error. Un libro y un
disco pueden ser disimulados en el bolso de mano, pero no un ramo de flores. Lo
que el chaparro no sabía es que ese viernes mi amigo pasaría por su mujer, y
que al enterarse iba a pedir que le presentaran al generoso pretendiente. Fue
allí cuando el tipo quedó desarmado y dijo lo que dijo: te sacaste la lotería y
blablablá. Todo eso dijo mi amigo mientras yo pensaba en su mujer, en el
viernes de la semana pasada, en aquel hotelito donde ella no perdió tiempo
pensando en su marido, mucho menos en el estúpido compañero de oficina que la
asediaba sin una miserable posibilidad de éxito.
miércoles, septiembre 28, 2016
miércoles, septiembre 21, 2016
Erudición
Faltaban
diez minutos para la salida del camión y saqué el libro, una novela que a la
mitad ya amenazaba con hartarme. No era temporada alta, así que la sala de
espera, hedionda como siempre a una mezcla de cloro con orines, lucía casi
despoblada. Leí un par de páginas y la novela no mejoró. Casi decidí cerrarla
cuando a mi lado apareció un tipo andrajoso. Tuvo la prudencia de dejar un
asiento libre entre los dos. Poco después torció la cabeza para tratar de leer
la portada de mi libro. Lo hizo descaradamente, como si yo no estuviera allí.
Para que no se aproximara más, adrede giré un poco el libro y logré que leyera
bien. Noté que era débil visual, tenía los ojos acuosos y cansados, azules
tirando a grises. No quise preguntarle nada por temor a que permaneciera allí,
pero él fue quien habló. “Yo también leo”, dijo. “Bueno, ya casi no, ayer
mataron a un perro pero en el mercado venden fruta”. Dijo lo del perro y se
quedó pensando. No era necesario que añadiera algo más para saber que estaba
loco. Tuve el deseo de que se largara o de moverme de lugar, pero otra vez
habló: “Dante escribió la Divina Comedia que está dividida en tres partes. Lo
que más me gusta es que Agamenón sale allí en su caballo Rocinante y viaja
hasta la Patagonia con Jean Valjan. Sin embargo, Cristóbal Colón navegó veinte
mil leguas de viaje submarino para llegar a Canadá, pero luego se casó con Sor
Juana Inés de la Cruz y todo se fue al carajo. Por eso Lorca no lo perdonó y le
dio muerte en Venecia para después quedarse con el efebo”. Yo no decía nada, lo
dejé conferenciar con una mezcla de asco y fascinación. “¿Usted está de acuerdo
en que a Tolstoi le den una beca estatal? No, señor, Coahuila no está para eso.
En dicho caso que escriba más, la segunda parte de Madame Bovary pero esta vez
que la ubique en Viesca. Los que ya estamos cansados de Nabocov no lo queremos
como alcalde. Aquí tenemos muchos problemas, señor, y si ese tipo no pudo
mejorar la vida de Macondo, es imposible que logre hacer algo bueno por el
atletismo”. Me salvaron las bocinas, la salida de mi autobús. No dije nada,
sólo le extendí el libro y él lo tomó. “Ayer mataron a un perro…”, rumió y creo
agregó lo de la fruta.
sábado, septiembre 17, 2016
Grupos
Con
sólo ver su cara supe que Bruno me contaría algo malo. Pedimos dos Indios y
comenzó su relato. Me narró que en su trabajo hicieron un grupo de Whatsapp
para facilitar ciertos trámites, y que eso los mantenía ahora esclavizados a la
vigilancia del patrón. Por supuesto que seguían teniendo sus contactos
independientes, pero que el grupo se había convertido poco a poco en casi la
única vía de comunicación con todos los compañeros de la empresa. Ya no había
pues para dónde escapar. Ni en fines de semana ni en vacaciones podían huir de
las peticiones, las consultas, los encargos, y el patrón lo leía todo y se
había convertido en un carcelario de “panóptico”. No faltó entonces que
comenzaran las bromas, las directas y las indirectas contra el patrón. No en el
grupo del trabajo, claro, sino en otro abierto por un tal Baldemar. Allí, en el
grupo de ese tipo, fueron apareciendo mensajes cada vez menos sutiles de rechazo
a la figura del patrón y a sus excesos persecutorios. En total eran seis los
que participaban del juego. Bruno me dijo que él fue el último “agregado” a la
conversación, y cuando lo incluyeron se tomó el cuidado de leer lo que
previamente habían escrito los demás. Se mofaban sobre todo de la calvicie del
viejo, de su voz aflautada y de sus pantalones “sin nalgas”. Mi amigo Bruno
tuvo el cuidado de no sumarse de inmediato, de medir con un poco más de cautela
hasta dónde llegaban los compañeros. Una semana después decidió añadir un
comentario ni más ni menos cargado que los demás. Todos escribieron un
“jajajaja” solidario y entonces Bruno agarró confianza, tanta que en lo
sucesivo fue uno de los animadores más entusiastas del pitorreo. Me informó que
pasaban dos o tres días en silencio, sin actividad, y que sólo bastaba un
comentario para que todos comenzaran una breve granizada de bromas que de
alguna manera desahogaba la presión impuesta por el jefe. Todo anduvo bien
hasta esta mañana. En el semáforo, apurado por llegar al trabajo, Bruno se sumó
a una tanda de bromas. Apagó el celular. Luego, en otro semáforo, añadió una
más, pero al llegar a la oficina vio que se había equivocado de grupo. El jefe
andaba de viaje, pero le escribió directamente: “El lunes platicamos, Bruno”.
jueves, septiembre 15, 2016
Sobre Parábola del moribundo
El año pasado me entrevistó vía mail Elba Maceda Díaz. El tema fue mi novela Parábola del moribundo (México, 2009). No supe si el diálogo apareció en alguna parte o no. Aquí la reproduzco sólo para que no se quede en el archivo:
Desde su punto de vista como creador, ¿es
posible decir que en su novela Parábola del moribundo hay dos personajes
principales?
Sí,
es una dupla como tantas que ponen en relación personajes disímbolos. Se trata
de una vieja tradición, y su caso más célebre es, claro, el del Quijote y
Sancho. El cine mexicano explotó ese tipo de parejas, un sujeto supuestamente
serio y otro explícitamente risible como Tintán y Marcelo, Viruta y Capulina,
Manolín y Shilinsky.
En el caso de mi novela, obviamente el contraste se da en todos los sentidos:
edad, aspecto, profesión, visión del mundo, etcétera. Santiago es el serio y
Vicente el risible, así que ponerlos en acción al mismo tiempo es una anomalía.
Aunque los dos tienen parecida importancia, creo que el protagonista eje es
realmente el poeta, pues él es quien narra la historia.
¿De qué manera fueron tomando forma cada
uno de ellos?
Escribí
esa novela entre 1998 y el 2000. Creo recordar que Parábola… nació como un cuento en el que imaginé a un poeta de
provincia metido en la supervivencia. Por allí apareció Vicente y cuando los
puse a conversar noté que la historia de ese extraño encuentro daba para más.
Casi de inmediato supe que iban a ser muy contrastantes, y que era más fácil
que el poeta avanzara hacia la vacuidad del anciano que el anciano, por más que
lo intentara, se asentara en los intereses del poeta. En ese coctel se basa el
tono picaresco del libro.
Por decirlo de algún modo, ¿se peleó con
ellos para concebirlos, para llevarlos por el camino que usted quería?
Creo
que no reñí con los personajes sino que los dejé fluir. A más de quince años de
haber escrito las andanzas del dúo Santiago-Vicente, tengo el vago recuerdo de
que me divertí, de que no fue un libro de confección traumática.
¿Qué fue lo más difícil a la hora de darles
a Vicente Caballero Medina y a Santiago Macías sus respectivas personalidades?
No
calqué a nadie de la vida real, jamás lo hago. Lo que sí ocurre es que para
armar un personaje tomo rasgos, modos, actitudes de sujetos reales, empezando
por mí. Siempre pienso qué tipo de personaje necesito y poco a poco le voy
poniendo rostro, facha, actitud, todo. Eso pasó con Santiago y Vicente. Desde
el primer capítulo supe cómo iban a ser y lo que hice fue seguir la lógica de
sus personalidades.
¿Es usted Santiago Macías?
No,
ya lo dije. Ninguno de mis personajes soy yo. Ahora bien, algunos de sus rasgos
sí los tomo de mi manera de ser. Siempre tomo algo prestado de mí mismo para
armar a mis personajes, pero jamás me he copiado fotostáticamente.
El lector se asoma a la región de La Laguna
en sus letras. ¿Cuáles son sus motivaciones para hacerlo? Es decir, más allá de
lo obvio de saber que usted nació en aquella región y vive en ella.
El
noventa por ciento de las ficciones que he escrito se ubican en La Laguna. Lo
hago por comodidad descriptiva y porque
en el fondo no importa tanto el sitio donde se instalan las historias, sino el
ingrediente humano que contengan, su capacidad para insinuar asuntos universales.
Ahora bien, en un rapto de chovinismo puedo decir que me gusta que La Laguna
aparezca en mis libros, aquí nací, aquí vivo y con esta región tengo una
relación de amor-odio en la que por supuesto siempre prevalece el amor. Pese a
todo, quiero, amo a La Laguna.
Algún lector le comenta sobre manual o
libro de retórica que parece haber inserto en la novela (por supuesto es broma), ¿pero es –dígame usted- un juego que tiene con su lector?
Esta
novela es una novela que Santiago está escribiendo para ver si con ella gana
algunos pesos. También se trata de un viejo recurso narrativo. Lo que hice fue
un énfasis en la relación realidad-literatura: dentro de mi novela realista el
personaje reflexiona cómo entra la realidad a su libro. Es un tema que siempre
me ha interesado. Sé que muchos escritores y lectores están en contra del
realismo fotográfico, realismo que para mí es imposible, pues la realidad es
infinita y simultánea, y la literatura es finita y diacrónica. En la
literatura, por más realista que sea, siempre hay un componente subjetivo que
tijeretea, que altera, que deforma la realidad. O sea, no existe literatura
realista aunque la apellidemos así.
El Grudelp y los textos vueltos a recordar
o a insertar en la novela, son también parte de una intención de estilo, pero
¿han sido notados por los lectores?
En
Parábola... hay algunas alusiones a
textos reseñísticos, poéticos, e incluso sobre la novela misma. Su personaje
eje es un escritor, así que me pareció prudente que entre sus andanzas
aparecieran opiniones sobre la literatura y el mundillo literario/periodístico
en el que se desenvuelve.
¿Qué dijeron los miembros del jurado del
premio como el Rafael Ramírez Heredia (Eugenio Aguirre, Óscar de la Borbolla y
Hernán Lara Zavala)?
Resaltaron
sobre todo el humor y la fluidez de la narración. Me dio gusto leer ese
dictamen, pues es algo que traté de imprimir en el relato.
¿Cuáles fueron los argumentos para
otorgarle ese premio?
Esos,
precisamente. Creo que les agradó el ritmo de la novela y el sustrato entre
tristón e irónico que traté de convocar.
¿Cuál es su percepción de los índices de
lectura en Torreón, en su región?
No
son diferentes a los de otras regiones del país, es decir, son bajos. Creo que
ahora se lee más gracias a las redes sociales. Lo malo es que se trata de
esfuerzos de lectura muy ligeros y dispersos. Los mexicanos en general seguimos
algo lejos del libro.
miércoles, septiembre 14, 2016
Cena
Sentí
el filo nervioso en mi yugular y al mismo tiempo escuché las palabras
supuestamente imperativas, firmes: “¡El dinero o lo mato!”, dijo. No le creí,
el tipo temblaba, era un principiante. Había poca luz en esa calle, otro de los
agujeros negros que adornan con su peligro las madrugadas de mi ciudad. Yo
caminaba porque el coche me dejó tirado y pensé que andar veinte, treinta
cuadras podía convertirse en una especie de ejercicio forzado a mi
sedentarismo. De pronto, las dos manos en mi cuello, el cuchillo y la frase
rompieron el paseo. “Tranquilo, tranquilo”, dije. “¡El dinero o lo mato!”,
repitió. Le expliqué rápido que permitiera mi movimiento, que aflojara un poco su
mano y su cuchillo para sacar mi billetera. “Tranquilo, amigo, no haré nada, tranquilo”,
insistí. Yo estaba seguro de que era un principiante, y en tal corazonada fundé
mi temor. Un profesional no mata al asaltar en la calle, mientras que un
principiante puede matar en cualquier situación, ante cualquier mínima amenaza.
En eso ocurrió algo sorprendente. Era mi día, o mi noche, de suerte, y yo que
pensaba en lo contrario cuando el Tsuru ya ni siquiera dio marcha. El tipo
aflojó la mano izquierda que me atenazaba el cogote, retiró el cuchillo y
cuando pude voltear ya estaba semihincado, gimiendo como mocoso. Escuché unos
estertores y luego otras palabras: “Perdón, señor, váyase, yo no sirvo para
robar”, dijo y soltó un gimoteo más fuerte. Quise caminar, pero me detuvo la
curiosidad, el deseo de ver su rostro. “¿Puedo ayudarte en algo?”, le pregunté.
“No, sólo tengo mucha hambre”. Me compadecí: “Mira, ten, cien pesos”. Por fin
levantó la cara. Era flaco, tenía los ojos hundidos, la edad indescifrable de
los apabullados y la ropa muy sucia. “No, señor”. Tras rechazar mi dinero, le
ofrecí otra opción: “Vamos a la plaza, allí siempre está el carrito de los hotdogs,
te disparo los que quieras”. Afirmó con la cabeza, dejó de gimotear y
comenzamos la caminata de tres cuadras hacia la plaza. Un rato después, el tipo
engulló, en silencio y casi sin respirar, nueve hotdogs con todo. Al
despedirnos pensé en lo obvio: es increíble que no me haya matado con esa
hambre y esa incapacidad de principiante.
sábado, septiembre 10, 2016
Diario
Trabajar
en bienes raíces tiene siempre algunas desventajas: 1) se negocia con clientes
de dinero y por ello caprichosos; 2) se depende de los vaivenes del mercado
inmobiliario; 3) hay que mostrar casas y locales a las horas más inoportunas, y
4) se gana bien sólo después de mucho tiempo acreditando el nombre o la marca
del corredor. También tiene, es innegable, algunas ventajas: 1) pueden cerrarse
buenas ventas simultáneas; 2) ya con prestigio obtenido es posible contratar empleados
y sólo recibir las comisiones, y 3) como uno conoce el negocio, con el tiempo
es posible comprar, vender o rentar lo propio. No me quejo, pues, pese a que he
tenido malas rachas. Entre los beneficios de este giro profesional está uno más
pequeño, pero beneficio al fin. Parte de los bienes que tengo en casa son un
plus de los bienes raíces. Por ejemplo mi cama de caoba. Cualquiera que la vea
pensará que me costó un dineral, y no, la obtuve gratis. Estaba en la alcoba de
una casa que vendí, y era del abuelo del joven dueño, quien la heredó; al
momento de cerrar su trato pregunté qué hacíamos con esa inmensa cama, y el
muchacho me dijo sin mayor conflicto: “Yo me voy a Nueva York, haga lo que
quiera con ella, tírela o quédesela”. Y me la quedé. Y así ha pasado con otros
objetos de valor: un mesón, dos libreros, dos candiles, muchos libros, un
hermoso biombo y hasta una tina de baño de estilo porfirista, todo gratis
porque sus dueños estaban urgidos de vender la propiedad, no los vejestorios
que había dentro. Pero no todo es buena presa. Hoy acabo de vender una
propiedad y en ella quedó un buró desvencijado, polvoso y lleno de papeles.
Según la dueña, era de su hermana fallecida seis meses atrás. Había un diario y
comencé a hojearlo. Me asombró. Con letra arrebatada pero legible, la mujer había
diseñado un plan tan macabro como descabellado: aniquilar a toda la humanidad.
Sí, así como se oye: aniquilar a toda la humanidad. El título no mentía, y el
contenido menos. Por supuesto, a medida que volví las hojas noté que era un
apretado racimo de sandeces que hoy conservo solo como curiosidad. No es común
hallar proyectos de este inmenso calibre. Todo por los bienes raíces.
jueves, septiembre 08, 2016
Ojos en la sombra con Nazul
Nazul Aramayo, joven escritor lagunero, me entrevistó hace un año para la revista digital Suplemento de libros. El tema fue Ojos en la sombra (Conaculta, 2015). Refriteo aquí el diálogo con agradecimiento retroactivo a Nazul y al Suplemento...
—Desde que recuerdo, en las
sesiones del taller literario, hacías énfasis en narrar de lo que sabemos y
desde donde estamos. Noto en los libros Las
manos del tahúr, Parábola del moribundo y Ojos en la sombra que también los nutre eso que nos decías. ¿Se ha
vuelto una especie de consigna para ti o por qué el énfasis en contar historias
fuera de cualquier relumbrón cultural?
—Uno puede escribir sobre lo que sea, esa es decisión de cada quien y es
imposible coartar algo que parte del gusto, es decir, de la subjetividad más
profunda. Lo que sugiero en los talleres literarios —en la idea de que son eso,
talleres literarios, es decir,
espacios para el aprendizaje de la escritura sobre todo de jóvenes— es que al
menos en los primeros intentos los concurrentes no busquen temas exóticos,
lejanos en el tiempo y en el espacio a su experiencia personal. Se supone que
en esa etapa no sólo se está afinando la escritura en sí, es decir, el oficio
sutil de entretejer palabras con malicia e intención digamos estética, sino que
también se está escapando del huevo, se está madurando. El joven, al llegar a
un taller, carece no sólo de las herramientas técnicas de la escritura,
desconoce lo que puede hacer con las palabras si las organiza de un modo o de
otro; también, como joven, es muy probable que no haya sido atropellado por
nada y esté lejos de la angustia laboral, de los fracasos amorosos, de la
resignación matrimonial o del divorcio, de los tropiezos filiales, de los achaques,
del desaliento político, de la cercanía de la muerte propia y la certeza de la
ajena, del tedio, de la desesperanza. Lo que le queda por contar, entonces, es
lo que tiene más a tiro de piedra, los conflictos de la escuela, la amistad, la
relación con sus padres, hermanos y amigos. Eso es lo más práctico, lo que
suelta más rápidamente la mano del aspirante a escritor al menos para los
propósitos siempre un tanto apresurados del taller. Esto no significa, por
supuesto, que haya impedimento alguno para que un joven tallerista escriba en
primera persona el relato del alienígena intergaláctico o el del viejito
abandonado por todo mundo cuando le pega cáncer de próstata. El joven escritor
tiene derecho a tratar el tema que guste, pero no sé si los resultados van a
ser los mismos si escribe sobre algo que le atañe o sobre algo que le queda a
miles de años luz o a cuatro o cinco décadas de distancia vivencial.
—Aunque el tono es humorístico
hay algo de nostalgia. Las historias suceden en gran medida en los 80, hay una
sensibilidad, en algunos, más propia de los 70. Se lee una ciudad que en
algunos aspectos ya no existe pero en otros parece que se detuvo en el tiempo y
repite lo de décadas pasadas. ¿Cómo fue tu relación ciudad-recuerdo para crear
los cuentos que ahora leemos?
—Cuando un escritor maneja el humor no puede reconocerlo campechanamente,
pues corre el riesgo de parecer pedante. Por eso es común que escritores como
Ibargüengoitia hayan rehuido a la etiqueta de “humoristas”, dado además el
prestigio intelectual que tiene la seriedad, la sobriedad, la gravedad,
asociados más comúnmente con la inteligencia. En mi caso no rehúyo la etiqueta,
pero me incomoda que me obliguen a hablar sobre el “humor” de mis relatos, si
es que lo hay (esto es en sí un tanto humorístico, pero no puedo evitarlo).
Ahora bien, dados mis intereses de lector, siempre he encontrado placer en
autores que saben trabajar con el humor en sordina, no desparpajado, sino
sutil, expresado en mil detalles ocultos en su prosa, en las peripecias que
diseñan, en el tono general de sus libros. El Quijote sería el primer gran
ejemplo del humor que me complace. Ese mismo humor, o parecido, lo leo en
escritores que he tenido cerca como Carpentier, como Rulfo en muchos cuentos de
El llano…, como Borges, quien llevó
la ironía al más alto sitio al que se puede llegar en ese rubro, hasta la
fecha, en América Latina. En mi caso aplico un recurso que aquí, para
abreviarlo, llamaré “pendular”: procuro que mis textos se muevan, oscilen,
entre eso que denominan humor y el otro lado: la tristeza, la desdicha, la
“nostalgia” que mencionas. A veces salen más cargados a un lado que a otro,
pero eso no depende de mí sino del tema o del estado de ánimo que tuve al
momento de escribir. No sé. Por otra parte, y en respuesta a la segunda vertiente
de tu pregunta, escribí esos cuentos en los años previos a mi onomástico
cuarenta. No fue deliberado, pero ahora que me lo planteo retrospectivamente puede
ser que estuve saldando cuentas con mi pasado, con mi juventud y mis primeras
caídas de adulto. Provengo de una etapa poco dada al desenfado ideológico del
nuevo milenio, todavía milito políticamente, tengo un lado “serio” y
sesentero-setentero que pesa bastante, y supongo que eso se nota en varias de
mis historias. Hoy a muchos escritores les apenan las etiquetas, que les digan
“de izquierda” y todo eso. A mí no; podré ser escéptico, podré sentir
desaliento, pero me queda claro que las ideas de mi juventud no fueron sembradas
en broma y siguen siendo útiles para contrapesar, al menos en mí, el alud de
inhumanidad que nos rodea y al que por cierto le sienta de maravilla la
indiferencia que no comparto. En cuanto al entorno lagunero dominante en mis
relatos, lo mismo: mis personajes se mueven más a gusto en La Laguna
simplemente porque aquí le tocó vivir a quien los creó.
—Como escritor ¿qué tanto nutren
o estorban los trabajos periféricos, como los que realizan los personajes, en
tu creación literaria?
—Ya que no puedo vivir de la literatura, siempre he tratado de trabajar
en espacios que no me coloquen demasiado lejos de ella, es decir, en
universidades, revistas, centros culturales y en casa, de freelance, como redactor, corrector, editor... Eliminadas dos
módicas becas estatales, cada una de un año, jamás he tenido patrocinios para
escribir, así que en realidad he vivido toda mi vida laboral con dos chambas:
la alimenticia y la literaria; soy pues el mecenas de mi propio destino de
escritor. Esto de las dos profesiones no ocurre en otras: el plomero es
plomero, y vive de eso, así como lo hacen el médico, el contador, la dentista,
el ingeniero, la modista, el comerciante. Dado el estatuto un tanto nebuloso de
la profesión de escritor (al menos donde vivo), uno sufre la condena de la
invisibilidad laboral, por eso pasa con frecuencia que me pidan algo así: “Mi
sobrino de quince años escribió una novela sobre dinosaurios y me gustaría que
la leyeras para que le digas si es buena o no; sólo son como 200 páginas”. Es
muy difícil explicar en estos casos que uno no desea leer eso, que si uno
tuviera tiempo libre leería a Víctor Hugo o a Emerson, y que si lee algo que
está al margen de sus intereses debe ser por trabajo, con un pago de perdida
simbólico. Pues bien, cuando uno, titubeante, trata de explicar esto, parece un
mezquino, un verdadero miserable, como no parece mezquino ni miserable el
médico cuando vamos a una consulta y nos cobra honorarios. Todo este circo de
la supervivencia ha entrado a mis relatos porque está en mi experiencia y
porque tiene también algo de tragicómico, de picaresco en el sentido quevediano
de la palabra.
—¿Por qué escribir sobre el
escritor si, como en “Papá Matías” se afirma que “La literatura no sirve para
nada por acá, sólo para ocasionar problemas?
—Esto tiene relación con la respuesta anterior, pero antes debo instalar
una nota al pie de página: mis personajes opinan por su cuenta, sus pareceres
no necesariamente son los míos. El personaje de ese relato es un pesimista, un
tipo que de antemano se sabe condenado a la mediocridad, al fracaso, y que por
una misteriosa razón (todas las razones que nos mueven a hacer algo son
misteriosas) sigue intentando escribir. Lo único que hice fue llevar al
extremo, en ese personaje, un sentimiento que yo tengo sobre los beneficios que
deja la literatura en un páramo como el lagunero: dos o tres apapachos de los
amigos, cierto orgullo familiar, algún pequeño espacio laboral, unos cuantos
pesos y fin. Todo lo demás son problemas, inadaptaciones por ejemplo a lo
fiscal, rezagos, broncas sobre todo cuando, como en La Laguna, no hay un flujo
intenso de energía cultural y por ello no se ha alcanzado un estatus de
profesionalización siquiera decoroso para actividades como la mía de escritor e
incluso de editor, corrector, maestro. A esta hora, luego de 35 años dedicados
a la literatura, con cientos, miles de cuartillas comprobadamente publicadas en
libros, revistas, periódicos e internet, mis números materiales son apenas
grises, no negros, pero por razones otra vez misteriosas creo que he hecho lo
correcto, que el precio de seguir escribiendo ha sido rodearme de problemas que
otros a mi edad, como dice el personaje del cuento que mencionas, ya tienen
resueltos.
—A propósito de “Puentes”, la
última sección del libro: ¿por qué trazar vasos comunicantes entre las
tragedias latinoamericanas como la de Argentina y Chile con la cotidianidad que
vive un lagunero?
—Desde hace muchos años, casi podría decir que desde que leo, he sentido
una gran identificación con la realidad y los problemas de los países
latinoamericanos. No soy indiferente a sus historias, al desgarramiento de sus
territorios, de sus economías, de sus hombres y mujeres. De joven me interesé
mucho por la crónica de Indias, me enteré cómo nacimos, cómo desde entonces
hemos sido saqueados casi hasta el exterminio, cómo desde la conquista somos un
estorbo paradójicamente funcional para las grandes potencias. Eso no es
demagogia. Nuestros razagos, visibles cuando apenas damos un paso en la calle o
nos internamos en cualquier barrio o ejido, obedecen a miles y miles de pequeños
actos de violencia perpetrados por naciones foráneas y por sus esbirros
autóctonos. No otra cosa es para mí, hoy, Estados Unidos y el gobierno
mexicano, por citar sólo el ejemplo que tengo más al alcance de mi asco. Pues
bien, dos de los países cuya historia mejor conozco son Argentina y Chile, y a
estos añadiría Cuba. Con el primero de estos países he mantenido una relación
muy intensa en los años recientes, como de 2000 a la fecha. He leído mucho
sobre su, espero, última dictadura, sobre los problemas que vinieron luego de
que cayó y del momento para mí alentador que los sorprendió con la llegada, en
2003, del kirchnerismo. ¿Cómo no estar de acuerdo con un gobierno que condenó
por fin a los militares genocidas? ¿Cómo no estar de acuerdo con un gobierno
que, como pocos, ha dado la pelea contra un grupo mediático como Clarín? Toda
proporción guardada, es como si los gobernantes en México por fin decidieran
poner un alto a las porquerías de Televisa, cosa que estamos lejos de ver. Así
pues, un poco azarosamente me salieron tres o cuatro cuentos que tenían, como
dices, vasos comunicantes entre las realidades argentina, chilena y méxico-lagunera.
Puede parecer un atrevimiento o una ingenuidad, pero para mí nuestras
realidades acusan muchas simetrías y pueden ser tratadas literariamente sin
desbarrar.
—En tu “Palabra final” mencionas
“no deseo trazar historias deshuesadas, ‘prosa poética’, ocurrencias pasadas de
contrabando como cuentos”, ¿consideras que ya no se escribe cuento clásico o
que ya no se buscan los mecanismos lingüísticos para soportar una estructura?,
¿por qué consideras necesario acatar las reglas del cuento clásico?
—Creo que traté de dejar claro en esa “Palabra final” que en mi libro
procuré (ojo, en mi libro) ceñirme a
la idea —no mía— de escribir cuentos de una manera no suelta, relajada, desenfadada,
sino de acatar las nociones que han caracterizado al género de unas décadas a
la fecha. Y no estoy en contra de ningún formato, de ningún molde ni de ninguna
cruza experimental. En lo que discrepo es en pasar de contrabando (usé tal
palabra: contrabando) un formato cuando en realidad es otro. Sé que sueno
rígido en esto, pero sería la misma rigidez decir que a un perro le digamos
perro y no rinoceronte, o decir que a un libro le digamos libro y no
refrigerador. Ni el libro ni el refrigerador son buenos ni malos en sí, no se
contradicen, son sólo objetos distintos, y es lo mismo que pienso sobre el
cuento-cuento y la prosa poética. Está bien romper las reglas, desbaratar, pero
siempre debemos mantener alguna mínima certeza. El dadaísmo sólo funcionó una
vez.
—¿Por qué el título Ojos en la sombra? ¿A qué se refiere?
—A mí me gustan casi todas las palabras, pero unas más que otras, como a
cualquiera. Entre las que me gustan mucho está “sombra”. Tiene la misma
sonoridad que “lumbre”, palabra que coloqué en el título de mi primer libro,
publicado en 1990. Usé “sombra” aquí, en primer lugar, porque me gusta su
sonido, y en segundo, porque pensé en una especie de metáfora: el escritor es
un sujeto que mira desde el margen, que observa a veces sin ser visto, que da
testimonio desde la oscuridad. Sus ojos son pues unos ojos no observados, unos
ojos en la sombra.domingo, septiembre 04, 2016
El cuento y el éxtasis
Mi paisano y admirado amigo Vicente Alfonso me hizo la siguiente entrevista sobre Ojos en la sombra (Conaculta, 2015). A poco más de un año de la publicación del libro en la colección El Guardagujas, estas fueron mis respuestas.
—¿Nace Ojos en la sombra como un proyecto
o es una compilación de relatos que surgen de forma independiente?
—La
escritura de los diez cuentos que componen Ojos
en la sombra se dio en mi periodo más productivo como cuentista: de 2000 a
2004. En ese lustro armé seis libros de cuento, dos de ellos todavía inéditos.
Luego, en 2005, tuve la suerte de recoger algún fruto, pues en una semana de
octubre recibí la noticia de que gané tres premios nacionales, el de San Luis
Potosí entre ellos. O sea, el esfuerzo no estuvo tan mal encaminado pese a que
es un género casi marginal, ajeno al glamour
de las editoriales poderosas. Recuerdo que al escribir los cuentos pensaba en
proyectos más o menos compactos: Leyenda
Morgan sería un libro de cuentos policiales; Arte de miniaturía (inédito) y Monterrosaurio,
de microrrelatos; hay otro inédito con cuentos dizque sexosos; donde tuve
problema fue con una tanda de veinte relatos con tema intelectualoide. Era un
libro gordo e inmanejable, así que decidí partirlo en los dos que ahora son Las manos del tahúr (publicado por
Ficticia) y Ojos en la sombra
(publicado por el Conaculta en su colección El Guardagujas). Puede decirse pues
que estos dos libros en realidad llegaron en un parto de gemelos.
—El tema de los cuentos
iniciales de Ojos en la sombra es la rivalidad entre creadores. Pienso en Bioy
Casares y Borges, en Mozart y Salieri ¿Puede la envidia ser un motor artístico?
—Buena
parte de esos cuentos tiene personajes que se dedican a lo que me he dedicado:
escritores, maestros, académicos, editores, periodistas. Son sujetos que me
quedan cerca, que conozco y puedo describir con cierta facilidad. Pero eso no
es lo importante, sino sus pasiones y la forma en la que las exteriorizan. Si
vamos entonces al fondo temático de estos cuentos notamos que en todos hay un sedimento
de envidia, frustración, recelo, miedo, incertidumbre, es decir, asuntos que le
atañen a cualquier ser humano, sea o no artista. En lo personal, creo que la
envidia puede detonar algo bueno cuando hay talento en quien envidia; sin
talento, la envidia es una pasión brutal, autodestructiva. Por eso, hay que
envidiar a quienes de alguna manera podamos imitar, no a quienes poseen algo
que nosotros jamás tendremos. Yo no puedo envidiar a un matemático, a un chef,
a un músico o a un alpinista, pues carezco de las facultades mínimas
indispensables para intentar siquiera una imitación mediocre de sus
disciplinas. En tal caso prefiero la admiración en lugar de la envidia.
Uno de tus personajes afirma que “en
estos tiempos la investigación literaria está más devaluada que la monarquía
absoluta”. ¿Compartes esta opinión? ¿Por qué?
Suelo
no compartir muchas opiniones de mis personajes, pero en este caso creo que no
estoy tan en desacuerdo. El personaje dice “monarquía absoluta” para referirse
a algo viejo, caduco. Él cree que, aunque ame la investigación literaria, para
el mundo ya no importa, es una actividad sólo provista de significado para un
espacio muy chico, el de la academia, y aun ahí es usada como arma para la
supervivencia laboral, el ascenso curricular y otras pequeñas mezquindades, no
para producir verdaderos estudios. Digamos que puedo o no estar de acuerdo con este
personaje, pero sí me es simpática su actitud de pesadumbre ante el poco valor
que se le da al trabajo académico.
—¿Cuál es tu procedimiento para escribir
un cuento?
—De
manera muy general puedo decir que veo venir desde lejos una frase, un personaje,
una situación, una atmósfera y a partir de allí sospecho que puede brotar un
cuento. No fuerzo nada, no me obligo burocráticamente a escribir, sino que dejo
que la idea se vaya imponiendo en mi interior y termine por hacerme manita de
puerco hasta llevarme al teclado. Durante un tiempo muy irregular pienso la
trama, diseño peripecias, armo un esquema en greña. Luego, cuando llega la hora
de escribir, surgen siempre nuevos obstáculos y nuevas soluciones. Lo
fundamental para mí es construir todo para que el final dé una idea de
congruencia y de contundencia. Quizá me gusta escribir cuentos porque en este
género lo más importante es el final. Siempre he dicho que no me gusta
escribir, sino terminar de escribir, pero para terminar de escribir primero hay
que escribir, así que cuando llego al final de un cuento siempre gozo una
sensación de placer casi venérea. El final de un cuento es, entonces, un
éxtasis, lo mejor que he podido experimentar como escritor.
—¿Te sientes más cómodo como cuentista o
como novelista?
—Como
cuentista, creo, pero eso no quiere decir que la novela me resulte ingrata.
Allí se cocina distinto: el placer está en destapar la cazuela a medio camino y
comprobar con el olfato que avanza vaporosamente bien la elaboración del caldo.
—¿Cuáles son tus cuentistas de cabecera?
—Tengo
muchos: Rulfo, Arreola, Valadés, Monterroso, Revueltas, José Agustín, José
Joaquín Blanco, Samperio, De la Borbolla, Serna, Parra, Lara Zavala, Fadanelli,
Marcial Fernández, Ribeyro, Lugones, Borges, Pérez Zelaschi, Walsh, Piglia, Abelardo
Castillo, Sorrentino, Luisa Valenzuela, Giardinelli, David Lagmanovich, Fabián Vique,
Giselle Aronson, Toño Cruz, Orlando Van Bredam, el chileno Diego Muñoz, los
futboleros Fontanarrosa, Sasturain y Sacheri. De otras lenguas he disfrutado a Poe,
Chejov, Conan Doyle, Nabokov, Schwob, Papini y Faulkner. Entre los laguneros
aprecio a Saúl Rosales, Daniel Herrera, Daniel Lomas, Miguel Báez, Fernando
Fabio Sánchez, Carlos Reyes, Carlos Velázquez, Angélica López y a ti; y del
norte en general, a Herbert, Boone, Trujillo Muñoz, Crosthwite, José Salvador
Ruiz y Julio Pesina.
—¿Sientes que vivir lejos de la capital
ha determinado tu carrera como escritor?
—Creo
que sí. Por el lado de la creación, esto me ha obligado a pensar en mi entorno,
La Laguna, tratando de no incurrir en rancheridades. Por el lado de las
oportunidades y pese a las comunicaciones de hoy, uno aprende acá a rascarse
con uñas menos afiladas, pues hay escasas oportunidades, escasos contactos.
Este desafío en el desierto no es tan malo, pues todos los días pone a prueba
la vocación.
—La literatura de países sudamericanos,
en especial la argentina, ha influido en tu obra: en una época sin internet
¿cómo se dio para ti el descubrimiento de los autores argentinos?
—Como
en muchos casos, comenzó con Cortázar y poco después con Borges. Pero antes,
por el gusto del tango y la milonga y mi admiración juvenil —no desaparecida—
al Che y al poema Martín Fierro.
Luego sumé otros gustos de la cultura argentina y ahora mi conocimiento de ese
país corre al parejo que el del mexicano. Me interesan su literatura, su
música, su política, su geografía y su futbol tanto como los de México.
—¿Piensas que para estas generaciones es
más fácil acceder a los títulos con poca circulación?
—Internet
ha facilitado el acceso a todo, incluido el que conduce a la literatura. Pongo
un ejemplo: en mi juventud alguien nos puso un caset con la voz de Borges
diciendo sus poemas. La reunión terminó y todos los amigos, en broma,
imitábamos esa voz cada vez que lo citábamos. Creo que todos hubiéramos querido
tener el caset, escucharlo más, pero por cuestiones prácticas no se pudo. De
Borges hoy están en YouTube sus poemas, sus conferencias, sus entrevistas.
Cualquiera tiene a la mano lo que se le antoje. En los tiempos de mi formación
todo era más lento, pero no lo sabíamos pues no podíamos adivinar lo que habría
poco después. Los jóvenes que nacieron con internet no se asombran porque les
falta la experiencia anterior, la preinternética. Ahora es normal lo que en mi
juventud hubiera sido apabullante, casi monstruoso.
—Eres un tuitero asiduo: ¿puede un tuit
ser literatura?
—Tengo
fama de tuitero asiduo pero no creo serlo para justificar ese prestigio mal
habido. Tal vez mi gusto por tuitear viene en declive, no sé, el caso es que
ahora tuiteo de vez en cuando y sólo en las noches, cuando ya cansado de la
jornada me derrumbo en la cama y —parafraseo el tango “Malevaje”— en vez de
leer me pongo a tuitear. Sí, un tuit puede ser literatura como lo es un
aforismo, un epigrama, un cuento brevísimo y otros géneros micro. Si algo está
bien escrito y conmueve, estimula, agrada estéticamente, es o puede ser
literatura.sábado, septiembre 03, 2016
Adiós
Me
dolía, pero traté de no doblarme. Fue un monólogo, pues ella sólo se miraba las
manos y con sus dedos y sus largas uñas jugueteaba con las dos pulseras.
Tartamudo, titubeante, no sé de dónde me salió valor para decir que así había
sido todo. Perdona si te hago llorar —le dije—, perdona si te hago sufrir, pero
es que no está en mis manos, pero es que no está en mis manos, me he enamorado,
me he enamorado, me enamoré. Como pude le expliqué que yo no sabía de tristezas,
ni de lágrimas ni nada que me hicieran llorar. Le dije que yo sabía de cariño,
de ternura, porque a mí desde pequeño eso me enseño mamá, eso me enseño mamá,
eso y muchas cosas más. Cada vez más triste le dejé claro que yo jamás sufrí, que
yo jamás lloré, que yo era muy feliz, que yo vivía muy bien, que yo vivía tan
distinto, algo hermoso, algo divino, lleno de felicidad, que yo sabía de alegrías,
la belleza de la vida, pero no de soledad, pero no de soledad, de eso y muchas
cosas más, y que yo jamás sufrí, yo jamás lloré, yo era muy feliz, yo vivía muy
bien. Luego hubo un triste y prolongado silencio, y lo interrumpí: perdona si
te causo dolor, perdona si te digo adiós, le dije, y luego pensé: “¡Cómo
decirle que te amo, cómo decirle que te amo, si me ha preguntado, yo le dije
que no, yo le dije que no!”. Sabía yo que aquello era terrible, pero fui
sincero y le dije que yo quería ser honesto con ella y contigo. La razón era
muy sencilla, y también se la dije: a ella la quiero y a ti te he olvidado, si
tú quieres, seremos amigos, yo te ayudo a olvidar el pasado, no te aferres, ya
no te aferres a un imposible, ya no te hagas ni me hagas más daño, ya no.
Seguí, yo ya no podía parar, y a quemarropa le disparé otras palabras: hasta
que te conocí vi la vida con dolor —le dije—, no te miento: fui feliz, aunque con
muy poco amor y muy tarde comprendí que no te debía amar. Ella lloraba ya, y yo
también. Hubo otro silencio hasta que hablé de nuevo. Se lo dije casi como reproche:
tú bien sabes que no fue mi culpa, tú te fuiste sin decirme nada y a pesar que
llore como nunca ya no seguías de mi enamorada, luego te fuiste ¡y qué
regresabas!, no me dijiste y sin más nada, ¿por qué? No sé, pero fue así, así
fue…
jueves, septiembre 01, 2016
Del clasismo inoportuno
Creo que ha sido excesivo, pero de todos modos no es ocioso hacer un par
de puntualizaciones. No critico que Alvarado critique lo que quiera criticar,
pero hay dos detalles en los que falló. Por decir lo menos, en un caso fue omiso
y en el otro fue imprudente:
1. Trabajó en Televisa y en ningún momento dijo allí que esa empresa ha
explotado lo populachero hasta tocar cotas de escándalo. Además, siempre ha
manejado en tono bufo la imagen del homosexual, jamás lo ha separado de
papeles ridículos, “lentejuelosos” y por ello risibles; Televisa acepta al gay,
pero para que sea inofensivo lo ha hecho aparecer indefectiblemente como
"loca" y como “naca”, dos condiciones que Alvarado detesta.
2. "Mi rechazo al trabajo de Juan Gabriel es, pues, clasista";
escribió. Asumirse como perteneciente a otra clase (es evidente que a Alvarado los
recursos materiales no le faltan, así que no necesita decirlo) resulta imprudente
en un funcionario de la UNAM, espacio académico que se supone no debe fomentar
esa visión de la realidad. Alvarado puede sentir y puede pensar que pertenece a
otra casta, pero no expresarlo porque una universidad pública —esto es
elemental— supone un origen no pudiente en la mayor parte del alumnado.
En suma, no creo exagerar si afirmo que su clasismo fue lo más
grave. Que deteste a Juan Gabriel no me parece relevante; sí que, como
funcionario de la UNAM, haga explícita su posición social acomodada, su “circunstancia”,
como escribió.
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