Nazul Aramayo, joven escritor lagunero, me entrevistó hace un año para la revista digital Suplemento de libros. El tema fue Ojos en la sombra (Conaculta, 2015). Refriteo aquí el diálogo con agradecimiento retroactivo a Nazul y al Suplemento...
—Desde que recuerdo, en las
sesiones del taller literario, hacías énfasis en narrar de lo que sabemos y
desde donde estamos. Noto en los libros Las
manos del tahúr, Parábola del moribundo y Ojos en la sombra que también los nutre eso que nos decías. ¿Se ha
vuelto una especie de consigna para ti o por qué el énfasis en contar historias
fuera de cualquier relumbrón cultural?
—Uno puede escribir sobre lo que sea, esa es decisión de cada quien y es
imposible coartar algo que parte del gusto, es decir, de la subjetividad más
profunda. Lo que sugiero en los talleres literarios —en la idea de que son eso,
talleres literarios, es decir,
espacios para el aprendizaje de la escritura sobre todo de jóvenes— es que al
menos en los primeros intentos los concurrentes no busquen temas exóticos,
lejanos en el tiempo y en el espacio a su experiencia personal. Se supone que
en esa etapa no sólo se está afinando la escritura en sí, es decir, el oficio
sutil de entretejer palabras con malicia e intención digamos estética, sino que
también se está escapando del huevo, se está madurando. El joven, al llegar a
un taller, carece no sólo de las herramientas técnicas de la escritura,
desconoce lo que puede hacer con las palabras si las organiza de un modo o de
otro; también, como joven, es muy probable que no haya sido atropellado por
nada y esté lejos de la angustia laboral, de los fracasos amorosos, de la
resignación matrimonial o del divorcio, de los tropiezos filiales, de los achaques,
del desaliento político, de la cercanía de la muerte propia y la certeza de la
ajena, del tedio, de la desesperanza. Lo que le queda por contar, entonces, es
lo que tiene más a tiro de piedra, los conflictos de la escuela, la amistad, la
relación con sus padres, hermanos y amigos. Eso es lo más práctico, lo que
suelta más rápidamente la mano del aspirante a escritor al menos para los
propósitos siempre un tanto apresurados del taller. Esto no significa, por
supuesto, que haya impedimento alguno para que un joven tallerista escriba en
primera persona el relato del alienígena intergaláctico o el del viejito
abandonado por todo mundo cuando le pega cáncer de próstata. El joven escritor
tiene derecho a tratar el tema que guste, pero no sé si los resultados van a
ser los mismos si escribe sobre algo que le atañe o sobre algo que le queda a
miles de años luz o a cuatro o cinco décadas de distancia vivencial.
—Aunque el tono es humorístico
hay algo de nostalgia. Las historias suceden en gran medida en los 80, hay una
sensibilidad, en algunos, más propia de los 70. Se lee una ciudad que en
algunos aspectos ya no existe pero en otros parece que se detuvo en el tiempo y
repite lo de décadas pasadas. ¿Cómo fue tu relación ciudad-recuerdo para crear
los cuentos que ahora leemos?
—Cuando un escritor maneja el humor no puede reconocerlo campechanamente,
pues corre el riesgo de parecer pedante. Por eso es común que escritores como
Ibargüengoitia hayan rehuido a la etiqueta de “humoristas”, dado además el
prestigio intelectual que tiene la seriedad, la sobriedad, la gravedad,
asociados más comúnmente con la inteligencia. En mi caso no rehúyo la etiqueta,
pero me incomoda que me obliguen a hablar sobre el “humor” de mis relatos, si
es que lo hay (esto es en sí un tanto humorístico, pero no puedo evitarlo).
Ahora bien, dados mis intereses de lector, siempre he encontrado placer en
autores que saben trabajar con el humor en sordina, no desparpajado, sino
sutil, expresado en mil detalles ocultos en su prosa, en las peripecias que
diseñan, en el tono general de sus libros. El Quijote sería el primer gran
ejemplo del humor que me complace. Ese mismo humor, o parecido, lo leo en
escritores que he tenido cerca como Carpentier, como Rulfo en muchos cuentos de
El llano…, como Borges, quien llevó
la ironía al más alto sitio al que se puede llegar en ese rubro, hasta la
fecha, en América Latina. En mi caso aplico un recurso que aquí, para
abreviarlo, llamaré “pendular”: procuro que mis textos se muevan, oscilen,
entre eso que denominan humor y el otro lado: la tristeza, la desdicha, la
“nostalgia” que mencionas. A veces salen más cargados a un lado que a otro,
pero eso no depende de mí sino del tema o del estado de ánimo que tuve al
momento de escribir. No sé. Por otra parte, y en respuesta a la segunda vertiente
de tu pregunta, escribí esos cuentos en los años previos a mi onomástico
cuarenta. No fue deliberado, pero ahora que me lo planteo retrospectivamente puede
ser que estuve saldando cuentas con mi pasado, con mi juventud y mis primeras
caídas de adulto. Provengo de una etapa poco dada al desenfado ideológico del
nuevo milenio, todavía milito políticamente, tengo un lado “serio” y
sesentero-setentero que pesa bastante, y supongo que eso se nota en varias de
mis historias. Hoy a muchos escritores les apenan las etiquetas, que les digan
“de izquierda” y todo eso. A mí no; podré ser escéptico, podré sentir
desaliento, pero me queda claro que las ideas de mi juventud no fueron sembradas
en broma y siguen siendo útiles para contrapesar, al menos en mí, el alud de
inhumanidad que nos rodea y al que por cierto le sienta de maravilla la
indiferencia que no comparto. En cuanto al entorno lagunero dominante en mis
relatos, lo mismo: mis personajes se mueven más a gusto en La Laguna
simplemente porque aquí le tocó vivir a quien los creó.
—Como escritor ¿qué tanto nutren
o estorban los trabajos periféricos, como los que realizan los personajes, en
tu creación literaria?
—Ya que no puedo vivir de la literatura, siempre he tratado de trabajar
en espacios que no me coloquen demasiado lejos de ella, es decir, en
universidades, revistas, centros culturales y en casa, de freelance, como redactor, corrector, editor... Eliminadas dos
módicas becas estatales, cada una de un año, jamás he tenido patrocinios para
escribir, así que en realidad he vivido toda mi vida laboral con dos chambas:
la alimenticia y la literaria; soy pues el mecenas de mi propio destino de
escritor. Esto de las dos profesiones no ocurre en otras: el plomero es
plomero, y vive de eso, así como lo hacen el médico, el contador, la dentista,
el ingeniero, la modista, el comerciante. Dado el estatuto un tanto nebuloso de
la profesión de escritor (al menos donde vivo), uno sufre la condena de la
invisibilidad laboral, por eso pasa con frecuencia que me pidan algo así: “Mi
sobrino de quince años escribió una novela sobre dinosaurios y me gustaría que
la leyeras para que le digas si es buena o no; sólo son como 200 páginas”. Es
muy difícil explicar en estos casos que uno no desea leer eso, que si uno
tuviera tiempo libre leería a Víctor Hugo o a Emerson, y que si lee algo que
está al margen de sus intereses debe ser por trabajo, con un pago de perdida
simbólico. Pues bien, cuando uno, titubeante, trata de explicar esto, parece un
mezquino, un verdadero miserable, como no parece mezquino ni miserable el
médico cuando vamos a una consulta y nos cobra honorarios. Todo este circo de
la supervivencia ha entrado a mis relatos porque está en mi experiencia y
porque tiene también algo de tragicómico, de picaresco en el sentido quevediano
de la palabra.
—¿Por qué escribir sobre el
escritor si, como en “Papá Matías” se afirma que “La literatura no sirve para
nada por acá, sólo para ocasionar problemas?
—Esto tiene relación con la respuesta anterior, pero antes debo instalar
una nota al pie de página: mis personajes opinan por su cuenta, sus pareceres
no necesariamente son los míos. El personaje de ese relato es un pesimista, un
tipo que de antemano se sabe condenado a la mediocridad, al fracaso, y que por
una misteriosa razón (todas las razones que nos mueven a hacer algo son
misteriosas) sigue intentando escribir. Lo único que hice fue llevar al
extremo, en ese personaje, un sentimiento que yo tengo sobre los beneficios que
deja la literatura en un páramo como el lagunero: dos o tres apapachos de los
amigos, cierto orgullo familiar, algún pequeño espacio laboral, unos cuantos
pesos y fin. Todo lo demás son problemas, inadaptaciones por ejemplo a lo
fiscal, rezagos, broncas sobre todo cuando, como en La Laguna, no hay un flujo
intenso de energía cultural y por ello no se ha alcanzado un estatus de
profesionalización siquiera decoroso para actividades como la mía de escritor e
incluso de editor, corrector, maestro. A esta hora, luego de 35 años dedicados
a la literatura, con cientos, miles de cuartillas comprobadamente publicadas en
libros, revistas, periódicos e internet, mis números materiales son apenas
grises, no negros, pero por razones otra vez misteriosas creo que he hecho lo
correcto, que el precio de seguir escribiendo ha sido rodearme de problemas que
otros a mi edad, como dice el personaje del cuento que mencionas, ya tienen
resueltos.
—A propósito de “Puentes”, la
última sección del libro: ¿por qué trazar vasos comunicantes entre las
tragedias latinoamericanas como la de Argentina y Chile con la cotidianidad que
vive un lagunero?
—Desde hace muchos años, casi podría decir que desde que leo, he sentido
una gran identificación con la realidad y los problemas de los países
latinoamericanos. No soy indiferente a sus historias, al desgarramiento de sus
territorios, de sus economías, de sus hombres y mujeres. De joven me interesé
mucho por la crónica de Indias, me enteré cómo nacimos, cómo desde entonces
hemos sido saqueados casi hasta el exterminio, cómo desde la conquista somos un
estorbo paradójicamente funcional para las grandes potencias. Eso no es
demagogia. Nuestros razagos, visibles cuando apenas damos un paso en la calle o
nos internamos en cualquier barrio o ejido, obedecen a miles y miles de pequeños
actos de violencia perpetrados por naciones foráneas y por sus esbirros
autóctonos. No otra cosa es para mí, hoy, Estados Unidos y el gobierno
mexicano, por citar sólo el ejemplo que tengo más al alcance de mi asco. Pues
bien, dos de los países cuya historia mejor conozco son Argentina y Chile, y a
estos añadiría Cuba. Con el primero de estos países he mantenido una relación
muy intensa en los años recientes, como de 2000 a la fecha. He leído mucho
sobre su, espero, última dictadura, sobre los problemas que vinieron luego de
que cayó y del momento para mí alentador que los sorprendió con la llegada, en
2003, del kirchnerismo. ¿Cómo no estar de acuerdo con un gobierno que condenó
por fin a los militares genocidas? ¿Cómo no estar de acuerdo con un gobierno
que, como pocos, ha dado la pelea contra un grupo mediático como Clarín? Toda
proporción guardada, es como si los gobernantes en México por fin decidieran
poner un alto a las porquerías de Televisa, cosa que estamos lejos de ver. Así
pues, un poco azarosamente me salieron tres o cuatro cuentos que tenían, como
dices, vasos comunicantes entre las realidades argentina, chilena y méxico-lagunera.
Puede parecer un atrevimiento o una ingenuidad, pero para mí nuestras
realidades acusan muchas simetrías y pueden ser tratadas literariamente sin
desbarrar.
—En tu “Palabra final” mencionas
“no deseo trazar historias deshuesadas, ‘prosa poética’, ocurrencias pasadas de
contrabando como cuentos”, ¿consideras que ya no se escribe cuento clásico o
que ya no se buscan los mecanismos lingüísticos para soportar una estructura?,
¿por qué consideras necesario acatar las reglas del cuento clásico?
—Creo que traté de dejar claro en esa “Palabra final” que en mi libro
procuré (ojo, en mi libro) ceñirme a
la idea —no mía— de escribir cuentos de una manera no suelta, relajada, desenfadada,
sino de acatar las nociones que han caracterizado al género de unas décadas a
la fecha. Y no estoy en contra de ningún formato, de ningún molde ni de ninguna
cruza experimental. En lo que discrepo es en pasar de contrabando (usé tal
palabra: contrabando) un formato cuando en realidad es otro. Sé que sueno
rígido en esto, pero sería la misma rigidez decir que a un perro le digamos
perro y no rinoceronte, o decir que a un libro le digamos libro y no
refrigerador. Ni el libro ni el refrigerador son buenos ni malos en sí, no se
contradicen, son sólo objetos distintos, y es lo mismo que pienso sobre el
cuento-cuento y la prosa poética. Está bien romper las reglas, desbaratar, pero
siempre debemos mantener alguna mínima certeza. El dadaísmo sólo funcionó una
vez.
—¿Por qué el título Ojos en la sombra? ¿A qué se refiere?
—A mí me gustan casi todas las palabras, pero unas más que otras, como a
cualquiera. Entre las que me gustan mucho está “sombra”. Tiene la misma
sonoridad que “lumbre”, palabra que coloqué en el título de mi primer libro,
publicado en 1990. Usé “sombra” aquí, en primer lugar, porque me gusta su
sonido, y en segundo, porque pensé en una especie de metáfora: el escritor es
un sujeto que mira desde el margen, que observa a veces sin ser visto, que da
testimonio desde la oscuridad. Sus ojos son pues unos ojos no observados, unos
ojos en la sombra.