Faltaban
diez minutos para la salida del camión y saqué el libro, una novela que a la
mitad ya amenazaba con hartarme. No era temporada alta, así que la sala de
espera, hedionda como siempre a una mezcla de cloro con orines, lucía casi
despoblada. Leí un par de páginas y la novela no mejoró. Casi decidí cerrarla
cuando a mi lado apareció un tipo andrajoso. Tuvo la prudencia de dejar un
asiento libre entre los dos. Poco después torció la cabeza para tratar de leer
la portada de mi libro. Lo hizo descaradamente, como si yo no estuviera allí.
Para que no se aproximara más, adrede giré un poco el libro y logré que leyera
bien. Noté que era débil visual, tenía los ojos acuosos y cansados, azules
tirando a grises. No quise preguntarle nada por temor a que permaneciera allí,
pero él fue quien habló. “Yo también leo”, dijo. “Bueno, ya casi no, ayer
mataron a un perro pero en el mercado venden fruta”. Dijo lo del perro y se
quedó pensando. No era necesario que añadiera algo más para saber que estaba
loco. Tuve el deseo de que se largara o de moverme de lugar, pero otra vez
habló: “Dante escribió la Divina Comedia que está dividida en tres partes. Lo
que más me gusta es que Agamenón sale allí en su caballo Rocinante y viaja
hasta la Patagonia con Jean Valjan. Sin embargo, Cristóbal Colón navegó veinte
mil leguas de viaje submarino para llegar a Canadá, pero luego se casó con Sor
Juana Inés de la Cruz y todo se fue al carajo. Por eso Lorca no lo perdonó y le
dio muerte en Venecia para después quedarse con el efebo”. Yo no decía nada, lo
dejé conferenciar con una mezcla de asco y fascinación. “¿Usted está de acuerdo
en que a Tolstoi le den una beca estatal? No, señor, Coahuila no está para eso.
En dicho caso que escriba más, la segunda parte de Madame Bovary pero esta vez
que la ubique en Viesca. Los que ya estamos cansados de Nabocov no lo queremos
como alcalde. Aquí tenemos muchos problemas, señor, y si ese tipo no pudo
mejorar la vida de Macondo, es imposible que logre hacer algo bueno por el
atletismo”. Me salvaron las bocinas, la salida de mi autobús. No dije nada,
sólo le extendí el libro y él lo tomó. “Ayer mataron a un perro…”, rumió y creo
agregó lo de la fruta.