Mi paisano y admirado amigo Vicente Alfonso me hizo la siguiente entrevista sobre Ojos en la sombra (Conaculta, 2015). A poco más de un año de la publicación del libro en la colección El Guardagujas, estas fueron mis respuestas.
—¿Nace Ojos en la sombra como un proyecto
o es una compilación de relatos que surgen de forma independiente?
—La
escritura de los diez cuentos que componen Ojos
en la sombra se dio en mi periodo más productivo como cuentista: de 2000 a
2004. En ese lustro armé seis libros de cuento, dos de ellos todavía inéditos.
Luego, en 2005, tuve la suerte de recoger algún fruto, pues en una semana de
octubre recibí la noticia de que gané tres premios nacionales, el de San Luis
Potosí entre ellos. O sea, el esfuerzo no estuvo tan mal encaminado pese a que
es un género casi marginal, ajeno al glamour
de las editoriales poderosas. Recuerdo que al escribir los cuentos pensaba en
proyectos más o menos compactos: Leyenda
Morgan sería un libro de cuentos policiales; Arte de miniaturía (inédito) y Monterrosaurio,
de microrrelatos; hay otro inédito con cuentos dizque sexosos; donde tuve
problema fue con una tanda de veinte relatos con tema intelectualoide. Era un
libro gordo e inmanejable, así que decidí partirlo en los dos que ahora son Las manos del tahúr (publicado por
Ficticia) y Ojos en la sombra
(publicado por el Conaculta en su colección El Guardagujas). Puede decirse pues
que estos dos libros en realidad llegaron en un parto de gemelos.
—El tema de los cuentos
iniciales de Ojos en la sombra es la rivalidad entre creadores. Pienso en Bioy
Casares y Borges, en Mozart y Salieri ¿Puede la envidia ser un motor artístico?
—Buena
parte de esos cuentos tiene personajes que se dedican a lo que me he dedicado:
escritores, maestros, académicos, editores, periodistas. Son sujetos que me
quedan cerca, que conozco y puedo describir con cierta facilidad. Pero eso no
es lo importante, sino sus pasiones y la forma en la que las exteriorizan. Si
vamos entonces al fondo temático de estos cuentos notamos que en todos hay un sedimento
de envidia, frustración, recelo, miedo, incertidumbre, es decir, asuntos que le
atañen a cualquier ser humano, sea o no artista. En lo personal, creo que la
envidia puede detonar algo bueno cuando hay talento en quien envidia; sin
talento, la envidia es una pasión brutal, autodestructiva. Por eso, hay que
envidiar a quienes de alguna manera podamos imitar, no a quienes poseen algo
que nosotros jamás tendremos. Yo no puedo envidiar a un matemático, a un chef,
a un músico o a un alpinista, pues carezco de las facultades mínimas
indispensables para intentar siquiera una imitación mediocre de sus
disciplinas. En tal caso prefiero la admiración en lugar de la envidia.
Uno de tus personajes afirma que “en
estos tiempos la investigación literaria está más devaluada que la monarquía
absoluta”. ¿Compartes esta opinión? ¿Por qué?
Suelo
no compartir muchas opiniones de mis personajes, pero en este caso creo que no
estoy tan en desacuerdo. El personaje dice “monarquía absoluta” para referirse
a algo viejo, caduco. Él cree que, aunque ame la investigación literaria, para
el mundo ya no importa, es una actividad sólo provista de significado para un
espacio muy chico, el de la academia, y aun ahí es usada como arma para la
supervivencia laboral, el ascenso curricular y otras pequeñas mezquindades, no
para producir verdaderos estudios. Digamos que puedo o no estar de acuerdo con este
personaje, pero sí me es simpática su actitud de pesadumbre ante el poco valor
que se le da al trabajo académico.
—¿Cuál es tu procedimiento para escribir
un cuento?
—De
manera muy general puedo decir que veo venir desde lejos una frase, un personaje,
una situación, una atmósfera y a partir de allí sospecho que puede brotar un
cuento. No fuerzo nada, no me obligo burocráticamente a escribir, sino que dejo
que la idea se vaya imponiendo en mi interior y termine por hacerme manita de
puerco hasta llevarme al teclado. Durante un tiempo muy irregular pienso la
trama, diseño peripecias, armo un esquema en greña. Luego, cuando llega la hora
de escribir, surgen siempre nuevos obstáculos y nuevas soluciones. Lo
fundamental para mí es construir todo para que el final dé una idea de
congruencia y de contundencia. Quizá me gusta escribir cuentos porque en este
género lo más importante es el final. Siempre he dicho que no me gusta
escribir, sino terminar de escribir, pero para terminar de escribir primero hay
que escribir, así que cuando llego al final de un cuento siempre gozo una
sensación de placer casi venérea. El final de un cuento es, entonces, un
éxtasis, lo mejor que he podido experimentar como escritor.
—¿Te sientes más cómodo como cuentista o
como novelista?
—Como
cuentista, creo, pero eso no quiere decir que la novela me resulte ingrata.
Allí se cocina distinto: el placer está en destapar la cazuela a medio camino y
comprobar con el olfato que avanza vaporosamente bien la elaboración del caldo.
—¿Cuáles son tus cuentistas de cabecera?
—Tengo
muchos: Rulfo, Arreola, Valadés, Monterroso, Revueltas, José Agustín, José
Joaquín Blanco, Samperio, De la Borbolla, Serna, Parra, Lara Zavala, Fadanelli,
Marcial Fernández, Ribeyro, Lugones, Borges, Pérez Zelaschi, Walsh, Piglia, Abelardo
Castillo, Sorrentino, Luisa Valenzuela, Giardinelli, David Lagmanovich, Fabián Vique,
Giselle Aronson, Toño Cruz, Orlando Van Bredam, el chileno Diego Muñoz, los
futboleros Fontanarrosa, Sasturain y Sacheri. De otras lenguas he disfrutado a Poe,
Chejov, Conan Doyle, Nabokov, Schwob, Papini y Faulkner. Entre los laguneros
aprecio a Saúl Rosales, Daniel Herrera, Daniel Lomas, Miguel Báez, Fernando
Fabio Sánchez, Carlos Reyes, Carlos Velázquez, Angélica López y a ti; y del
norte en general, a Herbert, Boone, Trujillo Muñoz, Crosthwite, José Salvador
Ruiz y Julio Pesina.
—¿Sientes que vivir lejos de la capital
ha determinado tu carrera como escritor?
—Creo
que sí. Por el lado de la creación, esto me ha obligado a pensar en mi entorno,
La Laguna, tratando de no incurrir en rancheridades. Por el lado de las
oportunidades y pese a las comunicaciones de hoy, uno aprende acá a rascarse
con uñas menos afiladas, pues hay escasas oportunidades, escasos contactos.
Este desafío en el desierto no es tan malo, pues todos los días pone a prueba
la vocación.
—La literatura de países sudamericanos,
en especial la argentina, ha influido en tu obra: en una época sin internet
¿cómo se dio para ti el descubrimiento de los autores argentinos?
—Como
en muchos casos, comenzó con Cortázar y poco después con Borges. Pero antes,
por el gusto del tango y la milonga y mi admiración juvenil —no desaparecida—
al Che y al poema Martín Fierro.
Luego sumé otros gustos de la cultura argentina y ahora mi conocimiento de ese
país corre al parejo que el del mexicano. Me interesan su literatura, su
música, su política, su geografía y su futbol tanto como los de México.
—¿Piensas que para estas generaciones es
más fácil acceder a los títulos con poca circulación?
—Internet
ha facilitado el acceso a todo, incluido el que conduce a la literatura. Pongo
un ejemplo: en mi juventud alguien nos puso un caset con la voz de Borges
diciendo sus poemas. La reunión terminó y todos los amigos, en broma,
imitábamos esa voz cada vez que lo citábamos. Creo que todos hubiéramos querido
tener el caset, escucharlo más, pero por cuestiones prácticas no se pudo. De
Borges hoy están en YouTube sus poemas, sus conferencias, sus entrevistas.
Cualquiera tiene a la mano lo que se le antoje. En los tiempos de mi formación
todo era más lento, pero no lo sabíamos pues no podíamos adivinar lo que habría
poco después. Los jóvenes que nacieron con internet no se asombran porque les
falta la experiencia anterior, la preinternética. Ahora es normal lo que en mi
juventud hubiera sido apabullante, casi monstruoso.
—Eres un tuitero asiduo: ¿puede un tuit
ser literatura?
—Tengo
fama de tuitero asiduo pero no creo serlo para justificar ese prestigio mal
habido. Tal vez mi gusto por tuitear viene en declive, no sé, el caso es que
ahora tuiteo de vez en cuando y sólo en las noches, cuando ya cansado de la
jornada me derrumbo en la cama y —parafraseo el tango “Malevaje”— en vez de
leer me pongo a tuitear. Sí, un tuit puede ser literatura como lo es un
aforismo, un epigrama, un cuento brevísimo y otros géneros micro. Si algo está
bien escrito y conmueve, estimula, agrada estéticamente, es o puede ser
literatura.