Me
dijo que aquel chaparro le dijo sí, amigo, lo felicito por su esposa, es una
dama inteligente y guapa, muy distinguida, y me dijo que al tipo se le veía a
leguas una necesidad de remarcar eso porque se sintió descubierto. Me dijo que
el gracioso había llegado recientemente a trabajar en la misma oficina, que se
puso tenso al elogiar, o sea, que le gustaba su mujer, la mujer de mi amigo,
quiero decir, y que por eso escogió uno de los dos caminos que se tienen cuando
un tipo es descubierto merodeando a una mujer ajena. Sí, tomó el camino del
elogio abierto, porque el otro es el del silencio culpable. Así que por eso
dijo tu mujer es una gran compañera, y agregó que responsable y cordial, no
cabe duda de que te sacaste la lotería, pocos hombres tan afortunados como tú.
El tipo tenía apenas dos meses en la oficina, era un empleado menor, pero de
todos modos tuvo arrestos para animarse a platicar con la secretaria ejecutiva
e intentar algo, lo que fuera con tal de verla. Ella es abierta, platicadora,
un pan, y le dio entrada sólo por urbanidad, lo sé, pero el tipo se emocionó y
quizá alcanzó a imaginarse un futuro en el que podía tener algo que ver con
ella. Pobre. Tras recibir su primer pago le regaló un libro de superación
personal, de esos firmados por un tal Coelho que no valen ni el papel en el
que están impresos. Hasta ahí no pasó nada, pero luego le obsequió un disco con
los hits de Roberto Carlos. Como que le gustaba regalar brasileños, pero una
cosa es obsequiar un libro chafa y otra muy distinta los hitazos de Roberto Carlos.
El tipo quería avanzar. A la tercera quincena cometió un error. Un libro y un
disco pueden ser disimulados en el bolso de mano, pero no un ramo de flores. Lo
que el chaparro no sabía es que ese viernes mi amigo pasaría por su mujer, y
que al enterarse iba a pedir que le presentaran al generoso pretendiente. Fue
allí cuando el tipo quedó desarmado y dijo lo que dijo: te sacaste la lotería y
blablablá. Todo eso dijo mi amigo mientras yo pensaba en su mujer, en el
viernes de la semana pasada, en aquel hotelito donde ella no perdió tiempo
pensando en su marido, mucho menos en el estúpido compañero de oficina que la
asediaba sin una miserable posibilidad de éxito.