Un libro que me pegó de joven fue Odas elementales, de Neruda. Como sabemos, el poeta de Temuco publicó en él bellos poemas (el adjetivo “bellos”, si nos referimos a la producción nerudiana, es un pleonasmo) dedicados a objetos, lugares o sentimientos “elementales”. El premio Nobel de 1971 usa esa palabra en los dos sentidos que podemos asignarle: como objetos, lugares o sentimientos sencillos, o bien como básicos para deslizarnos por esta extraña cosa llamada vida. Así, casi cualquier tema es motivo de una oda para el chileno, pero es de resaltar que la merecen más aquellos detonadores temáticos que conviven con el escritor y lo ayudan a maravillarse de y en su cotidianidad.
Un ejemplo de poema con tema notoriamente “elemental” es “Oda al caldillo de congrio”. Es, como todas las odas nerudianas, una composición esbelta, de verso tan corto que avanza como flecha hacia el lector: “En el mar, / tormentoso / de Chile / vive el rosado congrio, / gigante anguila / de nevada carne. / Y en las ollas / chilenas, / en la costa, / nació el caldillo / grávido y suculento, / provechoso. / Lleven a la cocina / el congrio desollado, / su piel manchada cede / como un guante / y al descubierto queda / entonces / el racimo del mar, / el congrio tierno / reluce / ya desnudo, / preparado / para nuestro apetito. / Ahora / recoges / ajos, / acaricia primero / ese marfil / precioso, / huele / su fragancia iracunda, / entonces / deja el ajo picado / caer con la cebolla / y el tomate / hasta que la cebolla / tenga color de oro. / Mientras tanto / se cuecen / con el vapor / los regios / camarones marinos / y cuando ya llegaron / a su punto, / cuando cuajó el sabor / en una salsa / formada por el jugo / del océano / y por el agua clara / que desprendió la luz de la cebolla, / entonces / que entre el congrio / y se sumerja en gloria, / que en la olla / se aceite, / se contraiga y se impregne. / Ya sólo es necesario / dejar en el manjar / caer la crema / como una rosa espesa, / y al fuego / lentamente / entregar el tesoro / hasta que en el caldillo / se calienten / las esencias de Chile, / y a la mesa / lleguen recién casados / los sabores / del mar y de la tierra / para que en ese plato / tú conozcas el cielo”.
La transparencia de esos poemas me alentó desde hace mucho a buscar la grandeza en lo ordinario. Creo que esas odas me revelaron la belleza de lo inmediato y en apariencia insignificante. Tan fuerte fue la epifanía que desde entonces escribo en la mente no odas, pero sí “prosas elementales”. Tengo dos libros inéditos con ese tema, uno de ellos sobre la comida popular de La Laguna (Callejero gourmet), del cual he presentado avances en Ruta Norte. Otro, sobre dedicatorias de libros que me enorgullecen. Un tercer libro con es mismo asunto es el que algún día escribiré sobre ciertos productos comestibles que me asombran por su sabor y su modestia, como la sal, la azúcar, el frijol, el maíz, el plátano, el arroz, el café, el cilantro, la mandarina, la tuna, entre otros.
Pues bien, en días recientes pensé en la posibilidad de otro librito similar, éste sobre ciertos objetos también presentes en la rutina que ya, por comunes, se nos hacen invisibles. No pienso en esas estampas como meros ejercicios estilísticos, aunque lo parezcan más que nada. Llevan intrínseco, al menos así lo pienso, el reconocimiento a los seres anónimos que trabajaron para que un artículo me sirva. Agradecer a los zapatos que salieron muy buenos y no caros es, en el fondo, pensar en los lugares donde el esfuerzo de hombres y mujeres sin rostro, pero reales, metieron los manos en la materia para transformarla y crear riqueza (no para ellos, y eso también es parte de la reflexión). Agradecer al tenedor con el que comemos, ese objeto tan extraño si lo miramos bien, o a la camisa, o al sombrero, o al reloj. Nada hay, de hecho, que no tenga un origen genial y que no implique la presencia de un razonamiento agudo. Eso es lo que me deslumbra y eso es lo que quisiera destacar incluso en objetos sofisticados, como la lap top. Sólo he tenido una, ésta con la que escribo esto, y es un objeto maravilloso. Poco más de cinco años he convivido con ella, y jamás se ha rajado. Ya perdió una bisagra, está toda raspada y sin las calcomanías originales, le queda nada de memoria, ya le caducó todo, pero sigue trabajando. A ella no le tocará quizá la suerte de la Olympia mecánica, que sobrevive como adorno, pero sí estos renglones que son como una declaración de amor. Asombrosamente, con sus teclas le escribo estas palabras y quedo más, más asombrado todavía.
Un ejemplo de poema con tema notoriamente “elemental” es “Oda al caldillo de congrio”. Es, como todas las odas nerudianas, una composición esbelta, de verso tan corto que avanza como flecha hacia el lector: “En el mar, / tormentoso / de Chile / vive el rosado congrio, / gigante anguila / de nevada carne. / Y en las ollas / chilenas, / en la costa, / nació el caldillo / grávido y suculento, / provechoso. / Lleven a la cocina / el congrio desollado, / su piel manchada cede / como un guante / y al descubierto queda / entonces / el racimo del mar, / el congrio tierno / reluce / ya desnudo, / preparado / para nuestro apetito. / Ahora / recoges / ajos, / acaricia primero / ese marfil / precioso, / huele / su fragancia iracunda, / entonces / deja el ajo picado / caer con la cebolla / y el tomate / hasta que la cebolla / tenga color de oro. / Mientras tanto / se cuecen / con el vapor / los regios / camarones marinos / y cuando ya llegaron / a su punto, / cuando cuajó el sabor / en una salsa / formada por el jugo / del océano / y por el agua clara / que desprendió la luz de la cebolla, / entonces / que entre el congrio / y se sumerja en gloria, / que en la olla / se aceite, / se contraiga y se impregne. / Ya sólo es necesario / dejar en el manjar / caer la crema / como una rosa espesa, / y al fuego / lentamente / entregar el tesoro / hasta que en el caldillo / se calienten / las esencias de Chile, / y a la mesa / lleguen recién casados / los sabores / del mar y de la tierra / para que en ese plato / tú conozcas el cielo”.
La transparencia de esos poemas me alentó desde hace mucho a buscar la grandeza en lo ordinario. Creo que esas odas me revelaron la belleza de lo inmediato y en apariencia insignificante. Tan fuerte fue la epifanía que desde entonces escribo en la mente no odas, pero sí “prosas elementales”. Tengo dos libros inéditos con ese tema, uno de ellos sobre la comida popular de La Laguna (Callejero gourmet), del cual he presentado avances en Ruta Norte. Otro, sobre dedicatorias de libros que me enorgullecen. Un tercer libro con es mismo asunto es el que algún día escribiré sobre ciertos productos comestibles que me asombran por su sabor y su modestia, como la sal, la azúcar, el frijol, el maíz, el plátano, el arroz, el café, el cilantro, la mandarina, la tuna, entre otros.
Pues bien, en días recientes pensé en la posibilidad de otro librito similar, éste sobre ciertos objetos también presentes en la rutina que ya, por comunes, se nos hacen invisibles. No pienso en esas estampas como meros ejercicios estilísticos, aunque lo parezcan más que nada. Llevan intrínseco, al menos así lo pienso, el reconocimiento a los seres anónimos que trabajaron para que un artículo me sirva. Agradecer a los zapatos que salieron muy buenos y no caros es, en el fondo, pensar en los lugares donde el esfuerzo de hombres y mujeres sin rostro, pero reales, metieron los manos en la materia para transformarla y crear riqueza (no para ellos, y eso también es parte de la reflexión). Agradecer al tenedor con el que comemos, ese objeto tan extraño si lo miramos bien, o a la camisa, o al sombrero, o al reloj. Nada hay, de hecho, que no tenga un origen genial y que no implique la presencia de un razonamiento agudo. Eso es lo que me deslumbra y eso es lo que quisiera destacar incluso en objetos sofisticados, como la lap top. Sólo he tenido una, ésta con la que escribo esto, y es un objeto maravilloso. Poco más de cinco años he convivido con ella, y jamás se ha rajado. Ya perdió una bisagra, está toda raspada y sin las calcomanías originales, le queda nada de memoria, ya le caducó todo, pero sigue trabajando. A ella no le tocará quizá la suerte de la Olympia mecánica, que sobrevive como adorno, pero sí estos renglones que son como una declaración de amor. Asombrosamente, con sus teclas le escribo estas palabras y quedo más, más asombrado todavía.